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Ocaso del cultivo de la coca en el remoto Tibú de Colombia

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Richard, uno de los comandantes del frente 33 de las disidencias de las FARC, visita el lugar donde se procesa la caña de azúcar para convertirla en piloncillo, en un campo de rehabilitación creado por el grupo armado para los jóvenes con problemas de adicción a la cocaína. Foto Jorge Enrique Botero
16 de octubre de 2023 09:43

Tibú. Es mediodía y el termómetro marca 41 grados en esta remota población colombiana, situada a unos pocos kilómetros de la frontera con Venezuela y señalada por la Organización de Naciones Unidas (ONU) como el lugar del mundo donde más coca se produce.

A esta hora, la ruidosa ebullición de siempre entra en pausa y el tiempo parece detenerse en el sopor de un calor extremo, espejo del clima de alta tensión que aquí se vive. Tibú es tierra caliente, lo dicen las estadísticas de su violencia y las noticias cotidianas. Lo dice su alcalde, Nelson Leal, quien ha optado por no vivir en el municipio: La gobernabilidad en el pueblo es imposible, se queja, mientras evoca las amenazas que le han hecho los grupos armados irregulares de la región.

El alcalde sí puede gobernar, lo que no puede es robar, le contesta Richard unos días después, cuando La Jornada llega a sus dominios en el Catatumbo profundo. Richard es uno de los comandantes del frente 33 de las disidencias de las FARC y el Catatumbo es una región mágica que disfruta todas las noches su propio estallido ininterrumpido de luz, conocido como el relámpago del Catatumbo.

Las paredes atiborradas de pintas alusivas a las FARC y al ELN también gritan que Tibú es tierra caliente. Hace un par de meses el pueblo fue noticia nacional, cuando se difundieron las imágenes de guerrilleros del frente 33 patrullando sus calles a plena luz del día. Antes de terminar su recorrido, los rebeldes se apostaron frente a la sede la alcaldía, una mole de tres pisos que se eleva a la orilla de la avenida quinta, a sólo 500 metros de la estación de policía.

Los empresarios de la región también atestiguan la calentura de Tibú: en los últimos 20 años los sectores productivos hemos sufrido los efectos de una guerra cruenta que ha afectado a mil 500 familias cultivadoras de palma, dice el dueño de una procesadora que pide anonimato. La palma domina buena parte del paisaje del área rural del municipio. Camiones cargados hasta el tope con las enormes piñas que serán procesadas para producir aceite y combustible circulan en fila india por las deterioradas carreteras de la región en medio del reclamo de los pobladores. Esa palma seca la tierra, la deja sin agua, aseguran con rabia los campesinos.

Más allá de la odiada palma, hacia el nororiente de Tibú se divisa una sucesión de pequeñas montañas que hacen el papel de límite entre Colombia y Venezuela. Los caminos se vuelven estrechos y la pobreza extrema se asoma al otro lado de la ventana del vehículo que nos transporta. Unos niños famélicos juegan futbol con una botella de plástico frente a sus casas de madera y techo de lata. Las paredes de algunas viviendas son de plástico negro. Ahí viven familias venezolanas que acaban de migrar, explica el chofer.

Cuando era el mejor negocio del mundo

Misael nació en Tibú, se casó cuando apenas salía de la adolescencia y se llevó a su mujer a una zona conocida como El 25, donde ha formado una familia de seis hijos, cinco mujeres y un varón. Comenzó raspando las hojas de coca en la finca de un tío, cuando sembrar la coquita era el mejor negocio del mundo y a punta de perseverancia logró comprar un terreno de 25 hectáreas. Los años de raspachín, como se denomina a los jóvenes que recogen la hoja, lo volvieron experto en la siembra y el procesamiento de la planta. Aprendió a convertir la coca en pasta base de cocaína, trabajo extenuante y dañino por el contacto directo con gasolina, ácido sulfúrico, éter, amoniaco y cemento.

Casi 10 años y muchas cosechas de coca después, Misael era un campesino rico que pudo enviar a sus hijos a estudiar a Cúcuta; andaba por los caminos del 25 en un campero todo terreno cuyo esqueleto oxidado por el sol se asoma en un improvisado garaje al lado de su modesta pero digna vivienda.

Vivimos durante años en un espejismo, pero no me arrepiento porque al menos hoy mis hijos son profesionales y todavía conservo la finquita, dice este campesino con una sonrisa que delata nostalgia.

