Washington ha decidido embarcarse de lleno en un nuevo episodio de su injerencia imperialista contra los pueblos de América Latina. En medio de las crecientes tensiones entre Guyana y Venezuela por el territorio del Esequibo, controlado por Georgetown pero legal e históricamente parte indivisible del Estado venezolano, el Comando Sur de Estados Unidos ayer llevó a cabo operaciones de vuelo dentro de Guyana. El envío de fuerzas militares estadunidenses fue calificado por el gobierno de Nicolás Maduro de infeliz provocación
, y el vicepresidente guyanés anunció que podría ser el preludio para la instalación de bases militares de la superpotencia en suelo venezolano bajo control de su vecino.
Debe recordarse que el diferendo en torno a la Guayana Esequiba se remonta al siglo XIX, cuando Reino Unido compró
a Países Bajos una franja de Sudamérica que no pertenecía a ninguno de estos imperios. El tratado firmado por Londres y Ámsterdam no establecía los límites occidentales de la propiedad
, y entre las décadas de 1840 y 1880 los británicos se adjudicaron porciones crecientes de tierra, hasta declarar suyos 160 mil kilómetros cuadrados al oeste del río Esequibo que pertenecen a Venezuela. En 1899, hicieron que un tribunal parisino emitiera un laudo que los declaraba dueños de ese territorio, en una operación tan fraudulenta que el propio Reino Unido firmó con Caracas el Acuerdo de Ginebra de 1966, en el que reconocieron el Esequibo como un área en disputa y accedieron a resolver las diferencias por medios pacíficos. Tres meses después, Londres concedió
la independencia al país, que pasó a llamarse República de Guyana, cuyos gobiernos admitieron la validez del Acuerdo de Ginebra hasta 2015, cuando se descubrieron gigantescas reservas petroleras en la porción de Venezuela bajo control guyanés. A partir de entonces, compañías trasnacionales, en particular Exxon Mobil, se fueron apoderando de bloques de la región que les han permitido disparar sus ingresos. Como es típico, Guyana percibe un porcentaje raquítico de esa bonanza, y lo que llega a las mayorías es una gota de agua en el océano de riquezas extraídas por las corporaciones.
Aquí se presenta la gran paradoja: en 1895, Washington invocó la Doctrina Monroe, en la que rechaza cualquier intento de las potencias europeas de interferir en los asuntos del continente americano (y se arroga a sí mismo dicha prerrogativa), para rechazar la ampliación ilegal de la Guayana Británica. Ya mediado el siglo XX, se reveló un memorándum en el que un abogado estadunidense denunciaba el laudo de París de 1899 como una componenda con jueces parciales. Ahora, reditando su tradición de tratar los intereses de las empresas de capital estadunidense como un asunto de competencia militar, proclama válido el robo británico contra Venezuela, estimula la obsequiosidad de Georgetown con las multinacionales depredadoras y amenaza a Caracas para que se desista en la defensa de su soberanía irrenunciable.
Que los sucesos en curso no son una confrontación entre dos naciones sudamericanas, sino una operación corporativa respaldada por los cañones estadunidenses, queda probado desde el momento en que los gastos del litigio internacional presentado por Guyana son sufragados por Exxon. La Casa Blanca, las compañías petroleras (así como las que explotan o pretenden extraer los recursos auríferos, forestales e hídricos del Esequibo) y otros actores foráneos deben sacar sus manos del conflicto y dejar que sean Venezuela y Guyana quienes lo resuelvan en el marco del Acuerdo de Ginebra. Mientras se llega a una solución definitiva, Georgetown debe abstenerse de entregar a los expoliadores riquezas y territorios que no le pertenecen.