Ciudad de México. América creó en el estadio Azteca una atmósfera de vibración eléctrica. Lo que era opaco, de pronto brillaba, y lo brillante, lo hacía aún más. Era como estar en un partido de realidad aumentada. Para cualquier equipo de futbol, una final es la orilla y el margen de toda una temporada, la marca determinante que se inscribe en su historia. Saber sobrellevar ese reto no sólo admite apellidos de peso, sino el trabajo y la nobleza de una idea en común. Cuando más apremiaba el reloj, Julián Quiñones, Richard Sánchez y Jonathan Rodríguez lo hicieron valer con el 3-0 en una noche extendida a los tiempos extra, suficiente para vencer a Tigres (4-1 global) y alcanzar el campeonato 14, en el estadio Azteca.
Hay un efecto de fraternidad instantánea que se produce cuando un aficionado americanista se encuentra con otro, cuando descubre que comparten la misma locura por unos colores.
Ocurre en la entrada del estacionamiento, en el tren ligero de Tasqueña a Xochimilco o en alguna estación del Metro. Cada uno entra en contacto con su espejo. Sus cánticos ofrecen sin falta la explosión del grito de gol en la cancha, ese momento de éxtasis en el que los jugadores se unen en un abrazo infinito con quienes saltan en las gradas al ritmo del ¡Vaaamos, vaaamos Amééérica/ que eeesta noooche/ tenemos que ganaaar!
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No era del todo sencillo llegar al Azteca, porque antes había que atravesar obstáculos importantes: horas tráfico sobre calzada de Tlalpan, cortes viales por el paso de autobuses y grúas, familias enteras que se quedaron sin lugar para dejar su coche. Incluso, minutos antes del silbatazo inicial del árbitro, cuando ya la mayoría de los asistentes subían por las rampas en condiciones más favorables, el sistema de revisión de boletos sufrió un colapso. Daba la impresión de tratarse de un territorio con jurisdicción propia.
Lo entendieron bien aquellos aficionados que anticiparon su llegada desde las 4 de la tarde, una multitud afincada en sus asientos con banderas, bufandas y gorros, y bajo la luz radiante de sus celulares. La entrada llegó a casi 75 mil almas. Y es que el América en partidos como éste no solamente es local en Santa Úrsula, sino que además es Santa Úrsula. La colonia y el club se subliman mutuamente: ¡Mi cooorazón/ pintadooo bicolor/ te quiereee ver campeón/ te sigueee a dónde vas/la vueltaaa quiere daaar!
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A este fenómeno singular de mutua conformación hay que agregarle los alcances del equipo, cuya onda expansiva involucra a deportistas de élite como Sergio Pérez, subcampeón del mundo con Red Bull en la Fórmula 1, y Randy Arozarena, pelotero estelar de Grandes Ligas. Uno testigo presencial en el estadio y otro apoyando a la distancia con una camiseta del delantero Quiñones, causando furor en redes sociales.
Diego Valdés produjo una pequeña colección de instantes luminosos en la primera mitad; entre ellos, un derechazo de volea que obligó la inesperada atajada de Nahuel Guzmán, tan eufórico por mantener el cero que celebró mirando hacia la tribuna. La respuesta de Tigres no se hizo esperar. Con el mismo modelo de la jugada anterior, pero esta vez de cabeza, André-Pierre Gignac remató a quemarropa frente a Luis Malagón, quien reaccionó con reflejos para enviar la pelota a tiro de esquina.
La última antes de irse al descanso la tuvo Quiñones, en un centro de Henry Martín que no supo cómo resolver con el arco abierto. De todo eso se valió el América en este torneo, un magma de puntas y rayitas grises. Lo que enturbió su pleno reconocimiento fue que sus partidos en casa resultaron una reproducción de altanería y sobrada confianza, la cual no siempre dejó conformes a sus seguidores.
En las calles se daban discusiones álgidas acerca de si el técnico brasileño André Jardine a veces olvida que en este club sólo vale ganar sin especular, incluso cuando el rival ya está en la lona. La semifinal contra el Atlético de San Luis, en la que salieron silbados pese al global de 5-2, sirve de ejemplo. El liderato no alcanza, no es un premio de consolación
, murmuraban grupos de seguidores de las Águilas mientras compraban cerveza. Venimos por la 14
, repetían. Y se la llevaron.
Hasta los años 90, Tigres era una franquicia que transitaba entre malas campañas, problemas económicos y el drama por no descender; ahora, en cambio, es puro poder y magnificencia. Los clubes más populares temieron que se aproximaran tiempos de un nuevo grande en la escala ganadora. Si era el cuarto o quinto, no se sabe, pero sus ocho campeonatos perseguían muy de cerca a Cruz Azul (9), Guadalajara (12) y al América, ahora aún más inalcanzable.
Un pequeño grupo de seguidores felinos realizó el viaje a la Ciudad de México. Desde un costado de la cabecera sur, cantaron, saltaron y ahogaron más de una vez el grito de gol, como en la primera volea de Gignac que sorprendió a Malagón, o el remate de Rafael Carioca al poste. Con la expulsión del recién ingresado Raymundo Fulgencio por un manotazo sobre Quiñones, los de la UANL vivieron los últimos 10 minutos y la prórroga con sufrimiento.
Su resistencia acabó cuando el colombiano naturalizado mexicano entró al área en su primera acción en tiempos extra y, pese a una parada con el pie de Nahuel, Quiñones no falló en su segundo remate para hacer el gol (minuto 91), uno de los más gritados del año. La desesperación llevó al arquero rosarino a salir de su área y perder los estribos, lo que derivó en su expulsión apenas instantes después.
Con un rival disminuido y jugando sin dos elementos, las Águilas coronaron su campaña de ensueño. Richard Sánchez disparó de derecha al ángulo (minuto 104) y Jonathan Rodríguez generó con el 3-0 (minuto 120) un impacto emocional difícil de olvidar en el Azteca. Ese olé, olé, olée, campeóóón, campeóóón
que sólo cantan los reyes de un torneo.