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Primicia de la nueva edición de libro de Eduardo Galeano

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El escritor uruguayo Eduardo Galeano, en imagen de archivo. Foto La Jornada/Archivo.
05 de noviembre de 2023 08:00

En 1994, cuando el tema ambiental era sólo cuestión de expertos, el periodista y escritor uruguayo Eduardo Galeano (1940-2015) seleccionó de sus libros publicados hasta ese momento una serie de historias que alertaban sobre “un sistema devorador de la naturaleza”. Fue así que apareció la antología Úselo y tírelo, bajo el sello de Planeta. Casi dos décadas después, una nueva edición de esa preclara obra vuelve a ver la luz, ahora publicada por Siglo XXI Editores. Para este nuevo libro, según se aclara en la nota del editor, fueron seleccionadas las mejores historias que siguen las mismas temáticas y que aparecieron en obras posteriores. También se reorganizó y adaptó el contenido original en tres partes, que ordenan el recorrido. Como elemento enriquecedor de las disertaciones del autor, se incluyeron ilustraciones del reconocido humorista gráfico argentino Juan Matías, conocido como Tute. Presentamos como primicia un adelanto a nuestros lectores de la nueva versión de Úselo y tírelo. Nuestro planeta, nuestra única casa, con autorización de Siglo XXI Editores. El título se lanzará el 28 de noviembre en la edición 37 de la Feria Internacional del Libro (FIL) de Guadalajara.

 

 

Cinco frases que hacen crecer la nariz de Pinocho

 

 

“Somos todos culpables de la ruina del planeta”

La salud del mundo está hecha un asco. Somos todos responsables, claman las voces de la alarma universal, y la generalización absuelve: si somos todos responsables, nadie es.

Como conejos se reproducen los nuevos tecnócratas del medio ambiente. Es la tasa de natalidad más alta del mundo: los expertos generan expertos y más expertos que se ocupan de envolver el tema en el papel celofán de la ambigüedad. Ellos fabrican el brumoso lenguaje de las exhortaciones al sacrificio de todos en las declaraciones de los gobiernos y en los solemnes acuerdos internacionales que nadie cumple. Estas cataratas de palabras, inundación que amenaza convertirse en una catástrofe ecológica comparable al agujero de ozono, no se desencadenan gratuitamente. El lenguaje oficial ahoga la realidad para otorgar impunidad a la sociedad de consumo, a quienes la imponen por modelo en nombre del desarrollo y a las grandes empresas que le sacan el jugo.

Pero las estadísticas confiesan. Los datos ocultos bajo el palabrerío revelan que el veinte por ciento de la humanidad comete el ochenta por ciento de las agresiones contra la naturaleza, crimen que los asesinos llaman suicidio, y es la humanidad entera quien paga las consecuencias de la degradación de la tierra, la intoxicación del aire, el envenenamiento del agua, el enloquecimiento del clima y la dilapidación de los recursos naturales no renovables.

La señora Harlem Brundtland, que encabeza el gobierno de Noruega, comprobó recientemente que si los siete mil millones de pobladores del planeta consumieran lo mismo que los países desarrollados de Occidente, harían falta diez planetas como el nuestro para satisfacer todas sus necesidades. Una experiencia imposible. Pero los gobernantes de los países del sur que prometen el ingreso al Primer Mundo, mágico pasaporte que nos hará a todos ricos y felices, no solo deberían ser procesados por estafa. No solo nos están tomando el pelo, no: además, esos gobernantes están cometiendo el delito de apología del crimen. Porque este sistema de vida que se ofrece como paraíso, fundado en la explotación del prójimo y en la aniquilación de la naturaleza, es el que nos está enfermando el cuerpo, nos está envenenando el alma y nos está dejando sin mundo. Extirpación del comunismo, implantación del consumismo: la operación ha sido un éxito, pero el paciente se está muriendo.

 “Es verde lo que se pinta de verde”

Ahora los gigantes de la industria química hacen su publicidad en color verde y el Banco Mundial lava su imagen repitiendo la palabra ecología en cada página de sus informes y tiñendo de verde sus préstamos. En las condiciones de nuestros préstamos hay normas ambientales estrictas, aclara el presidente de la suprema banquería del mundo.

