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El exorcista: medio siglo de penumbra / La Semanal

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Cartel promocional tomado de https:// www.aullidos.com/noticia/35302/el-exorcista- 30-imagenes-promocionales
23 de julio de 2023 09:26

Este espléndido ensayo ofrece una mirada ampliamente documentada sobre el contexto histórico y cultural en que se filmó la película de William Friedkin (1935): 'El exorcista' en 1973, a partir de un guión de la novela homónima de William Peter Blatty (1928-2017). Una película que marcó un hito en la producción de cine de terror y cuya influencia es aún vigente: “Durante dos horas, en el espectador emerge uno de los instintos primarios de la especie: la existencia del mal como una entidad profunda y atemporal.”

En el invierno de 1973 un mundo parecía desmoronarse mientras otro, incierto, emergía de los escombros. Tras casi nueve años de intervención colonial, desvencijado, el ejército estadunidense huía de Vietnam. Mientras, la misma administración vigilaba desde Washington el golpe militar contra la Unidad Popular chilena. Se inauguraron las torres gemelas del World Trade Center y Nixon fue reelecto, a pesar de que el escándalo Watergate ya se acercaba, como el rumor subterráneo de un sismo. El peronismo volvió al poder en Argentina, murieron Bruce Lee y John Ford, estalló la crisis del petróleo, la guerra de Yom Kipur y varias bombas del Ejército Irlandés (IRA). Los cuatro Beatles lanzaron discos solistas, Queen su álbum debut y Pink Floyd The Dark Side Of The Moon. En México, el profesor Lucio Cabañas fundó el Partido de los Pobres frente a la andanada echeverrista. Crecían las desapariciones de la guerra sucia. Se fundaba Televisa. Todo sucedió en 1973. Para clausurar ese año convulso e impredecible, el día después de Navidad, en veinticuatro salas de Estados Unidos se estrenó la sexta película de William Friedkin: El exorcista (The Exorcist) y el cine de horror cambió para siempre.

En el verano del ’71, dos años antes, la novela homónima de William Peter Blatty había sido publicada por Harper & Row con altísimas ventas. Para entonces, un hedor a miedo y pesimismo se había apoderado del discurso público estadunidense, y aunque la historia de una posesión demoníaca parecía una forma burda de evasión para leer en el Metro, en el fondo decía algo importante sobre la psique estadunidense y su banalización del mal. La guerra en Asia había desgastado tanto el tejido y alimentado la tensión, que cualquier otra noticia parecía una extensión natural de esa psicosis. La matanza estudiantil en la Universidad de Kent State a manos del ejército, la cadena de homicidios perpetrados por la Familia Manson, la represión al movimiento por los derechos civiles –incluidas las muertes de Martin Luther King y Malcolm X– e incluso el homicidio a manos de los Hell Angels durante el concierto de The Rolling Stones en Altamont alimentaban un ánimo enrarecido y sombrío.

El Mal, con mayúscula

Pero las mitologías del diablo y la sociedad estadunidense eran íntimas desde su fundación.

El Mal, con mayúscula, fue una sombra omnipresente para las comunidades puritanas que fundaron las colonias del este. Piénsese en Las brujas de Salem (1952), de Arthur Miller, o La bruja (2015), de Robert Eggers, como coordenadas de ese temor antiguo y profundamente anglosajón: el de demonios viriles y salvajes que ocupan los cuerpos de mujeres jóvenes, casi niñas, para germinar la semilla de maldades ancestrales y envenenar a la comunidad que las rodea. El exorcista está ambientado en Georgetown y parte de un caso supuestamente documentado años atrás en Maryland: dos antiguas colonias puritanas con fuertes raíces en esa tradición del folclor demoníaco.

