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México agrarista

26 de diciembre de 2023 00:03

En 2016 Felipe Ávila y un servidor propusimos que la Revolución Mexicana trajo consigo, entre muchos otros, tres cambios decisivos en la vida de México: la movilización y la violencia populares, el nuevo Estado y la reforma agraria (Breve historia de la revolución mexicana, https://acortar.link/ MiHZMa).

A fines del porfiriato, el modelo agrícola basado en la gran hacienda estaba en un callejón sin salida: se trataba de una economía capitalista que no había logrado liberar a la fuerza de trabajo, pues en la hacienda tradicional y en las monterías y plantaciones permanecía la servidumbre de los peones. No había logrado crear un mercado interno y dedicaba la mayor parte de la producción básica al autoconsumo y los mercados locales y que exportaba a través de empresas de capital extranjero prácticamente toda la producción comercial, sin vincular casi el sector agrícola a la naciente industria. Finalmente, en una sociedad predominantemente rural, la concentración de la tierra y el agua en pocas manos era una fuente de inestabilidad política y conflicto social.

La revolución barrió con esos obstáculos. Desde 1911 empezaron las recuperaciones de tierras usurpadas por las haciendas y la defenestración política de los hacendados, que fue en escalada hasta 1915, cuando en buena parte del país las haciendas desaparecieron en los hechos en los lugares dominados por los ejércitos de Villa y Zapata, y en otras regiones, donde los carrancistas se disputaban el dominio con fuerzas reaccionarias, se abolió el trabajo servil, como en Chiapas y Yucatán. El Estado oligárquico porfiriano fue destruido por la revolución. Tuvieron que pasar décadas para que se reconstituyera la gran propiedad y el poder político de la oligarquía agraria, aunque ya no dominante y vinculado a otros sectores de la economía.

Además de la destrucción del estado oligárquico, la revolución reconfiguró el campo mexicano vía la reforma agraria (que luego inspiró a rebeldes y reformistas de toda América Latina). En las décadas que siguieron a la revolución se entregó a los campesinos más de la mitad del territorio nacional. Aún hoy, más de 100 años después, los campesinos son propietarios de más de la mitad de los recursos naturales del país, de las selvas y bosques, de las lagunas, de los litorales. La reforma agraria, además de dar un siglo más de vida a los campesinos como dueños de su tierra, le dio una configuración distinta al campo mexicano y una nueva estratificación social, en la que persiste una marcada desigualdad agudizada en el último medio siglo. Sin embargo, los ejidatarios y comuneros han persistido en su organización y su movilización, logrando que el Estado tenga que atender sus demandas de apoyos, recursos y tierras. Un balance crítico de la reforma agraria obligaría a ver sus insuficiencias y miserias, la inequidad del modelo generado visto a 100 años, y que explica el resurgimiento de la rebelión agraria desde la década de 1960.

La revolución también fue usada por las organizaciones populares como referente y símbolo que orientaba sus luchas, su organización y su movilización. La forma predominante de hacer política a lo largo del siglo XX fue la política de masas establecida por la revolución, la de los grandes colectivos, la de la movilización y la lucha callejera, en los centros de trabajo, en los ejidos y escuelas, a través de actores colectivos: sindicatos, centrales campesinas, organizaciones populares y estudiantiles, ya sea que estos actores colectivos fueran aliados y subordinados al Estado corporativo y clientelar u organizaciones independientes y contrarias al control estatal. La organización y la movilización popular logró algunas de las transformaciones más importantes a lo largo del siglo XX: las reformas cardenistas, los movimientos magisterial y estudiantil, el sindicalismo independiente de los 70, la reconstitución del movimiento campesino y urbano popular de los 80, la insurgencia cívica electoral del neocardenismo de 1988, y la movilización popular que en enero de 1994 impidió que el ejército mexicano masacrara a los del EZLN, por mencionar sólo algunas de las luchas y movilizaciones populares más importantes en las décadas que siguieron a la revolución.

Ante la ofensiva neoliberal, no ha sido casual que en la defensa de sus conquistas y en la resistencia esgrimida por las organizaciones populares los símbolos de la Revolución hayan sido enarbolados como estandartes y que Villa y Zapata sigan siendo los caudillos invocados por los movimientos populares que actualizan y retoman el significado de rebeldía y resistencia a la opresión. Así, la revolución sigue siendo un referente básico de la cultura política y de la lucha de los sectores populares.

Hay que encontrar la manera de recuperar esta historia, que nos fue robada, que desapareció de los libros de texto, los museos, las clases y casi de las universidades, la historia de la resistencia campesina, indígena y popular, la de la persistencia de la propiedad social y la vida y cultura comunitarias, sin las cuales este país no sería el que es. Aunque para recuperarla haya que enfrentar los poderosos intereses que quieren silenciada o criminalizada a esa historia y a sus herederos.

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