La reciente discusión pública relacionada con el general Salvador Cienfuegos y el ex jefe policiaco Omar García Harfuch tiene como contexto otro punto presidencial polémico: el paulatino descargo de responsabilidades judiciales, políticas e históricas de la administración de Enrique Peña Nieto, con quien el primer personaje mencionado fue secretario de la Defensa Nacional y, el segundo, director de la Agencia de Investigación Criminal de la Procuraduría General de la República.
Indefendible como fue y es tal administración peñista, sexenio rebosante de corrupción, frivolidad e injusticia, ha entrado en una fase de amables consideraciones en discursos y en menciones realizadas por el presidente López Obrador, quien ha expresado claramente su agradecimiento al licenciado
Peña (¡hasta demócrata
ha resultado!) por no haber cometido fraude electoral en 2018.
En general, López Obrador (desde sus candidaturas de 2012 y 2018) ha desechado la posibilidad de instaurar acciones judiciales contra los ex ocupantes de Los Pinos que aún viven. Pero a ninguno ha prodigado una especie de amnistía política como a Peña Nieto, de cuyo gabinete tan judicializable no se ha procesado más que a Rosario Robles Berlanga, aunque sin la fuerza suficiente de la fiscalía federal para sostener las acusaciones. Otros ex secretarios incluso ya han brincado hacia el manto 4T, como ha sucedido con el yucateco Jorge Carlos Ramírez Marín, quien pasó al Verde con la esperanza de ser candidato 4T a gobernador, y el oaxaqueño Eviel Pérez Magaña, directamente inserto al claudismo.
Fue Iguala-Ayotzinapa el principal punto de quiebre del peñismo, cuando el ex gobernador del estado de México se placeaba en Nueva York para recibir un título de líder mundial
, mientras en Guerrero sucedía lo que implicaría el declive anticipado de ese deplorable gobierno. El disipado Peña Nieto descansó especialmente la atención de lo sucedido con los 43 normalistas en el entonces procurador de justicia, Jesús Murillo Karam, y los secretarios de Gobernación, Miguel Ángel Osorio Chong, y de la Defensa Nacional, Salvador Cienfuegos.
Nadie, con responsabilidad en sus dichos, ha acusado nunca a Peña o a Cienfuegos de haber dado personalmente la instrucción de realizar todo lo que sucedió en la trágica Noche de Iguala, de la misma manera que nadie con sensatez ha acusado a García Harfuch de actuar personalmente durante esa misma noche. Pero uno y otro, el general y el jefe policiaco, formaron parte, en diversos grados, del entramado de corrupción y complicidades que antes de los 43 permitió a grupos del crimen organizado el control de la región y, posteriormente, el encubrimiento, la simulación y la construcción de la criminal verdad histórica.
El presidente López Obrador pretende ahora exonerar política e históricamente a Peña Nieto y Cienfuegos de lo sucedido en Iguala. También mantiene una campaña de desacreditación y desmantelamiento de las instancias confiables de investigación de los hechos (el Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes; la fiscalía especial, entonces a cargo de Omar Gómez Trejo, y la Comisión de la Verdad, de título oficial tan largo).
Con la vista puesta en 2024, y también por el agradecimiento por 2018, el presidente López Obrador ha decidido sellar su alianza con las fuerzas armadas, como lo confirman tanto la entrega del reconocimiento a Cienfuegos, del que pudo haberse abstenido, tal cual hizo cuando a Elena Poniatowska le entregaron la medalla Belisario Domínguez, como la promoción poderosa del cachorro del militarismo, García Harfuch, primer peldaño del ascenso de esas fuerzas hacia el máximo poder nacional. En ese contexto, se mantienen líneas de protección y entendimiento con lo que queda del priísmo peñista (Alfredo del Mazo incluido).
Y, mientras Xóchitl Gálvez evoca positivamente al pasado priísta y panista, al criticar al morenismo inepto
y asegurar que antes de 2018 no estaba tan mal, no estaba tan mal el país
, ¡hasta el próximo lunes!
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Julio Hernández López