Somos todos ecologistas, hasta que alguna medida concreta limita la libertad de contaminación. Cuando se aprobó en el Parlamento del Uruguay una tímida Ley de Defensa del Medio Ambiente, las empresas que echan veneno al aire y pudren las aguas se sacaron súbitamente la recién comprada careta verde y gritaron su verdad en términos que podrían ser resumidos así: Los defensores de la naturaleza son abogados de la pobreza, dedicados a sabotear el desarrollo económico y a espantar la inversión extranjera.

El Banco Mundial, en cambio, es el principal promotor de la riqueza, el desarrollo y la inversión extranjera. Quizás por reunir tantas virtudes el Banco manejará, junto con las Naciones Unidas, el recién creado Fondo para el Medio Ambiente Mundial. Este impuesto a la mala conciencia dispondrá de poco dinero, cien veces menos de lo que habían pedido los ecologistas para financiar proyectos que no destruyan la naturaleza. Intención irreprochable, conclusión inevitable: si esos proyectos requieren un fondo especial, el Banco Mundial está admitiendo, de hecho, que todos sus demás proyectos hacen un flaco favor al medio ambiente.

El Banco se llama Mundial, como el Fondo Monetario se llama Internacional, pero estos hermanos gemelos viven, cobran y deciden en Washington. Quien paga manda; y la numerosa tecnocracia jamás escupe el plato donde come. Siendo, como es, el principal acreedor del llamado Tercer Mundo, el Banco Mundial gobierna a nuestros países cautivos, que por servicio de deuda pagan a sus acreedores externos doscientos cincuenta mil dólares por minuto; y les impone su política económica en función del dinero que concede o promete. No hay manera de apagar la sed de esa vasija agujereada: cuanto más pagamos, más debemos, y cuanto más debemos, mejor obedecemos. La asfixia financiera obliga al negocio de jugo rápido, que exprime en plan bestia a la naturaleza y a la gente, y que al precio de la devastación ofrece divisas inmediatas y ganancias a corto plazo.

Así se veta el desarrollo hacia adentro y se desprecia al mercado interno y a las tradiciones locales, sinónimas de atraso, mientras pueblos y tierras son sacrificados, en nombre de la modernización, al pie de los altares del mercado internacional. Las materias primas y los alimentos se entregan a precio de regalo, cada vez más a cambio de menos, en una historia de desarrollo hacia afuera que en América Latina lleva cinco siglos de mala vida, aunque ahora mienta que es nueva —neoliberalismo, Nuevo Orden Mundial— y que solo ha servido, a la vista está, para desarrollar colosales mamarrachos.

La divinización del mercado, que compra cada vez menos y paga cada vez peor, permite atiborrar de mágicas chucherías a las grandes ciudades del sur del mundo, drogadas por la religión del consumo, mientras los campos se agotan, se pudren las aguas que los alimentan y una costra seca cubre los desiertos que antes fue- ron bosques.

Hasta los dragones asiáticos, que tanto sonríen para la propaganda, están sangrando por esas heridas: en Corea del Sur, solo se puede beber un tercio del agua de los ríos; en Taiwán, un tercio del arroz no se puede comer.

 

“Plantar árboles es siempre un acto de amor a la naturaleza”

El mundo está siendo desollado de su piel vegetal, y la tierra ya no puede absorber y almacenar las lluvias. Se multiplican las sequías y las inundaciones mientras sucumben las selvas tropicales, devoradas por las explotaciones ganaderas y los cultivos de exportación que el mercado exige y los banqueros aplauden. Cada hamburguesa cuesta nueve metros cuadrados de selva centroamericana. Y cuando uno se entera de que el mundo estará calvo más temprano que tarde, con algunos restos de selva en Zaire y Brasil, y que los bosques de México se han reducido a la mitad en menos de medio siglo, uno se pregunta: ¿quiénes son peligrosos? ¿Los indígenas que se han alzado en armas en la selva lacandona, o las empresas ganaderas y madereras que están liquidando esa selva y dejan a los indios sin casa y a México sin árboles? ¿Y los banqueros que imponen esta política, identificando progreso con máxima rentabilidad y modernización con devastación?

Pero resulta que los banqueros han abandonado la usura para consagrarse a la ecología, y la prueba está: el Banco Mundial otorga generosos créditos para forestación. El Banco planta árboles y cosecha prestigio en un mundo escandalizado por el arrasamiento de sus bosques. Conmovedora historia, digna de ser llevada a la televisión: el destripador distribuye miembros ortopédicos entre las víctimas de sus mutilaciones.

