Buenos Aires. La tasa de suicidios en Uruguay volvió a aumentar el año pasado, ubicándose en un nivel récord que consolida al pequeño país como un caso atípico en la región.
En 2022, la nación sudamericana registró una tasa de suicidios de 23,3 muertes por cada 100 mil personas —un total de 823—, que rebasó el récord de 21.6 establecido en 2021, según cifras difundidas esta semana por el Ministerio de Salud Pública.
“Las tasas de suicidio han venido en aumento desde el año 90 a la fecha, con unas bajadas mínimas en algunos años”, dijo el psicólogo Gonzalo Di Pascua, miembro de la Coordinadora de Psicólogos del Uruguay, quien ha estudiado este fenómeno ampliamente. “La pandemia (de covid-19), como en varias áreas de la salud y de la salud mental, más que nada lo que hizo fue agudizar un proceso que ya se venía dando, que era que la tasa de suicidio venía en aumento”.
Uruguay es por mucho un caso atípico en el continente americano, donde la tasa promedio de suicidios fue de 9 por cada 100 mil personas en 2019, según las cifras disponibles más recientes de la Organización Mundial de la Salud.
La alta tasa de suicidios en Uruguay contrasta con la percepción del país como un ejemplo de estabilidad económica en el cono sur. Entre todas las naciones sudamericanas, Uruguay ocupa el lugar más alto —el 28— en el índice global de felicidad elaborado por las Naciones Unidas, en comparación con el 49 de Brasil y el 52 de Argentina.
Sin embargo, ambos vecinos de Uruguay tienen tasas de suicidio mucho menores: Argentina 8,4 por cada 100 mil personas en 2019 y Brasil 6,9.
Eduardo Katz, director del departamento de salud mental en la Administración de los Servicios de Salud del Estado (ASSE), dice que parte de esa disparidad podría deberse al menos a un “subregistro en países vecinos”, aunque reconoció que también inciden otros aspectos.
“Otro factor muy importante es que hay muy poca adherencia a la religiosidad en Uruguay” en comparación con los países vecinos, dijo Katz, quien subrayó que ver al suicidio como un pecado “también genera una medida de contención y freno”.
Los expertos también conjeturan que la pequeña población de Uruguay —unos 3 millones de personas en total— hace más difícil que la gente con problemas de salud mental busque ayuda por temor al qué dirán entre los integrantes de su comunidad.
“Somos pocos y nos conocemos todos”, declaró Katz. Hay también un fuerte estigma en contra de pedir ayuda.
“Uruguay sigue teniendo el prejuicio de que la salud mental es para locos”, dijo Di Pascua. “Sigue habiendo mucho prejuicio en cuanto a hablar de salud mental y mucho más cuando hablamos de suicidio”.
Esa situación se acentúa más en las zonas rurales, que tienen las tasas de suicidio mas altas, y entre los hombres, a los que corresponden ocho de cada 10 casos en el país.
“El hombre no se expresa cuando se siente mal porque tiene una interdicción social, una prohibición social por el falso machismo que existe de decir ‘estoy triste’, ‘me siento mal’”, dijo Katz. Eso “es visto como un símbolo de debilidad”.
A pesar de que padece altas tasas de suicidio desde hace años, Katz dijo que Uruguay apenas ha comenzado a modificar su enfoque para enfrentar ese flagelo.
El sistema de salud no le ha dado prioridad a que se estuviera “disminuyendo la demanda, es decir, trabajando en prevención”, manifestó Katz. “Es lo que estamos empezando a hacer ahora”.
Di Pascua, por su parte, dijo que Uruguay ha tenido desde hace mucho tiempo “una mirada muy individual en la persona que hace el intento y no en una solución que sea más de carácter comunitario”.
A pesar del cambio reciente en el enfoque, hay poco optimismo de que redundará en una variación inmediata en las altas tasas de suicidio del país. “Obviamente no hay una varita mágica que haga que tal tendencia se revierta de un día para el otro. No, esto va a llevar bastante tiempo”, señaló Katz. “Es muy difícil revertir una tendencia, pero yo tengo fe que lo vamos a lograr”.