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"Si mi hijo está bajo tierra, quiero saber la verdad": Cristina Bautista

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Cristina pensó en volver a migrar a EU con el fin de pagarle una carrera a su hijo, pero fue cuando él decidió estudiar para maetro. Foto Pablo Ramos
26 de septiembre de 2023 09:00

Cristina Bautista dice que su hijo Benjamín Ascencio Bautista tiene 28 años. Como todas las mamás de los 43 estudiantes de Ayotzinapa desaparecidos hace nueve años en Iguala, ella no conjuga en pasado los tiempos. Habla de él en presente.

Originaria de la comunidad náhuatl de Alpuyecatzingo de las Montañas, municipio de Ahuacotzingo, tiene los recuerdos medio borrados sobre aquellos días de hace nueve años cuando llegó a la cancha techada de la Normal Rural, un 29 de septiembre. Iba a esperar información de los 43 normalistas que, según le dijo un hermano, un diario de Chilpancingo daba como desaparecidos. Pensaba que de un momento a otro aparecería su muchacho.

Pero la esperanza se esfumó rápidamente. Benjamín Ascencio era uno de los desaparecidos. Se tiró en una colchoneta en el piso y no volvió a hablar, muda e insomne durante los 19 meses que permaneció ahí “de planta”.

Hoy es una de las oradoras principales en las manifestaciones por el Caso Ayotzinapa. Tiene una palabra poderosa que estremece a quienes la escuchan.

“Me dicen que somos fuertes. Que ningún movimiento como el nuestro ha durado tanto. Y no es que seamos fuertes como madres o padres. Es que nos hace falta el hijo. Por ese amor nos mantenemos de pie. Pero el gobierno no contaba con eso. Como somos campesinos, a los funcionarios de les hizo fácil. Pensaron: al pobre campesino se le va a olvidar, los dividimos, los debilitamos. Pero con nosotros no pudo”.

Para ella, quien mejor expresó el tamaño del desprecio con el que los gobernantes veían a los protagonistas de este movimiento fue el llamado del ex presidente Enrique Peña Nieto a los padres a “ya superar este momento de dolor”. Eso, dice, “no se puede. Hasta el último día de nuestras vidas vamos a luchar por la verdad y la justicia”.

En ese tiempo de búsqueda y lucha, Cristina recuerda a los que murieron sin tener respuesta de dónde está su hijo: Minerva Bello, mamá de Everardo Rodríguez; Bernardo Campos, papá de José Ángel; Saul Rosario que murió por el Covid, papá de Saúl Bruno. Y de los caídos, Tomás Ramírez, el papá de Julio César Ramírez y Ezequiel Mora, papá de Alexander Mora.

Cristina no solo habla en los mítines. En sus encuentros con el gobierno ella siempre tiene algo que decir. En la última reunión que tuvieron los padres de Ayotzinapa con el presidente Andrés Manuel López Obrador en Palacio Nacional, Cristina le preguntó si recordaba lo que había prometido desde su primera reunión, de que él a nadie iba a solapar. “¿Y qué pasa ahora? Ya topamos con el ejército y ya no podemos avanzar, los expertos se fueron porque ya no tenían herramientas para seguir trabajando, pero nos dejaron recomendaciones para continuar. Entonces como mandatario de México, pues busque esos documentos que hacen falta para que se esclarezca el caso. Antes de que termine su mandato nos tiene que dar la verdad. Sea la que sea. Si mi hijo está bajo tierra, quiero saber la verdad”.

La madre de Benjamín asegura que ella no se siente manipulada por nadie. “Por ejemplo, ahora fuimos las madres las que decidimos hacer el plantón en el Campo Militar Número Uno. Nuestros representantes legales no estuvieron de acuerdo. Va a estar difícil, dijeron. Y les respondimos que ya sabíamos que nada es fácil, pero hay que hacerlo. Y ahí estamos, en plantón permanente. Ya si nos dicen que van a entregar lo que hace falta, pues nos levantamos”.

¿Cómo los vamos a olvidar?

Es una frase que repiten seguido los familiares de los 43. “¿Cómo los vamos a olvidar si los amamos, si nos costó tanto criarlos?”. Y la vida de Cristina es toda una odisea de esfuerzos por criar y llevar el sustento de sus dos hijas Laura y Mariane y su Benjamín, el de en medio.

Cuando los niños eran chicos, se fue de migrante a Estados Unidos y los dejó con sus suegros. Regresó a los dos años con lo poco que pudo ahorrar, solo para descubrir que su casita de adobe se había partido con las lluvias. Ni con sus dólares lograría reconstruirla. Se endeudó. Su padre le prestó dinero y le dio maíz para irla pasando y al cabo de un año los niños ya tenían un techo seguro.

Pero la madre tenía muchas deudas y volvió a cruzar la frontera, hasta Connecticut. Ahí una mujer boricua que era administradora de un car wash la dejó trabajar en un empleo que solo era para hombres. En seis meses sacó para saldar la deuda del coyote y se empleó, en dos turnos de siete horas cada uno, en cadenas de hamburguesas. Siete días a la semana, ni un día de vacaciones durante cuatro años.

Con los dólares que mandaba a México le puso piso, ventanas y puertas a su casa. Y mandaba para la escuela de los niños. Regresó a Guerrero cuatro años después para encontrar que Benjamín ya sabía leer y escribir e intentaba enseñarle a su abuelo analfabeta Juan Bautista Melchor, que a su vez lo instruía sobre los rudimentos de la siembra y la cosecha.

