Mi amiga Pilar nació en la ciudad de Puebla, pero desde su matrimonio, a fines de los años 60 del siglo pasado, vive la mayor parte de su vida en Acapulco. Allí procreó a sus tres hijos los cuales migraron para realizar sus estudios profesionales. Cuando enviudó, resolvieron vender la cómoda casa que tenían a 400 metros de la playa y comprar un departamento en el piso siete de un condominio de 12 niveles y 24 unidades, cerca de la Base Naval. Construido hace 50 años, es amplio, bien equipado, con vigilancia todo el tiempo, pero sin protección contra huracanes, como las mallas anticiclónicas que utilizan en Cancún y la Riviera Maya. Tampoco los hoteles, las residencias de las zonas de lujo, los condominios de la costera y mucho menos las casas de la inmensa mayoría de sus habitantes.
Y eso que Acapulco tuvo ya los huracanes Paulina (1997) y Manuel (2013) con su estela de muerte. Ellos revelaron el crecimiento anárquico de la ciudad y la especulación inmobiliaria. Mi amiga y su hija Pili vivieron con el tremendo y destructor huracán Otis uno de los peores momentos de su vida. Se salvaron al encerrarse en un clóset al que no llegaba la fuerza de Otis. Desde allí oyeron como destruía ventanas, puertas y mobiliario. Ellas eran, junto con otra familia y el vigilante, los únicos en el edificio. Los demás propietarios van en vacaciones.
Pasado el huracán, supieron que muchísimo peor les fue a los que viven en las colonias La Vacacional, La Venta, Las Sabanas, Colosio, Renacimiento. Sus casas y mobiliario, destruidos. Sin agua, ni luz, ni transporte. Igual el resto de la ciudad y los municipios Coyuca de Benítez y San Luis. Contemplaron la destrucción del área cercana y el saqueo de condominios, negocios, coches, ante la ausencia de la policía local y el Ejército. Me dicen que de haber tenido información oportuna y veraz, se habrían ido a la casa de alguna familia amiga ubicada en un sitio más seguro.
Es verdad, toda la información oficial sobre Otis fue a destiempo y plagada de contradicciones. Las autoridades de Acapulco, inexistentes; la gobernadora, en Nayarit y su equipo de trabajo, como si no pasara nada. Y a escala federal, la falta de coordinación, ausencia del famoso Plan DN-III del Ejército. El sistema de radio y televisión, ajeno a todo. Una sugerencia del Presidente y seguramente todas las televisoras se hubieran enlazado para indicar a la gente de Acapulco y lugares cercanos qué hacer. Nada de eso ocurrió.
En otros países, ante una tragedia los jefes de gobierno reúnen a sus más cercanos colaboradores en lo que se llama Cuarto de crisis. Y allí toman las decisiones más importantes para resolver el problema de la mejor manera posible. En México… nada.
Luego, lo peor: la desinformación, reducir al máximo la tragedia. “No nos fue tan mal porque hubo pocos muertos, no como ocurrió con Katrina en Nueva Orleans”, declaró el Presidente. Pronto lo desmintió la realidad. Nos fue pésimo en víctimas mortales y desaparecidos; en destrucción de miles de viviendas, infraestructura pública y actividades económicas en una ciudad de casi un millón de habitantes. No hubo actuación pronta del Ejército y su Plan DNIII. Y se quiso canalizar la ayuda de la sociedad a las víctimas a través de las fuerzas armadas. Pronto tuvieron que rectificar.
Del estado lamentable en que quedó Acapulco dan cuenta los reporteros de varios medios. Su trabajo fue calificado obra de “carroñeros”, de “zopilotes” que se aprovechan de lo ocurrido para atacar al gobierno. Cuando el 19 de septiembre de 1985 un sismo de grandes dimensiones cimbró la Ciudad de México, La Jornada publicó espléndidos textos de Jaime Avilés, Humberto Musacchio y otros reporteros narrando la inmensa tragedia. Elena Poniatowska, la de las costureras. En vez de denostarlos, merecieron un amplio reconocimiento.
Mi amiga Pilar espera regresar en seis meses a su departamento. Me dice que todos debemos colaborar para que Acapulco retorne lo más pronto su normalidad. Y para ello urge apoyar especialmente a los más necesitados. Y, además, rescatarlo de las bandas criminales, de los pésimos gobernantes. Todo ello, agregó, exige revisar varias políticas oficiales, como las de alerta temprana, seguridad pública y prevención de desastres. Son inadecuadas, un fracaso.