Después de la catarata de litigios, liberaciones y perdones de fin de fiesta, al gobierno le queda prepararse para rendir cuentas de su administración. En tiempo y forma. Tal es el mandato republicano, para el cual la sociedad y el régimen político tienen leyes y recursos organizativos que el Ejecutivo debe respetar.
La Cámara de Diputados cuenta con la Auditoría Superior de la Federación y el Congreso en pleno se auxilia de centros de estudio e investigación. Ni la República ni el Estado en su conjunto están desprovistos de instrumentos y legislaciones, tanto para cumplir con sus compromisos como para responder por sus abusos u omisiones.
Cuidar las manos al soberano, se nos dice, fue razón y misión que justificó la creación del Parlamento. Hoy, las tareas y los compromisos de congresos y parlamentos han crecido y se han inscrito en las complejas tareas de los estados modernos. Sin ese involucramiento, las sociedades corren el peligro de precipitarse hacia la confusión y la falta de derroteros. Riesgo permanente de las sociedades democráticas que pretenden ser repúblicas del y para el siglo XXI.
La nuestra no es precisamente ejemplo ni ejemplar. Se han impuesto prácticas en y del poder del todo contrarias a una continuidad y reproducción democrática del sistema político capaz de enfrentar las turbulencias, profundas o superficiales, en las que estamos inmersos. Ante esto no hay escape, aunque el gobierno parece haber decidido refugiarse en el silencio y el aislamiento como forma de defensa.
Nada que ver ni hacer, parece la consigna, con las hipocresías y veleidades de la política internacional, a pesar de que un país como el nuestro sea actor y escenario central del mundo voluptuoso que no ofrece ni permite opciones o senderos particulares. Nos guste o no, estamos en un mundo capitalista que es único y no perdona, como lo hemos experimentado repetidamente en estos duros años.
Si pusiéramos estas consideraciones en los escenarios donde se evalúa el desempeño de las naciones, no nos iría bien, a pesar de la popularidad de que a diario presume el Presidente. Los repuntes recientes en el desempeño económico y la muy relativa disminución de la pobreza no se compadecen con las realidades inconmovibles de la aguda desigualdad y, sobre todo, de las vulnerabilidades y múltiples carencias básicas que nos definen.
Tampoco somos un país habitable ni pacífico, nos asola la violencia criminal organizada y nos acompaña como maldición la incuria burocrática, en particular en los territorios de la procuración y la administración de justicia. Vulnerabilidad y temor que nos acompañan de sol a sol.
Si agregamos a lo dicho las precariedades y rezagos del sistema de salud, la falta de medicinas y de seguridad social; los catastróficos efectos del huracán; las adversidades y las debilidades comunitaria, familiar e institucional, tendremos un cuadro nefasto. Y qué decir de la más reciente escena de reprobaciones a desempeños educativos y la autorreprobación del Presidente al descalificar el informe de PISA por neoliberal, que señala que la caída en las tres áreas evaluadas (lectura, matemáticas y ciencias) coloca a México en niveles menores al promedio de la OCDE. En matemáticas, anota el informe, la reciente caída revirtió la mayoría de los avances observados durante el periodo 2003-2009 y las puntuaciones promedio se acercaron a las observadas en 2003 o 2006. (La Jornada, 5/12/23).
Es de esperar que la elección y sus liviandades mediáticas encaren inventarios como los mencionados. No puede haber escape para nadie; herederos y retadores tienen que abrir los ojos y registrar el dolor y el olor de la tragedia, que es de todos. Hacerlo con rigor, compromiso y transparencia debería ser el modo constructivo de toda vocación republicana que se hace cargo del estado de su Estado.
En esas estamos y por eso tenemos que hacer un magno esfuerzo de reivindicación de aquella conseja fundacional de Weber sobre la ética de la responsabilidad. No hacerlo es seguir a la deriva, pero con mar de fondo, cruel e implacable.