En estas nuevas plantaciones madereras, no cantan los pájaros. Nada tienen que ver los bosques naturales aniquilados, que eran pueblos de árboles diferentes abrazados a su modo y manera, fuentes de vida diversa que sabiamente se multiplicaba a sí misma, con estos ejércitos de árboles todos iguales, plantados como soldaditos en fila y destinados al servicio industrial.

Las plantaciones madereras de exportación no resuelven problemas ecológicos, sino que los crean, y los crean en los cuatro puntos cardinales del mundo. Un par de ejemplos: en la región de Madhya Pradesh, en el centro de la India, que había sido célebre por la abundancia de sus manantiales, la tala de los bosques naturales y las plantaciones extensivas de eucaliptos han actuado como un implacable papel secante que ha acabado con todas las aguas; en Chile, al sur de Concepción, las plantaciones de pinos proporcionan madera a los japoneses y proporcionan sequía a toda la región. El presidente del Uruguay hincha el pecho de orgullo: los finlandeses están produciendo madera en nuestro país. Vender árboles a Finlandia, país maderero, es una proeza, como vender hielo a los esquimales. Pero ocurre que los finlandeses plantan en el Uruguay los bosques artificiales que en Finlandia están prohibidos por las leyes de protección a la naturaleza.

 

“Entre el capital y el trabajo, la ecología es neutral”

Se podrá decir cualquier cosa de Al Capone, pero él era un caballero: el bueno de Al siempre enviaba flores a los velorios de sus víctimas. Las empresas gigantes de la industria química, la industria petrolera y la industria automovilística han pagado buena parte de los gastos de la Eco-92, la conferencia internacional que en Río de Janeiro se ocupó de la agonía del planeta. Y esa conferencia, llamada Cumbre de la Tierra, no condenó a las empresas transnacionales que producen contaminación y viven de ella, y ni siquiera pronunció una palabra contra la ilimitada libertad de comercio que hace posible la venta de veneno. Como señaló en aquellos días el comentarista Andre Carothers, en el programa de acción finalmente aprobado, la principal referencia a las compañías transnacionales entra dentro de la categoría de grupos cuyo papel en los procesos decisorios internacionales debe reforzarse, de manera que los gigantes de la industria figuran junto a los niños, las mujeres y los grupos indígenas.

En el gran baile de máscaras del fin del milenio, hasta la industria química se viste de verde. La angustia ecológica perturba el sueño de los mayores laboratorios del mundo, que para ayudar a la naturaleza están inventando nuevos cultivos biotecnológicos. Pero estos desvelos científicos de los grandes laboratorios no se proponen encontrar plantas más resistentes, que puedan enfrentar las plagas sin ayuda química, sino que buscan nuevas plantas capaces de resistir los plaguicidas y herbicidas que esos mismos laboratorios producen. De las diez empresas productoras de semillas más grandes del mundo, seis fabrican pesticidas (Sandoz, Ciba-Geigy, Dekalb, Pfeizer, Upjohn, Shell, ICI). La industria química no tiene tendencias masoquistas.

En cambio, las tendencias homicidas y mundicidas de los grandes laboratorios no solo se manifiestan en los países del Sur del mundo —adonde envían, bautizados con otros nombres, los productos que el Norte prohíbe—, sino también en sus países de origen. En su edición del 21 de marzo de 1994, la revista Newsweek informó que en el último medio siglo el esperma masculino se ha reducido a la mitad en los Estados Unidos, al mismo tiempo que se ha multiplicado espectacularmente el cáncer de mama y el de testículo. Según las fuentes científicas consultadas por la revista, los datos disponibles indican que la intoxicación química de la tierra y el agua tiene la responsabilidad principal en estos desastres, y esa intoxicación proviene, en gran medida, de ciertos abonos y pesticidas industriales.

¿Lo que es bueno para las grandes empresas es bueno para la humanidad? La reconquista de este mundo usurpado, la recuperación del planeta o lo que nos quede de él, implica la denuncia de la impunidad del dinero y la negación de la mentirosa identidad entre la libertad del dinero y la libertad humana. La ecología neutral, que más bien se parece a la jardinería, se hace cómplice de la injusticia de un mundo donde la comida sana, el agua limpia, el aire puro y el silencio no son derechos de todos, sino privilegios de los pocos que pueden pagarlos.

