Los presidentes de Colombia, Gustavo Petro, y Venezuela, Nicolás Maduro, plantearon en Caracas un acuerdo con Washington por la crisis del Darién, la peligrosa selva en la frontera colombo-panameña que cruzan cientos de miles de migrantes rumbo a Estados Unidos. Petro informó que se propuso a la superpotencia un programa de humanización del éxodo mediante bonos de estabilización económica que permitan a cada familia volver a su lugar de origen, y aseguró que Colombia quiere ayudar a construir el retorno libre y voluntario de quienes han partido, pero que ello sólo será posible con el apoyo de Estados Unidos.
El líder colombiano tiene razón al señalar que la responsabilidad de atender los flujos humanos recae principalmente en Washington. Además de que su territorio es el destino de la práctica totalidad de quienes emprenden el recorrido hacia el norte, sus recursos logísticos y financieros son incomparablemente superiores a los de todos los países de la región. Tampoco puede soslayarse que el gobierno de Estados Unidos ha sido el promotor del modelo económico y de buena parte de la inestabilidad política que desde hace décadas han debilitado la capacidad de los Estados latinoamericanos y caribeños para proveer a sus habitantes de condiciones dignas de vida. El bloqueo económico contra Cuba, sus nefastas intervenciones en Haití, la imposición de la guerra contra las drogas, el respaldo a gobiernos pro paramilitares en Colombia y los incesantes intentos de derrocar a las autoridades venezolanas son sólo algunos ejemplos de cómo la Casa Blanca y las agencias de espionaje estadunidenses han provocado los éxodos que tanto alarman a su clase política y a grandes sectores de su sociedad.
Las declaraciones del político progresista se encuentran en consonancia con la postura mexicana, que ha insistido a Washington en que la crisis migratoria no puede resolverse mediante muros, barricadas, encarcelamientos masivos ni políticas de estigmatización y verdaderas cacerías humanas de personas sin documentos. En cambio, la única solución real y humanitaria a esta problemática pasa por atender a sus causas profundas, es decir, a la pobreza, la inseguridad, la exclusión, la falta de oportunidades y la precarización laboral que empujan a las personas a emprender un viaje lleno de riesgos y sin ninguna garantía de éxito. Si la administración del presidente Joe Biden desea una salida al acoso de la ultraderecha que ha tomado la migración como bandera para atizar los temores del electorado, debe respaldar iniciativas como la implementación de programas sociales estratégicos del gobierno mexicano en El Salvador, Guatemala y Honduras, los mayores expulsores de migrantes de Centroamérica.
El estrepitoso fracaso del modelo represivo de contención de los flujos humanos queda demostrado con el hecho de que sólo en los primeros 10 meses de este año medio millón de personas se adentró en el Darién, una jungla tan inhóspita que la carretera Panamericana que recorre el continente de sus extremos norte a sur se corta al llegar allí. Una nueva visión que lleve a regularizar y ordenar un éxodo que está extirpando los derechos humanos de centenares de miles de personas
es una buena idea para despresurizar la situación interna del gobierno demócrata y representa, ante todo, un imperativo ético ineludible.