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Brecht en las cañadas

02 de enero de 2024 00:02

En la pared de madera de una precaria escuelita con techos de lámina, cerca de la comunidad El Naranjal, a tres horas de Oventic, en los Altos de Chiapas, hay una pintada en letras negras que anuncia: Nuestros muros / No son para / Oprimir ni encerrar / Son para colorear / La vida y la libertad / EZLN.

El mensaje es uno de al menos 300 murales y pintadas que, de la mano de las escuelas rebeldes autónomas zapatistas, arropan las frías y áridas paredes de cemento, adobe, madera y lámina de las aulas y edificaciones rebeldes. El concierto de brochas y pinturas empuñadas por niños y adultos de las comunidades sobre los muros desnudos, junto con artistas solidarios, han facilitado el marcaje de su territorio con colores de vida, esperanza, alegría y amor. Olvidados por quienes se creen los dueños del mundo, esos poblados encuentran en el arte la reafirmación de sus propias raíces y horizontes.

El artista mexiquense Gustavo Chávez Pavón, promotor del muralismo comunitario, militante o didáctico, discípulo y camarada de José Hernández Delgadillo, fue durante algunos años parte de la aventura de pintar junto con los habitantes de las comunidades más remotas de las montañas chiapanecas, y en algunas de la selva, entre cuatro y cinco murales en cada una.

Cuenta Gustavo que “en una tarde de andanzas brincadoras y adivinanzas que buscan un abrazo arrinconado fue que comenzó esta aventura de pintor, pues tengo la terrible pasión de andar los caminos misteriosos como si fuera condena gitana”.

Colorista vivo, creador de obras itinerantes en forma de mantas, Chávez Pavón llegó inicialmente a Chiapas como parte de la primera caravana nacional e internacional de artistas. Era ya evidente que un gran movimiento cultural comenzaba a gestarse desde y alrededor del zapatismo.

Antes, como artista plástico, Gustavo acompañó la lucha de la Coalición Obrero Campesino Estudiantil del Istmo (Cocei) y de la Unión de Comuneros Emiliano Zapata, dirigida por Efrén Capiz. De alguna manera, fue responsable (a pesar de no pretender serlo) de convertir el local de la organización en una especie de galería.

Ya en Chiapas, Chávez se concentró en Oventic. Recuerda: “Allí me corresponde coordinarme. De allí me desplazan los compañeros a diferentes comunidades y escuelitas. La misión es pintar de uno a cuatro o cinco murales, dependiendo lo que necesite la comunidad. Era un trabajal enorme. Era trabajo colectivo, de todos. Adonde yo llegaba, los compañeros ya estaban organizados. Ya habían habido asambleas y designado comisiones. Se sabía quién era el responsable de la comida y dónde se iba a dormir. Ya estaban listos los niños con que íbamos a participar.

“Podíamos trabajar de 6 de la mañana hasta las 11 de la noche. Participaba toda la comunidad. Me recibían. Me tocaba dar un taller básico. Enseñar a usar los pinceles. Cómo tomarlos. Llevaba cuadernos, lápices, pinturas. Les platicaba cómo crear imágenes. Discutíamos qué imágenes crear, lo que se podía poner en ese muro. Pero, para decir lo que queremos decir, a veces no cabía en uno y nos íbamos a otro. Era muy agotador, pero como el ambiente era de fiesta, no se sentía el cansancio. A veces había que alumbrarse con antorchas o fogones.

“Era fuerte la alegría, las ganas de crear, el goce. La producción era de todos. Todo se hacía en colectivo. Usábamos colores que dan esperanza y refuerzan la pertenencia colectiva. Cuando platicábamos con los adultos qué imágenes debían ir en el muro, los niños nos ganaban y se ponían a pintar. Son unos tremendos artistas. Los niños nos inspiraban. Muchos niños se volvieron pintores. Pintan cuadros.”

Según Gustavo, se formó un gran colectivo, al que se le fue dando rostro. Las comunidades quedaron contentas. Él salió de la primaria autónoma de Oventic rumbo a Palestina, convencido de que hay que exportar dignidad. Le “encomendaron que les dijera que su lucha es la nuestra”. Ya sin él, el muralismo siguió floreciendo con artistas de las comunidades. Convencido de que “hay que hacer murales para liberarnos de los muros”, en las paredes de la vergüenza baleadas del nuevo apartheid pintó “¡Viva el EZLN!”

La celebración de los 30 años del levantamiento zapatista, en la comunidad de Dolores Hidalgo, muestra que el zapatismo marca su territorio no sólo mediante maíces multicolores que brotan de las paredes de sus aulas, sino del teatro, la danza, la música y la fotografía. Sueñan en colectivo, como trabajan en colectivo y luchan en colectivo. En palabras del subcomandante Moisés, en los festejos “la propiedad debe ser del pueblo y común, y el pueblo tiene que gobernarse a sí mismo”. 

Acompañados de Bertold Brecht, desmintieron las afirmaciones de quienes se sienten en la obligación de decirles qué hacer y cómo hacerlo. Con una masiva puesta en escena, dejaron agarrados de la brocha a aquellos que anuncian (como muchos otros han hecho a lo largo de las últimas tres décadas) la deserción de sus bases, profetizan su inminente cerco y aniquilamiento, ignoran la centralidad de su propuesta de luchar por la vida y explican sus éxitos en la construcción de la autonomía como resultado exclusivo de la solidaridad y no del desarrollo de sus propias fuerzas.

Desacralizando la producción individual, al igual que esos niños muralistas que con los años se convirtieron en pintores, los zapatistas incursionaron en estas décadas en esferas artísticas, formando nuevas generaciones de actores, danzantes, músicos, poetas y fotógrafos. Con las armas de la estética han mostrado –como lo demostraron este fin de año– que, desde una perspectiva anticapitalista, cambian el mundo y controlan su territorio a partir de su identidad, esperanza y cohesión. La dignidad, se sabe, es subversiva.

Twitter: @lhan55

 

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