Enrique Dussel llegó a México en agosto de 1975, pues había sido expulsado del claustro académico de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional de Cuyo, donde desde 1968 era profesor titular de ética, antes había dado cursos en la Universidad de Resistencia, en el Chaco. Aguantó hasta donde pudo en su ciudad natal esos años, pues incluso su casa, con su familia dentro, había recibido, el 2 de octubre de 1973, el impacto de la explosión de una bomba de alto poder, colocada por el Comando Rucci.
Al ser un pensador itinerante, obligado al exilio intelectual y formativo primero, y político después; como llegamos a platicarlo, en los traslados perdió parte de su biblioteca, no obstante que en muchas fotografías se aprecian enormes libreros que lo escoltan. Pero, por ello será en México que redactará o reconstruirá, casi de memoria, con un tono más didáctico, casi al modo de sentencias u oraciones propios de un manifiesto de lucha, o de una declaración hermenéutica de principios (que no se acompañan de la consabida carga de autoridad de la bibliografía académica), aquella obra en que instala ya de modo definitivo su posición (que era la de una generación que venía discutiendo esos temas desde fines de los 60), en el que ya era su campo de actividad más fructífero: Filosofía de la liberación, aparece por Edicol, en la Ciudad de México, en 1977.
Dussel ya había estado en México, pues participó de algún encuentro sobre la figura del defensor de indios Bartolomé de las Casas, en Chiapas, en 1974, como fundador y presidente de la Comisión de Estudios de Historia de la Iglesia en Latinoamérica. Poco se sabe, pero antes de instalarse en los departamentos de filosofía, sus primeras contrataciones en la recién fundada Universidad Autónoma Metropolitana serán en la carrera de diseño en Azcapotzalco, luego se ubicará ya en definitiva en Iztapalapa, donde alcanzó el mayor reconocimiento como profesor emérito. En paralelo a esas responsabilidades nunca dejó de impartir su cátedra en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, por lo que puede asegurarse que, al alternarse ambos calendarios académicos, pocos momentos tenía de vacaciones. Realmente llevaba una disciplina benedictina, con jornadas de más de 10 horas de trabajo continuo, eso explica, lo que llega a sorprender a sus lectores, la enorme cantidad de libros, artículos y conferencias que impartía, redactaba y publicaba.
Si en su viaje formativo por Europa (donde alcanzó sus dos doctorados, en filosofía, por la Universidad Central de Madrid, hoy Complutense, y en historia, por La Sorbona, y hasta el grado de licenciado en teología, por el Instituto Católico de París), logró fugarse de la cultura filosófica grecolatina y escolástica, y con ello hizo su distanciamiento con el eurocentrismo, lo hizo porque ya estando ahí dio ese otro escape hacia tierra semita de la que extrajo las categorías filosóficas con que construye sus tesis fundamentales, por fuera de lo helénico-europeo, y desde abajo, de la mano de la experiencia de vida del pobre, en la convivencia con carpinteros y albañiles árabes, y con el indio de América Latina y el Caribe, al que encuentra en las crónicas y los documentos históricos del siglo XVI, los que fue conociendo, primero como bibliotecario en París, empleo con el que subsistía durante sus estudios, y con sistematicidad, después, en los archivos de Sevilla. De ahí que una de las hipótesis fuertes de la filosofía de la liberación, se plasma en esa proposición de que la periferia crea los grandes movimientos del pensamiento y las fases de creatividad de la vida y el espíritu de las que después se alimenta y apropia el centro y las solidifica en sus ontologías de la identidad, lo mismo, lo absoluto. Por ello en todo su sistema de pensamiento él optará y se situará enunciativamente desde afuera y desde abajo, instancias en que se plasma la exterioridad o alteridad del otro ante la totalidad dominante. Así que antes aún de su conocimiento y retroalimentación con la fenomenología de la alteridad de Emmanuel Levinas (de cuyo libro fundamental Totalidad e infinito, tuvo conocimiento por su colega Juan Carlos Scannone, y a través del trabajo con uno de sus primeros discípulos, Daniel Guillot, primer traductor de aquel filósofo lituano de origen judío) ya en su histórica latinoamericana Dussel se habría encontrado con la comunidad indígena originaria, la que fue expoliada sin descanso, en su drama perpetuo para que esa comarca: Europa (antes también periférica) se erigiera en centro del mundo de la modernidad capitalista, y estatuyese el predominio de los universales nordatlánticos que no son sino los códigos fundantes de la cultura europea, estadunidense, nazifascista, sionista, de dominación, racialización y exterminio. Así lo fue, como señalaba Dussel, en la modernidad temprana con el colonialismo luso-hispano y luego lo será con el imperialismo estadunidense sobre la América y luego todo el sur del globo. Así fue también su lectura original que hizo de Marx y al que leyó no sólo como un pensador semita, y por lo cual El capital era también una ética, sino como un precursor de los planteamientos dependentistas que explicarían la desigualdad sistémica que atraviesa el sistema mundial moderno y colonial.
Fue aquí, en los debates levantados por los momentos significativos de nuestra historia reciente, que Dussel desde su cátedra redondeará su sistema filosófico y escribirá (a la luz del alzamiento zapatista de 1994) su segunda ética ya no de la liberación latinoamericana del pobre, sino desde la exterioridad de la totalidad, con un alcance mundial y desde las múltiples formas de la víctima en la modernidad. Fue también, en los primeros lustros de este siglo que, animado por las ejemplares luchas de los pueblos latinoamericanos por alcanzar su segunda emancipación, y del pueblo mexicano por lograr una genuina transformación social, que ha de redactar su Política de la liberación.
Lo que guiaba la filosofía del maestro era la consecución del principio material de la vida que se sobreponía a toda instancia de un sistema que se guía por la negación de ésta, fue así que consagró sus últimos esfuerzos para concluir su Estética de la liberación, que expresaría el grado sublime, gustoso y angustioso de la vida que se busca afirmar ante las peores situaciones, pues quizá sea desde ahí que logremos construir, desde las ruinas de la modernidad, la nueva etapa de la humanidad plural y diversa, la de la transmodernidad. Esa era su esperanza, y su utopía, y ahí reside una parte significativa de su legado.
Para Johanna Peters y familia, con mis condolencias
*Doctor en filosofía política. UAM-Iztapalapa