En buena medida, el cine que hoy agrupamos bajo el signo de Nuevo Hollywood le debe su cochambre urbano, su desencanto cínico y sus personajes fracturados a un clima social tan tenso o más que el de las cazas de brujas y el antiguo paganismo de la costa este. La sociedad estadunidense de postguerra, acostumbrada al crecimiento sostenido, al brillo de electrodomésticos nuevos, la sonrisa de Doris Day y la estabilidad de los suburbios se estaba desmoronando. En 1973 no se señalaba como responsable al demonio, pero sí a símiles que para ciertos discursos del conservadurismo yanqui equivalían a la presencia incuestionable del maligno: el bloque comunista, el movimiento jipi, la liberación sexual, los Panteras Negras, el magnicidio de Kennedy, la píldora anticonceptiva o la cadera de Mick Jagger.

En lugar de la sonrisa de Audrey Hepburn, los bailes de Gene Kelly o los hoyuelos de Cary Grant, a inicios de los setenta el cine hollywoodense de estudios ofrecía como protagonistas a parias disfuncionales, criminales (El padrino, 1972), taxistas con la mente calcinada (Taxi Driver, 1976), madres solteras en fuga perpetua (Alicia ya no vive aquí, 1974), homicidas adolescentes (Malas tierras, 1973), policías de práctica cuestionable (Serpico, 1973; Harry el sucio, 1971) y salvajes allanamientos de morada en hogares de clase media (Perros de paja, 1971; Naranja mecánica, 1971).

El infame Código Hays de conducta moral acababa de ser derogado y las pantallas podían devolverle a Estados Unidos el reflejo torcido de su propia psique: una Babilonia cuarteada.

Cine de arte o de estudio, pero para todos

En ese momento y con apenas treinta y cinco años encima, William Friedkin ya era un cineasta sólido, pendenciero, brillante y bravucón, hijo de un comerciante de pescado y una enfermera, que había dirigido Contacto en Francia (The French Connection, 1971) para 20th Century Fox. Les había pagado la confianza con cinco Oscar de vuelta, incluyendo los de Mejor película y dirección. Tenía ascendencia judía y se había curtido en televisión dirigiendo episodios para Alfred Hitchcock presenta (1955-1965). A pesar de su actitud respondona hacia el establishment y de adorar el cine de la nueva ola francesa, se había enamorado de la hija de Howard Hawks y se enorgullecía de hacer “películas que pueda entender y disfrutar mi tío, que vende carne en su tienda de Chicago”. Quería hacer cine de autor, pero también tener un Oscar en la repisa y cobrar cheques de seis dígitos. Contacto en Francia le permitió las tres cosas.

Pero se sabe que en las catacumbas de Hollywood los premios son una manzana bañada en veneno. Para un director joven como él, el proyecto que sigue a un Oscar puede consagrarle o hundirle en el oprobio, en función siempre de los dólares y la taquilla. Lejos de reincidir en el sendero del realismo policíaco o el drama urbano, Friedkin leyó un libreto escrito por William Peter Blatty, neoyorquino de ascendencia libanesa y guionista de comedias mediocres, a partir de su propia novela bestseller. Sin ser devoto o practicante, Blatty había rastreado el rumor de una supuesta posesión adolescente que condujo al exorcismo mencionado en Maryland, en 1949. Resultó que tanto el escritor como el cineasta habían perdido recién a sus madres. Ambos atravesaban un duelo que, quizá, terminó sublimado en el personaje de Karras (Jason Miller), un cura carcomido por el remordimiento de haber internado a su madre (Vasiliki Maliaros) poco antes de su muerte.