Al fin todos bajo un mismo techo, Cristina puso un negocio de venta de ropa, hacía pasteles; los miércoles horneaba pan y los jueves cocinaba pozole. Y como sentía que le sobraba tiempo, se fue con sus hijos a sembrar maíz a la milpa del abuelo. Benjamín preguntó porqué tenían que hacerlo. Y empezó a aprender los valores de la comunidad.

El muchacho hizo la prepa en la cabecera municipal y los fines de semana ayudaba en la hechura del pan y lavando cazuelas en la pozolería, contrariando las quejas del abuelo que decía que ese “no era trabajo para hombres”. Con lo que sacaban de la venta de pan, tres canastos a la semana, los hermanos tenían para sus pequeños gastos.

Al terminar la prepa Benjamín eligió informática como carrera, pero costaba caro. Cristina buscó entonces volver a migrar para pagarle esos estudios, pero los cruces de frontera eran ya mucho mas peligrosos. Lo intentó hacer con visa, con un contrato de braceros que se gestionaban desde Atliaca, un pueblo de la región. En esa búsqueda estaba cuando Benjamín fue a decirle: “Ya no se preocupe, ya sé que voy a estudiar: para maestro. Ya saqué mi ficha para la Normal Rural de Ayotzinapa. Ahí no cuesta nada y dan de comer”.

Fue hasta el 29 de octubre que empezó a escuchar noticias muy vagas sobre un enfrentamiento en Chilpancingo. O en Iguala. Y que Benjamín no contestaba su celular. Tomó un autobús y se quedó en la puerta de la escuela. Vio que llegaban camionetas con estudiantes con la cara cubierta. Ninguno se acercaba a ella hasta que fue a preguntarle a uno. Revisó su cuaderno y dijo: “Tía, el nombre de tu hijo está en la de los desaparecidos. Pero no te preocupes, lo van a encontrar. Pasa”.

Llegó su papá, su hermana, para acompañarla. Lograba dormir dos o tres horas cada noche, no comía. Un día una maestra Carmina dijo algo que hizo reaccionar a esas mujeres adoloridas. “Señoras madres, les voy a dar un consejo, no se deben estar sin comer porque si no van no van a tener fuerza. Eso apenas está empezando. ¿Apoco les gustaría que cuando lleguen sus hijos ustedes estén tiradas en cama enfermas? Y eso fue lo que a mi me hizo reaccionar”.

Durante un año siete meses permaneció ahí. Cuando nació su primera nieta solo fue acompañar una semana a su hija. Y se regresó a Aytozinapa porque pensaba: ¿Y si vienen a darnos alguna noticia?

Y un día tomó el micrófono

--Empezó a crecer la movilización…

--Si. A cada rato marchábamos, íbamos en caravanas, plantones, ayunos por los 43: Chilpancingo, Acapulco, México, Mexicali, por todos lados.

--Recuerdo que al principio solo hablaban los papás. Ustedes, las mujeres, tardaron un poco mas en tomar el micrófono.

--Sí, hablaban los papás, los licenciados. Las mamás nos echábamos para atrás, que no nos fueran a ver. Un día, en la UNAM, hubo una conferencia y yo pasé adelante a poner mi foto. Y me dijeron que subiera al templete. Había muchos estudiantes. Al final dicen: una mamá les va a dar unas palabras. Pues bueno, ya qué. Tomé el micrófono. Lo que se me salió de hablar fue de mi hijo. Lloraba y hablaba. Y a los muchachos les llegó el mensaje y lloraron conmigo.

“Yo digo que empecé a hablar en público obligada por el gobierno, sobre todo porque ya empezaban a decir muchas mentiras de nuestros hijos, que eran unos criminales, que eran de los Rojos. Si apenas llevaban dos meses en la Normal. Teníamos que desmentir”.

Cristina lloraba en las marchas, de principio a fin. Pero no en su casa. “Yo procuraba llorar cuando me bañaba, para no llorar frente a mi papá y mis hermanos. Pero el día en que dieron la noticia de los 28 cuerpos encontrados en una fosa reciente, el 28 de octubre en Iguala sí sentí que me desmayaba. Otra vez los abogados nos reunieron y nos dijeron: Esto no es oficial. Vamos a esperar los análisis. Algunos ya hasta iban a llevar velas, porque creyeron.

“Al final, el gobierno no nos pudo engañar gracias a los abogados, a los peritos, a los antropólogos forenses. Nunca nos pudo entregar un cuerpo que no fuera de ellos”.

En la medida en que el movimiento iba en ascenso, las familias empezaron a tener encuentros con familias de desaparecidos en muchos estados. “Yo no me imaginaba que en el país pusiera estar pasando eso. Nos reunimos con muchos padres de desaparecidos, llorábamos, nos abrazábamos. Un día una señora nos dijo: Ustedes llevan apenas tres meses de búsqueda. Yo llevo ya tres años. No pude mas. Me salí a la calle, me abracé de un arbolito y me decía: yo no voy a aguantar tanto, me voy a morir”.

Y ahí sigue doña Cristi. Con sus demás compañeros, acampan frente al zaguán del Campo Militar y desde temprano organizan sus actividades, escudados siempre detrás de las fotografías de sus queridos hijos. No paran. No se detendrán.

 

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