Frente a la violencia generalizada en el país, parece no haber territorio a salvo. Tal es el caso de Puebla, que ha sido uno de los estados donde la violencia y la inseguridad no se han disparado a los ritmos y niveles de otras entidades, pero donde en los últimos años se advierten indicios de la lenta y progresiva penetración de la violencia criminal y macrocriminal. Particularmente en los tiempos recientes, eventos que dan cuenta del incremento de posibles disputas territoriales del crimen organizado, el aumento de los homicidios violentos que involucran armas de fuego, y la pérdida de garantías de seguridad en el espacio público, son expresiones de una creciente violencia sobre la que es imperioso poner atención.
Algunas semanas atrás, el Diálogo Nacional por la Paz celebrado en Puebla construyó una agenda ciudadana que llama a la sociedad en su conjunto a desnormalizar la violencia creciente en nuestro tejido social, a exigir su atención integral y, desde distintos frentes, articular entramados para la construcción de paz. Hoy, los hechos de violencia recientes en la entidad, en el contexto de un proceso electoral sumamente anticipado, adquieren un cariz de subrayada gravedad que vuelve urgente dicho llamado para generar respuestas que pongan freno a la espiral de violencia en ascenso observada en Puebla.
Con base en reportes periodísticos, en las últimas tres semanas en la ciudad de Puebla y sus alrededores, incluyendo el llamado Triángulo Rojo, han sido asesinadas al menos 40 personas; 31 posiblemente ligadas a la delincuencia organizada. Entre dichos eventos, destacan el ataque armado a un picadero –punto clandestino de consumo de estupefacientes– en San Miguel Canoa, o las disputas entre huachigaseros ocurridas en Xonacatepec y Amozoc. De las cifras anteriores, seis casos ocurrieron en los últimos tres días, de los cuales cinco se perpetraron con arma de fuego. El recuento incluye un posible crimen de odio contra una mujer trans en el centro histórico de Puebla.
Si ampliamos nuestra mirada en el tiempo, de acuerdo con las cifras oficiales, Puebla es el decimosegundo estado con mayor cantidad de homicidios, por encima de entidades ampliamente asociadas con la violencia como Veracruz, Sinaloa y Tamaulipas. Según el Inegi, entre 2010 y 2022, Puebla registró un aumento de homicidios de 10.7 por ciento anual en promedio; es preciso advertir, sin embargo, que las irregularidades en el conteo y el subregistro pueden distorsionar la percepción de la gravedad de la problemática. Para el caso de la desaparición de personas, con 3 mil 648 desaparecidos y no localizados hasta la fecha de redacción de este texto, Puebla ocupa la posición 12 respecto al resto de entidades federativas.
Como se observa en los casos referidos, el incremento en la violencia en la entidad no debe interpretarse como un azaroso efecto de la espontaneidad, sino como lógico producto de la vigencia de condiciones de permisividad y por la acción de estructuras criminales que se disputan plazas y territorios. Por eso es urgente atender integralmente el tema desde un enfoque serio y crítico que lo entienda tanto como signo de descomposición social como manifestación de una macrocriminalidad que se asienta en la entidad.
En vista de estos elementos y no obstante se presuma un descenso en los homicidios para el año actual, no podemos ignorar que los tiempos políticos representan una coyuntura riesgosa debido a la inestabilidad social y política que se agudizan, especialmente en un entorno de honda polarización social como el actual. Desde un enfoque de macrocriminalidad, es bien sabido que los cambios políticos alteran la configuración de balances del crimen organizado, lo cual constituye uno de los principales factores que explican el incremento de la violencia en tiempos electorales. Por ello la mirada de la sociedad, en especial de las autoridades responsables, debe ser aguda y precavida para dimensionar los riesgos de una violencia no atendida, a pocos meses de iniciarse formalmente las campañas electorales.
Para los actores políticos que participarán directamente en la contienda por cargos públicos, la violencia y la corrupción se imponen como temas insoslayables de debate, que deben ocupar un lugar preponderante en la agenda que propondrán a la sociedad, pues son los mayores motivos de preocupación de una ciudadanía cuya vida cotidiana se ve seriamente condicionada por las expresiones de descomposición social que se extienden a lo largo y ancho del país. Dado que la gravedad y riesgo de la realidad de violencia y corrupción no admiten simplificaciones, demandan de las autoridades y de la clase política ejercicios de diagnóstico complejos e integrales, y propuestas de solución que atiendan de manera responsable y eficaz sus dimensiones, lo cual supone apostar por una perspectiva de auténtica construcción de paz y no apelar a las fórmulas conocidas del establecimiento de pactos de impunidad o del combate militarizado frontal que, probado está, sólo generan más violencia e inseguridad.
En Puebla, es hora de atender integralmente la violencia antes de que experimentemos en casa propia los escenarios fallidos que por años han padecido otras regiones; ello sólo se podrá lograr con la colaboración entre las autoridades y las organizaciones civiles, poniendo al centro a las víctimas.
El actual es un momento de alto riesgo, pero también de gran oportunidad. La clase política y la sociedad en su conjunto tienen ante sí la posibilidad de reformular las claves de abordaje del flagelo de la violencia. En el espíritu del llamado formulado en el Diálogo Nacional por la Paz, es momento de sumar nuestra voz y acción para conducir al poder público a asumir de manera clara y consistente su responsabilidad como principal facilitador del proceso de construcción de una paz profunda y duradera.