La contracultura como negocio

A inicios de los años setenta, el ambiente al interior de Warner Bros. estaba muy lejos de la fábrica de franquicias insulsas y reciclables que conocemos hoy. Dos productores ejecutivos, John Calley y Jerry Weintraub, habían logrado que un documental sobre jipis, cannabis y guitarras como Woodstock (1970) embolsara más de 16 millones en salas comerciales. Así, mientras otros estudios transnacionales como Columbia, Fox o United Artists seguían produciendo El violinista en el tejado o Nuestros años felices para la clase media, Warner se embarcó en una decisión arriesgada tras otra, ya fuera distribuyendo en salas comerciales a cineastas europeos de alto calibre –como Truffaut con La noche americana (1973) o Visconti con Muerte en Venecia (1971)– o dando luz verde a proyectos de jóvenes que habrían sido despreciados por cualquier otra junta directiva, como Martin Scorsese (Malas calles, 1973), John Boorman (Amarga pesadilla, 1972) o Terrence Malick (Malas tierras, 1973).

Como estudio, Warner Bros. había conseguido la alquimia imposible de convertir a la contracultura en negocio. En Reino Unido enfrentaba procesos legales causados por La naranja mecánica (1972) y los usaba como argumento de marketing en otros países. Se entiende que una productora con esa actitud, que leía tan bien el panorama de la psique estadunidense en aquellos años convulsos, pusiera un presupuesto de 12 millones en un proyecto que involucraba a una adolescente lacerando sus genitales con un crucifijo de metal mientras recitaba obscenidades. Esa escena, entre otras, estaba varios pasos más allá de los límites considerados naturales para un estreno comercial. Pero las fronteras de la provocación y lo tolerable estaban cambiando, como recién había demostrado Harold y Maude (1971), una comedia sobre el suicidio y el romance entre un adolescente y una septuagenaria.

Además, el mismo año en que Calley y Weintraub aprobaron la producción del guión de Blatty, El padrino (1972) había mostrado que el cine de factura industrial era capaz de plantear claroscuros morales y personajes amargos sin renunciar al éxito popular. Pero El exorcista implicaba un descenso más profundo en la frontera entre complejidad y repulsión. La tortura física y psiquiátrica de una niña era, en más de un sentido, un terreno más hostil que la cabeza cercenada de un caballo. Con esas reservas flotando en el aire, El exorcista empezó a filmarse el 14 de agosto de 1972. El rodaje en Georgetown (Washington, D.C.) y Nueva York estaba planeado para menos de quince semanas; doscientos días después, Friedkin seguía filmando.

Alimento para el horror

Todo el cine que exija del espectador un pacto para suspender su incredulidad y abandonarse a la ilusión de una diegesis enrarecida, distinta a la realidad que habita, constituye un delicado truco de magia. Anestesia el sentido común para abandonarse a la inmersión. Sólo así el cine, onirismo consensuado, puede convencernos de la presencia de Nosferatu, de un cohete clavado en el ojo de la luna o de la tragedia de un gorila enamorado que se deja caer de un rascacielos. Si El exorcista pervive como una ofrenda devota al poder de las imágenes, es porque no exige de su audiencia ningún culto ni credo. Durante dos horas, en el espectador emerge uno de los instintos primarios de la especie: la existencia del mal como una entidad profunda y atemporal.

Una maldad física, que huele y habla, que tiene nombre y memoria, un mal que brota desde el fondo de los tiempos y no tiene principio ni fin. Pazuzu. La bestia. El maligno. El origen de todos los miedos y todos los males, que antecede incluso a lo humano como emperador de la oscuridad. Quizá el logro mayor de la película de Friedkin y Blatty sea ése: alimentar un horror con el que cualquiera puede comulgar más allá de la adscripción de su fe o de su ausencia.

Uno de los méritos más perdurables de la cinta está sin duda en su elenco. Pocas veces el cine de horror se había puesto al servicio de intérpretes considerados serios, pero Friedkin sabía que la capacidad de asombro de su película tenía que ampararse en actores y actrices capaces de transmitir verdad humana a través de lo inenarrable. Ni Ellen Burstyn, ni Max Von Sydow ni Jason Miller habían incursionado antes en el terror. Ella había trabajado con cineastas fundamentales para el cine independiente como Peter Bogdanovich, Bob Rafelson o Paul Mazurski; Miller estaba haciendo una carrera sólida en Broadway y Von Sydow conocía a fondo las crisis de fe, siendo el alter ego indispensable de Ingmar Bergman. Al centro de todos estaba la apuesta más arriesgada de todas: Linda Blair, una niña de doce años, cristiana y nacida en Misuri, cuya experiencia se limitaba a comerciales y televisión regional.

