El gobierno de Chiapas no sólo solapa a las bandas de narcotraficantes, también alienta, promueve y financia a grupos paramilitares. El estado, advirtieron los zapatistas, está al borde de una guerra civil. La población de a pie, organizada o no, vive una situación sin precedentes. No todo forma parte de la misma canasta, pero junto es un polvorín.
Las imágenes de la imparable violencia le dan la razón a la advertencia y posterior silencio zapatista. Y, aunque ya son más voces las que alertan, la respuesta oficial es minimizar y/o despreciar los acontecimientos. En lugar de resolver, el gobierno se esfuerza en hacer creer que no pasa lo que pasa. La caravana de presuntos integrantes de uno de los cárteles con mayor presencia en el país trascendió en todas las redes, pero la cotidianidad es menos mediática y más violenta.
Las disputas territoriales someten a la población a un clima general de violencia en la que predominan el reclutamiento forzado, secuestros, amenazas y despojo, como lo han denunciado diversas organizaciones sociales y de derechos humanos. “Nos encontramos en estado de sitio, bajo sicosis social con narcobloqueos, que usan como barrera humana a la sociedad civil, obligándolos a estar y poner en riesgo su vida y la de su familia”, señaló la diócesis el pasado 23 de septiembre.
Esta semana también confluyeron en el estado miles de migrantes centroamericanos y haitianos, entre otros, que buscan atravesar el territorio en su incesante lucha por escapar de la violencia y la precariedad en sus países de origen. Lo exponen todo, pues la delincuencia domina toda la ruta.
Chiapas está estallando. Son miles de personas bajo la violencia de las bandas y los paramilitares, quienes nada podrían hacer sin las complicidades institucionales. No es tiempo de ver para otro lado, sino de organizar y acompañar la denuncia. La militarización, es sabido, no es la solución, sino parte del problema.