Como ocurre en todo el mundo, Brasil también sigue con tensa atención lo que ocurre en Gaza. Según crecen las acciones que lleva a cabo Israel, consideradas por la Organización de Naciones Unidas “crímenes de guerra”, a través de la propia ONU se hacen llamados para que se reconozca el derecho elemental de los palestinos a que cese la “ocupación ilegal de su territorio” y se les asegure “el derecho a la autodeterminación”.
Puras palabras al viento: las perspectivas son las más oscuras, y no se vislumbra luz en el horizonte cercano.
Hasta el pasado viernes, tres brasileños –dos hombres y una mujer– habían perdido la vida en el conflicto. Vivían en Israel y murieron en acciones perpetradas por extremistas palestinos.
Hay otros centenares en la franja de Gaza y no tienen para dónde ir.
El gobierno del presidente Lula envió aviones para sacar de Israel a más de cuatro centenares de brasileños, pero no tiene cómo ayudar a los que viven en territorio palestino. Pidió ayuda al gobierno de Egipto para que quienes están en Gaza puedan entrar en ese país para que sean conducidos de regreso. A ver qué pasa.
Si hoy por hoy la gran tensión es involucrar a brasileños como víctimas de violencia a miles de kilómetros de distancia, otro aspecto concentra también la atención: la desmedida violencia en su propio territorio. Los datos son contradictorios: mientras, en términos generales, las muertes violentas bajaron, en al menos dos puntos del mapa se ve lo contrario y con un detalle que asusta: parte esencial de esa mortalidad se debe a las acciones policiales o de las llamadas “milicias”, bandos de sicarios integrados por policías retirados y por integrantes de los cuerpos de bomberos.
Se trata de los estados de Río de Janeiro, que tiene un gobierno de ultraderecha, y de Bahía, desde hace 15 años es gobernada por el mismo PT del presidente Lula da Silva. Si Río es, en términos generales, el estado más violento, en Bahía destaca la violencia policial.
Sólo en septiembre ocurrieron al menos 70 muertes en supuestas confrontaciones entre policías y bandidos –más de dos al día– y en la primera semana de octubre fueron 16, manteniendo el promedio. La mayoría de las víctimas no tenían antecedentes criminales. Al buscar un sospechoso, los policías entran disparando para todos lados. Verdaderas masacres.
En Río, el escenario es aún más asombroso. De los 933 fusiles aprehendidos entre enero y septiembre de este año en manos de criminales, más de la mitad (472) estaban ahí. El pasado martes, nada menos que mil policías fueron movilizados para cazar narcotraficantes.
Han sido pocos los detenidos: nueve, entre ellos, un sargento activo de la Policía Militar, que transportaba 150 kilos de cocaína en un camión. La acción se dio en respuesta al fusilamiento, la semana anterior, de tres médicos en un bar al aire libre en el barrio de Barra da Tijuca, en el oeste de la ciudad, reducto de dos tipos de frecuentadores: nuevos ricos, en general de otros estados, y “milicias” en permanente guerra con los narcotraficantes de la región.
La verdad es que nada cambia, a no ser para peor, y las perspectivas no son nada animadoras. El crimen se esparció de manera veloz frente a una policía tan violenta e ineficaz como corrupta, una justicia, cuya velocidad es comparable a la de una tortuga con calambres, cárceles con sobrepoblación, que son escuelas de altísima eficiencia en la formación de criminales y punto final.
Si es imposible prever qué pasará entre Israel y los palestinos, en Brasil la perspectiva es asustadora: no hay salida a la vista, a menos de que surjan cambios que nadie logró implantar hasta hoy.
La dureza de las condenas en ese primer juicio prendió la alerta en el entorno más directo del ultraderechista ex mandatario, que incluye a varios generales retirados, además de asesores y familiares.
Bolsonaro, quien ya fue declarado inelegible por ocho años, se mantuvo en silencio. Él sabe, sus seguidores saben – todos saben– que el cerco a su alrededor se cierra cada vez más. Al mismo tiempo, su aislamiento no hace más que aumentar. Con excepción de un grupo más radical que seguidores –calculado en 15 por ciento del electorado– sus columnas se desmoronan. Esto, para no mencionar que, en su acuerdo de confesión, el teniente coronel Mauro Cid, su antiguo edecán y hombre de la más absoluta confianza, está revelando a la Policía Federal lo que podrá disminuir su condena.
No hay previsión de fecha para el juicio de Bolsonaro. De parte de las autoridades, tanto de la Policía Federal como del Supremo Tribunal Federal, hay muestras palpables de que no hay ninguna prisa.
Y mientras su hora no llega, serán cada vez más visibles las señales de que no habrá ninguna condescendencia frente a los crímenes que cometió. Él y, claro, su pandilla, empezando por sus hijos.