La inminente llegada a los anaqueles de las farmacias y otros establecimientos minoristas de las vacunas distribuidas por AstraZeneca, Johnson&Johnson, Moderna y Pfizer, así como las que puedan sumarse eventualmente, invita a reflexionar en torno al camino recorrido por estos fármacos desde el momento en que la irrupción de la pandemia impulsó una carrera contrarreloj para proteger a la humanidad del coronavirus, hasta hoy.
Es necesario recordar que, a inicios de 2020, cuando la Organización Mundial de la Salud (OMS) declaró una emergencia sanitaria global, ni los científicos más renombrados tenían una idea medianamente clara de la letalidad del SARS-CoV-2, de su capacidad de propagación, de sus síntomas específicos, de las secuelas a largo plazo, los efectos secundarios, de los métodos de diagnóstico y, mucho menos, de los tratamientos viables. De la misma manera, gobernantes, políticos, comunicadores, académicos y ciudadanos de a pie carecían de datos para estimar el impacto inmediato y duradero de la pandemia en todas las esferas de la vida.
De un modo que a la postre se mostró ingenuo, integrantes del gremio médico, las universidades, los medios de comunicación, los organismos multilaterales y las clases políticas dieron por sentado que la magnitud del desafío impuesto a la totalidad de nuestra especie obligaría a dejar de lado la mezquindad que constituye el sentido común capitalista, y revelaría la irracionalidad de la competencia en circunstancias de vida o muerte. No fue así. Las grandes corporaciones se lanzaron a crear sus propias vacunas-mercancía por separado, sin compartir información y descubrimientos que pudieron haber acelerado la obtención de los biológicos. Nunca sabremos cuántas vidas costó competir en un trance en que lo único lógico era cooperar. Tampoco podremos dilucidar el precio en vidas humanas de decisiones individuales como la de Bill Gates, quien usó su enorme poder de cabildeo para obligar al Instituto Jenner de la Universidad de Oxford a entregarle su vacuna a la transnacional AstraZeneca, en vez de permitir la existencia de un inmunizante de fórmula abierta, a disposición de quien pudiera producirlo. Pese a que varias de estas compañías se vieron favorecidas con subvenciones estatales para el desarrollo de sus inoculaciones, una vez que contaron con fármacos patentados defendieron su
propiedad intelectual con una ferocidad y una insensibilidad que, de no ser por el omnipresente aparato propagandístico que cobija a los barones del dinero, habrían causado una sublevación global contra el neoliberalismo.
Como ha denunciado el presidente Andrés Manuel López Obrador, en los momentos más álgidos de la pandemia hubo formidables presiones para adelantar los registros sanitarios, lo que habría convertido a las vacunas en mercancías sujetas a la oferta y la demanda, disponibles únicamente para el mejor postor. Ese riesgo se encuentra conjurado porque todo mexicano que desee una vacuna ya la ha obtenido, y las autoridades de Salud las seguirán garantizando en las tres versiones ya mencionadas. Por lo tanto, adquirir las de marcas específicas no afectará la provisión para el público general, sino que será una cuestión de preferencias personales, estén basadas en la información más actualizada acerca de las virtudes de cada biológico, o procedan del esnobismo imperante entre los estratos socioeconómicos más altos. Sin embargo, la manera en que actuaron durante la emergencia las farmacéuticas y los adalides del libre comercio
entre la clase política, los medios de comunicación y la academia constituye un crudo recordatorio de que, bajo el capitalismo, el dinero siempre se antepondrá a la vida.