Durante décadas, la selección mexicana celebró partidos amistosos en Estados Unidos con la certeza de asegurarse un porvenir económico. Al ser un negocio rentable para dueños y federativos, la relevan-cia de sus rivales –muchos de ellos fuera del ranking FIFA– no era más importante que las ganancias que se obtuvieran en los estadios. Algunas cosas cambiaron tras el pasado Mundial, como la tranquilidad con la que el Tricolor solía ganar sus compromisos. Lo que antes era un juego recreativo, ahora produce preocupación con el empate 3-3 ante Uzbekistán en el Mercedes-Benz Stadium, en Atlanta.
Sin experiencia en Copas del Mundo, los jugadores uzbekos –co-nocidos en el futbol de Asia como Lobos blancos– mostraron sus colmillos afilados como si se tratara de una final internacional. Es cierto que no contaron con las mismas herramientas que el conjunto nacional, cuyos atacantes militan en clubes de Europa y son dirigidos por entrenadores de élite. Pero en el catálogo de su filosofía asomó un plan para derrocar los prejuicios que rondaban en las gradas, donde cientos de aficionados presagiaban un marcador de escándalo.
Serias dudas
A diferencia de otros procesos en los que cada victoria inflaba más el pecho de los mexicanos, esta vez Uzbekistán –lugar 74 en la clasificación de FIFA y con mayoría de elementos del futbol local– atacó los mismos problemas que en pasados partidos hicieron daño en el proyecto de Jaime Lozano; entre ellos, la derrota contra Qatar en la Copa Oro. Cuando encontraron el momento justo, los asiáticos condujeron con aplomo su desempeño colectivo y, con un cabezazo de Bobur Abdikholikov (18) entre Kevin Álvarez y Gilberto Sepúlveda, lograron el 1-0 en el arco de Guillermo Ochoa.
Ante un inicio especialmente frustrante, las dudas comenzaron a aparecer. Lejos habían quedado los antecedentes que engrandecían la presencia del Tricolor en el país del norte, sucursal de históricas goleadas y victorias apabullantes. A medida que Uzbekistán se convertía en un enigma indescifrable, el equipo de Lozano martilleó por todas las rutas posibles hasta conseguir el empate, casi de forma circunstancial. En medio de varios defensores dentro del área, Roberto Alvarado punteó la pelota antes de perder el equilibrio y Raúl Jiménez cambió su dirección para marcar el empate (21).
Todo pareció volver a su punto de origen. Pero los uzbekos, que tras la disolución de la Unión Soviética disputaron en 1992 su primer partido internacional, mantuvieron el deseo a flote de llevarse pues-to el negocio de los mexicanos. Con esa comodidad que a veces produce el desconocimiento, Azizbek Turgunbaev (45+1) recuperó la ventaja hacia el descanso y obligó al cuerpo técnico de Lozano a replantearse varias preguntas.
Sin que nada pudiera cambiar a falta de 10 minutos para el silbatazo del árbitro, Jiménez (81) y Uriel Antuna (89), este último tapando un despeje que terminó en gol, ofrecieron los últimos destellos de energía en el Tricolor luego de sumergir-se en un desempeño marcado por muchas interrogantes. Cuando el sufrimiento parecía apagarse, algo pareció despertar el olfato de Otabek Shukurov (90+2), quien estudió durante toda la noche los movimientos de Ochoa y, al notar que su destreza era poca en el juego aéreo, hizo el 3-3 en un tiro libre que se le fue de las manos (90+2).
De ser un lugar seguro, la gira por Estados Unidos ratificó el momento por el que atraviesa el combinado nacional desde el pasado Mundial. Ni Australia (2-2) ni Uzbekistán, cuya tradición futbolística es mínima, resultaron ser rivales de menor categoría.