Israel ha enviado a un robusto equipo jurídico a la Corte Internacional de Justicia de La Haya para defender que no está camino de cometer un genocidio en Gaza. Sólo este enunciado justifica, probablemente, la incierta y valiente demanda presentada por Sudáfrica ante el tribunal de Naciones Unidas. Ha obligado a Israel a ponerse a la defensiva y a tomarse en serio instancias internacionales que acostumbra despreciar. Se ha colado en el debate público israelí y ha obligado a Netanyahu a jugar en un terreno incómodo, en un marco narrativo que no controla y que juega en contra de sus intereses. Por un momento, quizás hayan dejado de sentirse impunes.
Como en el caso del elefante de Lakoff, “yo no he cometido un genocidio” es una oración que, pese a negarla, alimenta la idea del genocidio como contexto, como posibilidad, como terreno de juego. Sitúa el debate en esas coordenadas. Si tenemos en cuenta que los dirigentes sionistas han hecho esfuerzos ímprobos para presentar la lucha contra Hamas como un ejercicio de autodefensa contra la enésima agresión contra el pueblo judío, que de pronto tengan que intentar explicar que no están cometiendo un genocidio es un cambio importante.
No es cuestión menor que la demanda proceda de Sudáfrica, que pese a los numerosos problemas que acumula, mantiene, con acciones como ésta, vivo el legado de Mandela. No hay un país que atesore mayor legitimidad para hablar de situaciones de apartheid. La solución al conflicto no vendrá, al menos no en exclusiva, por la vía jurídica internacional, y quizá todo acabe en nada, pero se trata de que cada quien aporte lo que buenamente pueda. Y Sudáfrica ha dado un paso que nadie había osado dar; ningún enemigo declarado de Estados Unidos, ni ningún amigo árabe de Palestina. Puede que no sirva de nada, habrá incluso quien alegue que pueda ser contraproducente, en caso de derrota. Son argumentos ventajistas que no esconden que Sudáfrica ha sido el único país en hacer lo que estaba en su mano por parar la masacre.
También puede ocurrir que, pese a tomar medidas cautelares la Corte Internacional de Justicia de La Haya, Israel decida incumplirlas. Es factible, pero seguiría valiendo la pena, ni que fuera para sumar un granito de arena en el argumentario contra el sionismo y bañar de dignidad tanto al propio tribunal como a la Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio, criatura nacida de las cenizas de la Segunda Guerra Mundial bajo el impulso de figuras como la de Raphael Lamkin, judío de origen polaco, superviviente del Holocausto e inventor del término genocidio, con el que bautizó lo que Churchill llamaba “crimen sin nombre”.
La palabra la tienen ahora 17 jueces, 15 permanentes, uno nombrado por Johannesburgo y otro por Tel Aviv. La acusación sudafricana, basada en documentación de la propia ONU, es contundente, pero los aliados de Israel son poderosos, ya se sabe. Si el tribunal estuviera compuesto por jueces extraterrestres recién llegados a la Tierra y sólo viesen la documentación del caso, sería difícil que no accediesen a las medidas cautelares para detener, al menos en parte, la matanza de Gaza. Porque cabe recordar que el objetivo original de la citada convención contra el genocidio es, más que condenarlo, prevenirlo. Es decir, el tribunal no debe valorar sólo si ha habido ya un genocidio, sino si éste puede estar en camino. Ayer, Save The Children situó en 10 mil el número de menores palestinos muertos.
Pero lo de la justicia imparcial es como lo del periodismo objetivo: un cuento. Aquí nadie es imparcial ni objetivo. Todos somos sujetos y, por tanto, parte implicada en este mundo. Los tribunales internacionales no son un ente etéreo ni virginal capaz de impartir justicia con los ojos cerrados. Son producto y, en buena medida sistema de reproducción, de las pugnas y los equilibrios de poder de cada época. Con todo, también son un intento por poner orden y algunas reglas al campo de batalla.
Puede que toda legalidad internacional esté condenada, en mayor o menor medida, a un doble rasero que juzgará de diferente modo acciones parecidas, pero siempre es mejor ese intento que la ausencia absoluta de reglas, que es hacia donde parece que caminamos. En un estado de derecho, por muy injusto que sea –acostumbra serlo–, el débil siempre puede buscar rendijas. Un ordenamiento jurídico no deja de ser una promesa de refugio para el desvalido, aunque en muchas ocasiones no llegue a cumplir ese cometido. En la jungla, por el contrario, sólo manda el león. Por eso, las grandes potencias suelen ser reacias a ratificar los convenios internacionales. Lemkin murió en 1959, frustrado por la negativa del Congreso estadunidense a ratificar el convenio contra el genocidio.
La Corte Internacional de Justicia tiene ahora en sus manos una decisión crucial. Tiene la posibilidad de salvar miles de vidas en Gaza, pero también de rescatar el legado que nos dejaron Lamkin y otros supervivientes del holocausto; la oportunidad de reivindicar y salvar una arquitectura internacional maltrecha, depauperada y mil veces humillada en las últimas dos décadas. Ahí es nada.