Como nunca en el Pacífico mexicano, el huracán Otis arrasó no sólo con Acapulco, sino con decenas de pueblos y comunidades aledañas debido a las poderosas ráfagas de viento y a la gran cantidad de agua precipitada durante la noche del 24 al 25 de octubre pasado por un fenómeno al que, según el Servicio Meteorológico Nacional (SMN), sólo le tomó poco más de 10 horas convertirse de tormenta tropical a huracán categoría 5 en la escala Saffir-Simpson. Lo sucedido en Guerrero nos advierte otra vez sobre la urgencia de aceptar sin reservas que estamos frente a un cambio climático provocado por el ser humano cuyas consecuencias devastadoras debieran poner la prevención y la preparación frente a los riesgos provocados por estos fenómenos –convencionalmente llamados “naturales”– en un lugar preponderante de la agenda de los estados contemporáneos y de sus obligaciones ante sus sociedades.
Los testimonios son desgarradores: familias que sobrevivieron resguardadas en rincones de sus de por sí maltrechas viviendas, personas atrapadas en los baños de sus casas, supervivientes en edificios costeros arrasados por los vientos, colonias enteras destruidas por los vientos o inundadas por el desbordamiento de ríos y lagunas, calles y casas destrozadas por aludes de lodo; la pérdida de cosechas enteras, marineros desaparecidos por permanecer en las embarcaciones a su cargo; la desinformación, la lenta reacción gubernamental posterior a los hechos; la escasez de víveres para toda la población, entre tantas otras penurias que los habitantes han padecido y reclamado.
Ciertamente, Otis superó los pronósticos elaborados en los días previos, dejando un margen de sólo horas y no días –como sucede normalmente en este tipo de fenómenos– para la preparación frente al desastre. Sin embargo, todo indica que aún esas horas de anticipación habrían sido suficientes para activar los protocolos de alerta y prevención pertinentes frente a un huracán cuya velocidad de fortalecimiento era, por sí misma, una clara señal de peligro para las costas de Guerrero.
Desde la tarde del lunes 23 de octubre, el Centro Nacional de Huracanes de Estados Unidos alertó que Otis era potencialmente catastrófico, y un día después, ya con el huracán en categoría 4, dicho organismo lo clasificaba como “extremadamente peligroso” y “potencialmente mortal” y urgía a acelerar las labores de preparación para proteger la vida de las personas. El mismo centro informaría a las 5 de la tarde sobre la alta probabilidad de que Otis tocara tierra elevado a categoría 5, alertando nuevamente sobre su potencial letalidad. El SMN, por su parte, desde las 8 de la noche del 24 de octubre advirtió sobre la peligrosidad del huracán.
La veloz progresión y alta potencia de Otis no ofreció mucho margen para prevenir los daños materiales en poco tiempo, pero parece claro que se pudo haber hecho mucho más para procurar un mejor resguardo de la población: la suspensión inmediata de actividades, la alerta con carácter de urgencia por todos los medios desde canales oficiales, la habilitación de refugios temporales, el desalojo inmediato de zonas vulnerables y la preparación de un plan de atención y reabastecimiento posterior al paso del huracán. En cualquier caso, toda autoridad de una región costera tiene la obligación de estar preparada para atender de manera inmediata y prioritaria estos fenómenos, incluso con poca antelación.
Como hemos insistido en ocasiones anteriores, lo justo es calificar estos eventos no como desastres naturales, sino como desastres socioambientales. Las pérdidas humanas y el caos generalizado que hemos visto en la región de Acapulco la última semana son resultado de la inexistencia de una gestión integral del riesgo que deberían garantizar las autoridades municipales, estatales y federales trabajando coordinadamente; especialmente cuando se trata de una zona costera que año con año experimenta numerosos fenómenos atmosféricos, aunque ciertamente no de esta magnitud.
La situación crítica que hoy padece Guerrero hace más evidente la ausencia histórica del Estado. Lo sucedido la última semana ha subrayado también la evidencia de que el fortalecimiento del Ejército durante el actual sexenio no se ha traducido en una mayor eficacia en la instrumentación de acciones como el Plan DN-III, en los que en otros tiempos las fuerzas armadas forjaron su prestigio.
La crítica al vacío institucional también alcanza al poder privado, que se mostró codicioso y omiso, pues, como se advirtió en numerosos casos dentro del sector turístico, en el curso de la emergencia se empeñó en mantener su funcionamiento ordinario y muchos propietarios inmobiliarios y de embarcaciones privilegiaron el cuidado de sus pertenencias aun cuando ello pusiera en riesgo la integridad de numerosos trabajadores del sector.
Con el paso de los días, el golpe de Otis en Acapulco se revelará cada vez más como la crónica de un desastre anunciado, desastre que se precipitó sobre un desastre previo, protagonizado paradójicamente por un actor ausente, el Estado, que como lo demuestra la historia reciente de Guerrero, ha declinado de sus responsabilidades básicas de brindar seguridad y cuidado a la vida de una población históricamente condicionada por el rezago social, la inseguridad, la impunidad y la corrupción. También esta ocasión, como ha ocurrido en otros momentos del país, la sociedad civil, aun en su actuar reactivo y desorganizado, ha dado muestras de solidaridad. El contraste entre una ciudadanía activa y movilizada, y un Estado artrítico y receloso, debiera movernos a unos y otros a reflexionar sobre las claves de nuestro pacto como sociedad; especialmente frente a un horizonte cuajado de riesgos, como el que dibuja el cambio climático y en la antesala de un proceso electoral como el que se avecina, en el que temas como la gestión integral del riesgo debieran ocupar un lugar más destacado en la agenda pública, del que se le ha concedido en el ambiente de polarización que lamentablemente prima aquí.