La película no funcionaría sin anclar su temor en esa dimensión humana. Antes de conocer al demonio, estamos ya inmersos en una crisis de otra naturaleza. La ciencia médica, los revulsivos estudios clínicos a los que es sometida Reagan resultan tan hórridos, o más, que la posesión. Se podría acusar a El exorcista de cierto oscurantismo o negacionismo radical. Después de todo, para ejercer su embrujo la película nos sitúa en una postura en la cual la medicina, la psiquiatría y la razón son doblegadas por la presencia del Maligno que se instala, además, en un hogar de mujeres independientes. La vida plácida de Chris, Reagan y la asistente Sharon (Kitty Winn) no precisa de figuras masculinas, y el demonio parece castigar la osadía tomando como presa a la virgen: un motivo recurrente en los relatos del folclor pagano. Si en todo ello hay un trasfondo freudiano, como ha sugerido Peter Biskind a partir del personaje de Karras (Jason Miller) y el fantasma culposo de la madre muerta, es sólo una de las posibles vías por las que podemos entender la poderosa conexión entre la película y nuestros miedos profundos.

Con El exorcista el cine estadunidense de horror alcanzó una madurez que le había sido negada por décadas, relegándolo al autocinema, los programas dobles o a las mazmorras del cine B. Sin duda, Friedkin y Blatty recogieron una herencia sólida que incluía a antecesoras como El bebé de Rosemary (1968) o Psicosis (1960), pero con ella marcaron un punto y aparte que permitió al terror tener la misma consideración que otros géneros dramáticos. Sólo en los años siguientes, Alien (1979), Carrie (1976) o El resplandor (1980) sirven como muestra de la altura alcanzada por el horror cuando se produce no como atracción de feria, sino como cine. El exorcista fue la primera película de miedo o suspenso nominada a un Oscar como Mejor película, algo que sólo se repitió en otras cuatro ocasiones (Tiburón, 1975; El silencio de los inocentes, 1991; Sexto sentido, 1999; ¡Huye!, 2017).

Los detalles del diablo

Cinco décadas después, El exorcista mantiene una capacidad casi universal para apelar a nuestros miedos. En México pudo verse en salas de estreno o de primera corrida como el Roble, Polanco, Cinema Galaxia, el Pedro Armendáriz de Churubusco, en el Pedregal 70, el Tlalpan, Cinema Premier o los cines Valle Dorado, con la misma mezcla de repulsa, atracción, conmoción y anécdotas que en cualquier otro país: gritos y llantos, limpieza de vómitos entre una función y otra, espectadores saliendo a la mitad con cara lívida, algunos dispuestos a presentar una queja por el mórbido espectáculo. En España, las filas interminables a las afueras del Cine Callao, sobre la Gran Vía, coincidieron con los meses finales del franquismo agonizante y terminaron por ser parte del necesario destape de una sociedad largamente anquilosada y reprimida.

A medio siglo de distancia, El exorcista mantiene un poderío casi intacto para hurgar en rincones olvidados de nuestra conciencia para convencernos, en un trance asfixiante de dos horas, que el mal existe más allá de nuestras fuerzas para controlarlo a través de la razón. Revisitarla hoy, por primera o enésima vez, sigue confrontando nuestra capacidad de asombro con su imaginario de visiones dantescas, sonidos imaginados por el Bosco y personajes torturados. Véase de nuevo, poniendo atención en los gestos mínimos y su montaje preciso, en su habilidad narrativa y en el delicado balance entre lo que vemos y aquello abierto a la imaginación. Las sorpresas estarán ahí para quien las busque.

 

 

 

 

 

 

 

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