Hace una semana, el 15 de diciembre, el gobierno de López Obrador consumó una de sus victorias más trascendentes. No la logró en el fragor de un proceso electoral, ni en los meandros de una querella judicial, sino a bordo del vagón de un tren moderno –el primer tren moderno del país– que rodó durante más de seis horas sobre unas vías que simplemente no habrían podido tenderse si la resistencia de los pueblos de la región al proyecto hubiese sido tan enconada y general como algunos decían.
Para regalarle una crítica a la oposición, a la que tanto trabajo le cuesta construir críticas propias, digamos que este gobierno ha sido obsesivo-compulsivo en eso de dotar a México de infraestructura. Buena parte del territorio nacional ha experimentado una fiebre como la que se vivió en la capital en el periodo 2000-2006, cuando AMLO la llenó de segundos pisos, distribuidores viales, rescates zonales, los primeros trayectos de Metrobús, obras hidráulicas y quién sabe cuántas más cosas.
Y como entonces, cada metro cuadrado de construcción nueva ha sido objeto de impugnaciones, burlas, menosprecios (“obras de relumbrón”, decía Vicente Fox de los segundos pisos) y siembra de impugnaciones legales adulteradas. Como lo hicieron con el paraje San Juan y el predio El Encino, los odiadores del Presidente han aprovechado la construcción del Aeropuerto Internacional Felipe Ángeles y del Tren Maya para emprender un incesante golpeteo legal; y aunque en ese afán se han vuelto clientes frecuentes de los juzgados, al menos en este terreno no han conseguido gran cosa.
Después de cuatro sexenios consecutivos de parálisis de la obra pública, este país necesitaba urgentemente poner a trabajar a sus albañiles, a sus ingenieros y arquitectos, a sus empresas constructoras, a sus industrias del cemento y el acero; hablando de trenes, ponerle locomotoras a la economía.
Y más allá de crear empleos, fortalecer el mercado interno y crear las condiciones para el despegue de los empresarios de la construcción y de muchos otros, era impostergable iniciar una redistribución regional de la riqueza, lo cual es también una manera de justicia social.
Esa necesidad fue entendida desde el inicio por la mayor parte de la sociedad, esa que ha sido el basamento de la Cuarta Transformación en todas sus expresiones, la que le entregó a AMLO un mandato preciso que ha sido honrado en sus puntos principales y que ha empezado a construir en estos cinco años un nuevo pacto social, después de tres décadas en las que México vivió sin más acuerdo nacional que la ley de la jungla. Por eso, en los vagones del Jaguar Rodante que se llama Xiinbal, se mezclaron políticos tradicionales, activistas sociales convertidos en políticos, empresarios, académicos, militares y otros exponentes de eso que se llamó Acuerdo Político de Unidad Nacional y que en septiembre de este 2023 cumplió seis años de haberse firmado: la simiente del pacto social que es un conjunto de reglas de convivencia entre sectores políticos, productivos y sociales y que explica, por más que las oposiciones sean impermeables a toda explicación, la solidez de la 4T.
“Un desarrollo desde abajo sin excluir a nadie, sin dejar atrás a nadie”, propuso entonces el Presidente, y lo ha cumplido. Desde luego, hay quienes no quieren ser incluidos y hay quienes optan por quedarse atrás, como esos aferrados a las lógicas del viejo régimen que llevan cinco años augurando que AMLO se va a relegir, negando la evidencia de la reactivación económica o rehusándose a aceptar las cifras que marcan una disminución de los índices delictivos.
En su mayor parte, las derechas prefirieron aglutinarse en un salto al vacío y algunas izquierdas decidieron que este proceso de transformación no era lo suyo. Y aunque de seguro habrá algunas injusticias, descuidos burocráticos, lo cierto es que el Tren Maya no fue concebido para marginar y explotar a las comunidades de la península –hay quienes así lo afirman–, sino para hacer posible su participación en el bienestar; el Jaguar Rodante tampoco se diseñó para atropellar a sus homólogos biológicos o devastar la selva –como lo sostienen algunos mercenarios del ambientalismo–, y menos para destruir el patrimonio arqueológico de la región maya, como propalan sin recato ciertos odiadores.
En el extenso recorrido Campeche-Cancún, grupos de pobladores se congregaban al paso de los vagones para saludar, felicitar y felicitarse por tener el primer tren de su vida, el primero en la historia del país que alcanza velocidades de 120 kilómetros por hora, el primero en ser impulsado por un sistema híbrido diésel/eléctrico.
Hoy se inaugura el Tren Interoceánico que va de Salina Cruz a Coatzacoalcos y de seguro en los tiempos próximos habrá nuevas vías férreas y viejos trazos que volverán a ser transitados por pasajeros de todas las clases y de todas las regiones. Así avanzan el pacto social y el proyecto de nación que se llama 4T.
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