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Tributarismo: ¿agonía del capitalismo?

18 de enero de 2024 00:02

El 12 de agosto de 2020, en medio de la pandemia, el gobierno inglés anunció a las 9 AM que el PIB del país había caído 20 por ciento. Una cifra no sólo escandalosa, sino inédita. Nunca en la historia de las economías occidentales –ni siquiera durante la crisis de 1929– la producción había caído tanto en tiempo tan breve.

Lo lógico era anticipar el pánico de los inversionistas, el cierre de los bancos y el desplome de la bolsa de valores. Para sorpresa de todos sucedió exactamente lo contrario. Al día siguiente, todos los indicadores del mercado accionario ascendieron 3 por ciento y ningún banco se declaró en quiebra.

Los grandes consorcios comerciales e industriales anunciaron que tan sólo reducirían sus actividades y que tendrían que despedir a parte de sus empleados, sin que la cifra fuera necesariamente masiva. Fueron las pequeñas y medianas empresas –es decir, las que emplean a la mayor parte de los trabajadores– las que tuvieron que pagar los costos del desplome.

¿Cómo explicar que la bolsa, lejos de colapsar, haya aumentado sus utilidades? Jamás en la larga historia del capitalismo, una depresión había propiciado el alza de los valores bursátiles. Yanis Varoufakis, ministro de Hacienda en el primer gobierno griego de Syriza y autor del libro Tecnofeudalismo, sugiere una respuesta.

No es que hubo un cambio en la lógica de la valorización en la última década. Se trata de una transformación mucho más radical: el capitalismo está siendo sustituido por un nuevo e inesperado sistema de acumulación y concentración de la riqueza: el tecnofeudalismo. Su argumento no es simple, aunque en cierta manera resulta convincente.

Antes de la Primera Guerra Mundial, Rosa Luxemburgo vaticinó el futuro inmediato de Occidente bajo el dilema de una disyuntiva: “socialismo o barbarie”. Varoufakis concluye: “Ganó la barbarie”. Y no sólo en el siglo XX.

La masacre de los cuerpos continúa bajo otras formas. Cuando los corredores de bolsa de la City se aprestaron a comprar activos después del desplome de agosto de 2020, intuyeron –sin saberlo a ciencia cierta– que el gobierno reaccionaría de la misma manera que lo había hecho desde la caída de 2008. Y no se equivocaron.

Se imprimió moneda como nunca y se recaudaron préstamos de los principales bancos. Los fondos se destinaron a sostener el consumo y los préstamos a “apoyar” a las empresas. En 2008, estos “apoyos” se llamaron “rescates”. Hasta la fecha, 2024, ninguna de las empresas y bancos ha pagado su “rescate”.

Hay muchos estudios que indican que la situación de crisis se habría superado, si se hubiera rescatado a los ciudadanos y no a las empresas. Costos y traumas de la doxa neoliberal. Lo mismo sucedió en la mayoría de los países con una mínima solvencia bancaria. En este esquema, las deudas públicas han devenido impagables, y la banca tiene asegurado el pago de los intereses ad infinitum. Hoy los bancos se sostienen por haber convertido a los estados en sus acreedores cautivos.

Quien paga las cuentas es el mundo del trabajo que año con año abona sus impuestos. De facto, el sistema funciona como una “tienda de raya” de las antiguas haciendas. Y en la esfera del consumo individual, el ciudadano ha devenido un “peón” de su tarjeta de crédito. “Este régimen, concluye Varoufakis, tiene poco que ver con el capitalismo, porque las utilidades bancarias ya no provienen del mercado, sino de una forma de intercambio que es semejante a la renta.”

La expansión de las plataformas digitales ha extendido y consolidado esta nueva forma de acumulación. Amazon cobra a sus clientes 40 por ciento del precio por hacer circular los productos en sus redes. Y sólo destina 1.5 por ciento de sus ingresos al pago de los salarios de sus empleados.

El antiguo concepto de “plusvalía” simplemente no encaja en esta realidad. Facebook, Instagram y Uber proceden de la misma manera. Ahí la acumulación de riqueza transcurre como en los antiguos feudos: trabajo no asalariado (el que realizan los usuarios) se intercambia en “especie” (los usuarios reciben un “servicio”). De ahí el nombre de “tecnofeudalismo”.

Más allá de la definición, es evidente que los impuestos que paga la población anualmente cumplen, sin duda, la antigua función del tributo: quien los acumula, sólo ofrece “servicios” a cambio, que son consumidos de manera personal. No es casual que las tasas de ganancia de los bancos y las empresas del big data sean tan estrafalariamente cuantiosas.

De las 10 principales compañías en la lista de Forbes, cinco son bancos y las otras cinco, conglomerados digitales. El grave dilema de este nuevo tributarismo es que requiere de un gigantesco sistema de represión y compresión. Cada ciudadano es un deudor, es decir, un posible moroso.

Ni hablar de la incapacidad del orden público para responder a demandas sociales. Los fondos simplemente están, como la vida, en otra parte. La violencia ha devenido una fuerza económica central. Tanto la producción de armas y dispositivos de vigilancia, como la destrucción misma que causan (para después reconstruir). Ya sea en la forma de la guerra o de violencia criminal, Ares seguirá siendo el dios por excelencia de la modernidad.



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