El camino recorrido por la revolución de las conciencias es el más importante de los intangibles de la Cuarta Transformación y sería necio negarlo: en los cinco años que van de la presidencia de Andrés Manuel López Obrador (AMLO), o mejor aún, en las casi dos décadas que tiene este movimiento, si se cuenta a partir de la movilización contra el desafuero, se ha logrado extender en amplios sectores de la sociedad la certeza de que la corrupción es y ha sido la mayor de las miserias nacionales; se ha avanzado mucho en la difusión y aceptación de una ética contraria al egoísmo individualista y basada en la solidaridad y la generosidad; la nefasta prédica de la competitividad, la rentabilidad, la productividad y la acumulación de riqueza personal como virtudes económicas principales ha ido remitiendo en favor de una visión centrada en el bienestar social y la cooperación. Se ha ido poniendo en evidencia el aparato de desinformación y propaganda que es el conjunto de los medios tradicionales y el valor de la veracidad y de la honestidad intelectual resulta ya una referencia deseable para muchas personas.
Desde luego, sería igualmente miope asumir que ya todo está hecho. La revolución de las conciencias es una construcción de largo aliento que tomará décadas, de acuerdo con los objetivos imaginables hoy en día, e inacabable, si se considera que la ética es dinámica y que dentro de 20 o 30 años nuevas concepciones sobre el deber ser social pugnarán por abrirse paso y por ganar el consenso.
Uno de los ámbitos en que menos se ha avanzado en la regeneración nacional es en el de las actitudes ante el poder.
Ciertamente, en el México actual es cada vez menos frecuente que alguien se atreva a confesar que aspira a una curul o una presidencia municipal porque quiere enriquecerse con el cargo –una expresión cínica que no era rara hasta hace unos años–, y ello es así porque el combate a la corrupción no sólo ha rendido espléndidos frutos presupuestales y administrativos sino que también ha resultado una enseñanza social. Al tinglado legal le falta mucho para ser óptimo en esta materia y en exasperante abundancia brincan los ejemplos de personajes sobre los que pesan sobradas y fundamentadas sospechas de corrupción y que, sin embargo, no pisan los tribunales –y menos la cárcel–, tanto porque seguimos arrastrando leyes y reglamentos que la solapan como porque el Poder Judicial está podrido y muchos de sus integrantes son obstructores de la justicia a tiempo completo y experimentados encubridores de corruptos. Pero a falta de recursos legales, el de la exhibición pública, tan recurrente en las mañaneras de AMLO, ha mostrado su eficacia. Ningún infractor de la ley quiere ir a la prisión, claro, pero la mayoría de ellos tampoco desea perder su honorabilidad.
En las filas de la 4T, partidistas o no, se censura la ambición de cargos motivada por razones monetarias, pero en este movimiento y también, desde luego, en el campo de la oposición, no suele verse como algo negativo el que las razones de tal ambición residan en la arrogancia, la infatuación y la sed de notoriedad y prestigio. En el recientemente concluido proceso de selección que colocó a Claudia Sheinbaum como máxima dirigente del movimiento había visiones de país y de sociedad inequívocamente diferentes. Pero había también, como en la mayor parte de las pugnas por gubernaturas, senadurías, diputaciones y cargos municipales, el afán de poder mondo y lirondo, nutrido por la necesidad personal de lo que se conoce como brillar en sociedad.
Esta ambición da por resultado rencores, enemistades y fracturas y, a fin de cuentas, la perversión del correcto sentido del poder, el cual debe ser puesto para servir a los demás y no para servirse o para satisfacer necesidades íntimas relacionadas con egos maltrechos. No es infrecuente que cuando alguien no resulta seleccionado en un proceso interno sea presa de una frustración incontrolable y si el colectivo opta por alguien más, la experiencia le resulte tan agraviante como si su mamá le hubiera dicho “no te quiero”.
La única manera de ir erradicando estos accidentes político-personales es insistir en la noción de que aquí nadie es la última Coca-Cola del desierto, generar la capacidad de asumir que tal vez haya personas más adecuadas para el cargo que se añoraba y de entender que, así como nadie es indispensable, todos somos necesarios, que cada cual tiene un sitio en el movimiento y que todos los sitios valen lo mismo por la sencilla razón de que todos los seres humanos son iguales ante la ley y deben ser iguales para la moral.
En este terreno nos siguen faltando, en el movimiento y en el país en general, modestia, visión autocrítica y generosidad; es tarea del primero contagiar de esas virtudes al segundo y para ello debe inculcarlas en sus propias filas.