El año ha empezado con hechos de alta intensidad en un país que registró 2023 como el más violento de su historia. El 9 de enero, el presidente Noboa decretó un estado de “conflicto armado interno” que supone reconocer que hay dos bandos o grupos armados actuando en el territorio, una situación de guerra que el Estado enfrenta, a la que se ha llamado “terrorismo”. Esto deja abiertas condiciones de excepción prácticamente sin límites en manos de las Fuerzas Armadas, la Policía y el propio gobierno.
Las interrogantes inmediatas caen por su propio peso. La principal: si las Fuerzas Armadas y la Policía están infiltradas por el crimen organizado, ¿cómo podrían actuar de modo confiable en defensa del Estado? Siendo así, otorgar poderes plenos e inmunidad a estos cuerpos, ¿no supondrá extender y blindar la arbitrariedad de sus acciones, usando la figura de terrorismo para acusar a quien quiera, para crear escenarios de “falsos positivos” o similares? Los casos de Colombia y México tienen mucho que decir al respecto.
El decreto menciona la existencia de 22 grupos de crimen organizado, unas 20 mil personas, bandas locales en su mayoría asociadas a carteles internacionales. La mira puesta en los delincuentes comunes, hoy terroristas, ¿deja a un lado a los delincuentes de cuello blanco que hacen parte de la misma “cadena de valor”? Hay preocupación sobre el riesgo de criminalización de la pobreza, de persecución selectiva a quienes se ubican en el eslabón más numeroso y débil de esa cadena, mientras grupos como la mafia albanesa, famosa por haber comprometido al entorno del ex presidente Lasso, no figuran en la lista.
Así también, si por obra de la dolarización y la desregulación neoliberal, el lavado de activos atraviesa la economía nacional, su presencia es evidente en el sector financiero y en toda clase de empresas y negocios, ¿cómo separar esos intereses ilícitos de los aparentemente lícitos con los que se mezclan?
La declaración de “guerra interna” ha concitado el apoyo de la mayoría de sectores políticos y sociales. Algo necesario para un presidente que ganó elecciones de modo sorpresivo y que ha conformado un gobierno de perfil empresarial, sin experiencia, comprensión ni compromiso con lo público. Baste un ejemplo para ilustrar: la ministra del interior, abogada mexicana nacionalizada en diciembre último, ha declarado su desconocimiento del área de seguridad y ha proclamado su desafío “personal” de conseguir donaciones empresariales para cubrir la alimentación de la policía.
La Revolución Ciudadana, primera fuerza política a pesar de la persecución que ha soportado desde hace siete años, también ha expresado su apoyo al gobierno. Tras años de haber resistido en solitario a la agenda neoliberal, ahora ha sido compelida a sumarse a la aprobación de leyes económicas urgentes, impulsadas por el Ejecutivo, que salen de su línea antineoliberal. Quizás una señal de cómo opera el shock, la siembra de caos y miedo como componente o requisito de la imposición de un modelo económico de saqueo.
El giro que ha dado el país en estos años hacia la primacía de lo que se considera irregular e ilícito, evidencia que no se trata de fenómenos externos o marginales al sistema, sino que están en su médula, recorren el globo en esta fase de un capitalismo que destroza la vida. Nos muestra que la violencia y la destrucción no son efectos colaterales de las agendas económicas neoliberales, sino una condición para implantarlas.
Es en esa clave que ha operado el ataque a la Revolución Ciudadana (RC) y a su obra política, social y material.
No se trata sólo de destruir a un líder o una fuerza política, sino un proyecto de transformación viable, que había recorrido un trecho con resultados históricos. El empeño de persecución y aniquilación ha sido prioridad en las agendas de gobierno y de la política en estos años. Persecución política, judicial, narrativas falsas, tramas de traición, atentados y hasta asesinatos de líderes y candidatos. Incluso llegaron a asesinar a un incómodo candidato de derecha para acusar a la RC e impedir su ganancia inminente en las últimas elecciones.
Esa línea de ataque no se ha desactivado, pero se ha configurado un escenario en que lo imperativo es “salvar al país”, en que la “unidad nacional” es requisito para frenar el dominio de las mafias. Se marca una inflexión que desplaza otros debates y torna aceptables medidas que no tenían asegurada su aprobación. Así, acaba de aprobarse una Ley de Competitividad Energética y se ha presentado el proyecto de Ley Orgánica para enfrentar el conflicto armado interno, la crisis social y económica, que entre otras cosas incluye un incremento del IVA.
Al mismo tiempo, se adelanta la presencia de “ayuda” militar y de seguridad de Estados Unidos, en seguimiento de acuerdos previos que viabilizan desde la asesoría estratégica hasta el desembarco de tropas. Se anuncia la visita de Laura Richardson, jefa del Comando Sur, y una delegación de primer nivel, para incrementar la cooperación en inteligencia, combate de actividades cibernéticas maliciosas, reformas penitenciarias y para actuar frente a “organizaciones que se dediquen a actividades delictivas y socaven el estado de derecho”.
¿Que haya algún plan es mejor a que no haya ninguno? Gran desafío el de procurar que estos pasos lleven a una salida y no al cierre de horizontes.
*Economista ecuatoriana, integrante del GT Feminismos, resistencias y emancipación de Clacso