Ciudad de México. Cada deporte tiene su Everest, la dimensión de lo que parece casi imposible y necesita condiciones especiales para lograrlo. El América subió a esa montaña al eliminar en semifinales al Atlético de San Luis, en una serie que fue un paseo en toda regla (0-2, global 5-2): gran ataque en la ida, pero demasiada dejadez y relajación en el estadio Azteca, donde no perdía desde la primera fecha. Pocas veces se ha visto, aún así, una hegemonía tan notoria de las Águilas en la liguilla.
Beneficiado o no por un inicio de calendario con siete partidos consecutivos en la capital del país, la relación del equipo de André Jardine con los resultados funciona con ciertas interrogantes. Su repertorio de figuras es tan amplio que resulta imposible para rivales más modestos competir en las mismas condiciones bajo la obligación de una épica. Y, sin embargo, sufre complicaciones.
Ese es el riesgo que producen los equipos en plenitud. Por eso apenas algunas razones en el Atleti para ser optimistas, empujado por la capacidad de sus aficionados de bordear el abismo y alentar hasta el final. Los americanistas jugaron en casa una especie de cascarita: pusieron a prueba su capacidad para defender, advirtieron los reflejos del portero Luis Malagón y resolvieron múltiples situaciones de riesgo, en medio de silbidos y abucheos que castigaron su actitud.
Con el capitán Henry Martín, Diego Valdés y Jonathan Rodríguez, no parecía haber una zona mejor cubierta que el ataque, pero ninguno se tomó en serio la idea de ampliar el marcador. Si el San Luis estuvo lejos de mostrar seguridad en la ida, la obligación de remontar y correr más riesgos convirtió sus problemas en oportunidades. Su mayor arrepentimiento fue mostrar una piel tan fina cuando restaban todavía 90 minutos en la serie.
Más allá de la lluvia y las fuertes corrientes de aire, el Azteca no tuvo la altura de un gigante que se prepara para una nueva final. Por sus rincones resonaron cánticos que invitaban a pensar no sólo en el campeonato, sino también en que el América tendrá que sudar sangre ante su siguiente y último rival. Porque de eso está hecho este deporte: episodios que parecen jugarse especialmente sobre el cráter de un volcán y no tanto en un campo de juego.
“¡Mi cooorazón/ pintadooo bicolor/ te quieeere ver campeón…”. El sonido en las tribunas llegó a su clímax tan pronto como el árbitro César Arturo Ramos puso a correr el reloj después del descanso. ¡Vaaamos, vaaamos Amééérica/ que esta noooche/ tenemos que ganaaar!
. Pero entonces Ángel Zaldívar, elemento formado en las fuerzas básicas del Guadalajara, silenció al gigante con el 1-0 en un contraataque (48).
Luz y oscuridad
El técnico Gustavo Leal, ex auxiliar de Jardine, escuchó diferentes voces que criticaron su sistema en el estadio Alfonso Lastras y gene-ró su mejor respuesta con el in-greso de Zaldívar, quien cargó sobre los hombros la necesidad de hacer goles. Ricardo Chávez y Unai Bilbao estuvieron cerca en el primer tiempo con remates que salieron a las manos de Malagón, el último de ellos el más peligroso en un tiro de esquina.
Lejos de llevar el partido a un grado de desgaste físico que suele destrozar a sus rivales, el América caminó al ritmo de silbidos y cán-ticos de apoyo. Era como ver la luz y la oscuridad en un mismo escenario. ¡Pongan hueeevos, los cremas pongan hueeevos!
, aquel grito pareció despertar por momentos a Henry y compañía, en especial cuando el cuerpo técnico decidió darle minutos a Julián Quiñones y Álvaro Fidalgo, ausentes en el 11 titular.
Frente a ese arsenal ofensivo, Zaldívar consiguió con el 2-0 el escenario menos pensado para un finalista (87): golpeado con una sonora rechifla a pesar de haber alcanzado su Everest, ese lugar que visitó por última vez en 2019, cuando el Monterrey supo quitarle en el Azteca la corona.