Misael sigue cultivando coca, pero es uno más de los miles de labriegos que se preguntan a qué horas y por qué los precios de la pasta se desplomaron como castillo de naipes.

Factores de la caída de precios

Le transmito lo que algunos expertos me han dicho: que la pandemia dejó gigantescas reservas de cocaína almacenadas y que todavía la demanda mundial no las ha consumido. Que los antiguos compradores temen entrar a los territorios, hoy dominados por nuevas fuerzas irregulares. Algunos intermediarios han sido despojados del dinero que llevaban para pagar la pasta base y luego fueron asesinados, le informo a Misael y agrego que los hábitos de los consumidores, sobre todo en Estados Unidos, están mutando hacia drogas sintéticas más baratas.

Misael se rasca la cabeza y confiesa que ha pensado vender su finca para irse con su esposa a alguna ciudad para abrir un pequeño negocio.

¿A usted no le interesaría comprarme esta tierrita, periodista?, pregunta con picardía.

El reportero sin tierra encuentra un par de días después a un ex cultivador de coca, ahora guerrillero del frente 33 de las disidencias de las FARC. Su nombre de guerra es Albeiro y está ranchando (cocinando) en un campamento junto con unos 200 jovencitos que tendrán su armamento en unos días, cuando terminen el curso militar de tres meses que están haciendo.

La última cosecha me dejó 500 mil pesos (120 dólares), así que decidí dejar la coca y venirme para la guerrilla, comenta Albeiro, quien aclara que en realidad está de regreso, pues ya había sido combatiente antes de la firma de los acuerdos de paz de 2016.

Señala hacia la formación militar donde se empujan entre sí los muchachos y dice que muchos de ellos eran raspachines hasta hace un par de meses. Una evidencia más de que guerrilla y coca siempre caminan de la mano, afirma.

Daniel, abogado que asesora a las FARC, llega al campamento y se sienta a conversar con Richard sobre las últimas noticias de los contactos con el gobierno para abrir una mesa de diálogos. Es imposible evadir el asunto de los cultivos de uso ilícito en una negociación, pero –explica el jurista– hay que hacerlo de manera creativa.

No hay que acabar los cultivos de coca, al contrario, hay que estimularlos, pero no para producir cocaína, sino medicinas, sostiene.

Si hay diálogos de paz, éste será uno de los temas que se discutirán en la mesa de conversaciones.

El campo de rehabilitación de drogadictos está rodeado de un mar de cultivos de coca. Unos cien jóvenes, mujeres y hombres, viven ahí en alojamientos austeros pero limpios y cómodos, donde descansan tras extenuantes jornadas de trabajo.

Los abismos del perico

Según Richard, el campo fue creado por las FARC para atender el clamor de cientos de madres que veían a sus hijos precipitarse por los abismos del perico (cocaína) y el bazuco, polvo residual del procesamiento de la cocaína que se fuma de manera compulsiva.

Al lado del lugar se erige una curiosa edificación de paredes altas, con una chimenea enorme, donde se procesa la caña de azúcar para convertirla en panela: un trapiche. Mientras trabaja bajo los rayos del sol implacable, una madre de tres hijos cuenta que se pasaba el día fumando bazuco en su casa y la noche esnifando cocaína en un prostíbulo de mala muerte donde conseguía el dinero para pagarme el vicio. Alta, morena y esbelta, su rostro exhibe las huellas de la adicción y sus ojeras profundas revelan todo el tiempo que ha llorado por sus hijos, “ahora en manos del Bienestar Familiar.

Llevo mes y medio acá y me siento mucho mejor, pero no me quiero ir pues temo una recaída, confiesa desde una mirada diáfana que parece más bien una súplica de ayuda.

El comandante rebelde presencia nuestra conversación y comenta que la guerrilla se está ocupando de lo que debería hacer el Estado. También construimos carreteras y puentes, reforestamos la región y dotamos las escuelas para que los niños puedan estudiar, asevera Richard.

Quedan unas cuantas horas antes de que el gobierno y las FARC anuncien el inicio formal de los diálogos para terminar el conflicto armado y las miradas se dirigen de nuevo al casco urbano de Tibú, donde nunca se apaga la esperanza de la paz, así como no se apaga jamás el relámpago del Catatumbo.

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