Con motivo de sus 75 años, la Comisión Económica para América Latina y el Caribe ha organizado una serie de eventos y conferencias actuales a más de interesantes. El martes pasado le tocó el turno a la reconocida filósofa española Adela Cortina, quien abordó un tema central de nuestro atribulado tiempo, el nuestro y el de todos: “Migraciones, aporofobia y los retos éticos para la humanidad: Reacciones ante la migración en América Latina y el Caribe”. Abogó por una “democratización” de todos los países que lleve a la progresiva construcción de una sociedad y una justicia globales. Apuntó que “la meta es que en el siglo XXI acabemos no sólo con la pobreza, sino también con lacras como la migración forzosa”.
Si bien ahora la migración es tema político presente en encuentros y debates, los migrantes padecen todas las restricciones posibles y los abusos más inimaginables. Esto sucede en buena parte del mundo, países que expulsan, de tránsito o de destino, cuya característica sea, quizá, el tufo xenófobo y racista. Reto y desafío mayúsculo que atañe a todos los países, ejemplo claro de nuestra interdependencia, por lo que sólo “con la colaboración de todos los países se podrá resolver”, señaló enfática la filósofa.
Es cierto que los desplazamientos humanos obedecen a circunstancias diversas, lo que no niega que entre sus causas fundamentales se encuentran los rezagos económicos y sociales, así como las contradicciones políticas que propician contextos de inconformidad y deterioro social; vulnerabilidades y violencias que hacen las veces de expulsores humanos. Entre nosotros, el tema migratorio cada vez cobra mayor presencia, y no lo es debido a un correcto manejo; de hecho, ha llegado a tomar la forma de tragedia; ahí está el doloroso infierno registrado en la estación migratoria de Juárez, trágica y descarnada evidencia de nuestros desastres nacionales: incapacidades políticas e institucionales para ofrecer mínimas condiciones de bienestar y respeto a los derechos humanos. En los hechos, insensibilidad ante el dolor y el sufrimiento del otro.
Poco a poco, ya no sólo son nuestras ciudades y pueblos fronterizos los cotidianos testigos del flujo incesante y caótico, de una masa humana vulnerable y vulnerada por la presencia ominosa de una suerte de doble poder: la creciente presencia y control de los grupos de violencia criminal, así como la ineptitud y corrupción de las instituciones policiales y de justicia, en buena medida derivada de años de nulidad de los gobernantes y falta de visión para comprender el abigarrado fenómeno migratorio.
Nuestra época es testigo de una movilidad humana sin precedente. El mundo no había experimentado tal volumen y velocidad en el intercambio de bienes, capitales, ideas y personas, virus y amenazas dinámicas que, a querer o no, nos reclaman forjar visiones interdependientes, globales. Por un lado, algunas regiones avanzan hacia diferentes maneras de integración; por otro lado, asistimos al “(re)brote” de guerras y conflictos, exclusiones y militarización de fronteras, a la construcción de nuevos muros y claraboyas, al despliegue de sofisticados, y no tanto, dispositivos de vigilancia en aras de la seguridad y la lucha contra el terrorismo, el tráfico de drogas y la inmigración ilegal. Es por todo esto que las reflexiones a las que nos convoca Adela Cortina convergen hacia un punto crucial, definitorio: que ninguna persona se vea obligada a emigrar porque no haya condiciones en su país para llevar una vida digna.
En tanto, como menciona en su más reciente libro (Ética cosmopolita, Paidós, 2021), por primera vez en la historia el género humano se ve confrontado con retos universales: no bastan, entonces, aunque sean necesarias, las normas y costumbres morales de los niveles micro de las sociedades; es necesaria, por primera vez en la historia, una ética para el macronivel, que se haga cargo de los fines comunes de la humanidad: una ética cosmopolita. “Marchar hacia una sociedad cosmopolita”, como afirma la filósofa, para que “nadie se viera obligado a marchar de su país”. Buena conseja que deberíamos tomar en cuenta al pensar en remiendos y reformas de nuestra República. Lo mismo tendremos que hacer al desplegar nuestros principios de política exterior que, de época en época, han hecho a nuestro país merecedor del aprecio y reconocimiento de propios y extraños por su hospitalidad.
Si de reconstruir la República se trata, poner por delante a esta ética cosmopolita es compromiso obligado. Pero para hacerlo, es indispensable hacernos cargo ya de nuestros déficit éticos, que irrumpen cuando la migración se implanta a todo lo largo y ancho de nuestra geografía. Su centralidad no requiere de hipérbole alguna; tan sólo de abrir los ojos y con ellos el alma. Si es que algo de eso nos queda.