Han sido pobres todos los muchos muertos del cólera en América Latina, ahora que volvió aquella peste de los tiempos viejos: las aguas y los alimentos contaminados por los desechos industriales y los venenos químicos han matado gente como moscas. ¿Será que Dios cree, como los sacerdotes del mercado, que la pobreza es el castigo que la ineficiencia merece? Toda esa gente que había cometido el delito de ser pobre, ¿fue sacrificada por el cólera o por un sistema que pudre lo que toca, y que en plena euforia de la libertad del mercado desmantela los controles estatales y desampara la salud pública?

Chico Mendes, obrero del caucho, cayó asesinado a fines de 1988, en la Amazonia brasileña, por creer lo que creía: que la militancia ecológica no puede divorciarse de la lucha social. Chico creía que la floresta amazónica no será salvada mientras no se haga la reforma agraria en Brasil. Sin reforma agraria, los campesinos expulsados por el latifundio seguirán siendo puntas de lanza de la expansión del propio latifundio selva adentro, un ejército de colonos muertos de hambre que arrasan bosques y exterminan indios por cuenta del puñado de empresarios que acaparan la tierra conquistada y por conquistar.

Cinco años después del crimen de Chico Mendes, los obispos brasileños denunciaron que más de cien trabajadores rurales mueren asesinados, cada año, en la lucha por la tierra, y calcularon que cuatro millones de campesinos sin trabajo se encaminaban a las ciudades desde las plantaciones del interior.

Adaptando las cifras a cada país, esa declaración de los obispos retrata a toda América Latina. Las grandes ciudades latinoamericanas, hinchadas a reventar por la incesante invasión de los exiliados del campo, son una catástrofe ecológica: una catástrofe que no se puede entender ni cambiar dentro de los límites de una ecología sorda ante el clamor social y ciega ante el compromiso político. Nuestros hormigueros urbanos seguirán siendo infiernos de la ecología, aunque se pongan en práctica los proyectos surrealistas que deliran ante las consecuencias por impotencia ante las causas: en Santiago de Chile proponen volar un cerro con dinamita, para que los vientos puedan limpiar el aire; en Ciudad de México se proyectan ventiladores del tamaño de rascacielos…

 

“La naturaleza está fuera de nosotros”

En sus Diez Mandamientos, Dios olvidó mencionar a la naturaleza. Entre las órdenes que nos envió desde el monte Sinaí, el Señor hubiera podido agregar, pon- gamos por caso: Honrarás a la naturaleza de la que formas parte. Pero no se le ocurrió. Hace cinco siglos, cuando América fue apresada por el mercado mundial, la civilización invasora confundió la ecología con la idolatría. La comunión con la naturaleza era pecado, y merecía castigo. Según las crónicas de la conquista, los indios nómadas que usaban cortezas para vestirse jamás desollaban el tronco entero, para no aniquilar el árbol, y los indios sedentarios plantaban cultivos diversos y con períodos de descanso, para no cansar la tierra. La civilización que venía a imponer los devastadores monocultivos de exportación no podía entender a las culturas integradas a la naturaleza, y las confundió con la vocación demoníaca o la ignorancia. Y así siguió siendo. Los indios de Yucatán y los que después se alzaron con Emiliano Zapata perdieron sus guerras por atender las siembras y las cosechas del maíz. Llamados por la tierra, los soldados se desmovilizaban en los momentos decisivos del combate. Para la cultura dominante, que es militar, así los indios probaban su cobardía o su estupidez.

Para la civilización que dice ser occidental y cristiana, la naturaleza era una bestia feroz que había que domar y castigar para que funcionara como una máquina, puesta a nuestro servicio desde siempre y para siempre. La naturaleza, que era eterna, nos debía esclavitud.

Muy recientemente nos hemos enterado de que la naturaleza se cansa, como nosotros, sus hijos; y hemos sabido que, como nosotros, puede morir asesinada. Ya no se habla de someter a la naturaleza: ahora hasta sus verdugos dicen que hay que protegerla. Pero en uno u otro caso, naturaleza sometida o naturaleza protegida, ella está fuera de nosotros. La civilización que confunde los relojes con el tiempo, el crecimiento con el desarrollo y lo grandote con la grandeza también confunde la naturaleza con el paisaje, mientras el mundo, laberinto sin centro, se dedica a romper su propio cielo.

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