Ciudad de México. La muy escénica plaza de Tlaxcoaque ha sido remodelada, con jardineras y jacarandas. En medio, la pequeña joya del siglo XVII, la capilla de la Concepción de Tlaxcoaque, que dio su nombre a este barrio de gente trabajadora, ya no luce su antiguo tezontle, hoy pintada de naranjas y amarillos. Por las tardes se reúne ahí un grupo de muchachas a practicar el juego de pelota mexica. Los transeúntes van o vienen. Nadie repara en la rampa que se abre a un costado y baja al subsuelo, siempre a oscuras. Su reja negra siempre está cerrada.
Esa es la entrada al sitio donde operó, en las sombras y con patente de corso, la policía capitalina: el Servicio Secreto, la Dirección General de Policía y Tránsito, la División de Investigaciones para la Prevención de la Delincuencia (DIPD), durante tres décadas. Fue uno de los escenarios donde el Estado cometió graves violaciones a los derechos humanos –detenciones ilegales, tortura como práctica rutinaria, probables asesinatos y desapariciones forzadas– y va camino a reconstruirse como un sitio de memoria a partir de los relatos y denuncias de sus víctimas, los sobrevivientes, sus allegados y testigos. Y algunos perpetradores que también se han acercado a testificar.
El edificio de la DIPD, una construcción del modernismo arquitectónico mexicano de los años 60, obra del despacho Sordo Madaleno, fue demolido en 1986 por los daños sufridos en el terremoto del 85. En su lugar hay unas gradas y murales alusivos a los movimientos populares que fueron reprimidos en aquellas décadas.
Pero la construcción del subsuelo todavía existe: un laberinto de concreto sin ventanas, con pasadizos, recovecos que alguna vez fueron salas de tortura, crujías, galeras, celdas donde aún se pueden apreciar, prendidas del techo, las vigas metálicas que soportaban los barrotes. Luego de recorrer esos pasillos que se cortan de pronto y viran hacia la derecha o la izquierda, iluminados apenas con las luces de los celulares, caminar detrás de un par de policías que preceden al grupo para asegurar la zona
, sorteando la suciedad de una comunidad de gatos (al parecer), vislumbrar los espacios sucios y húmedos donde fue encerrada y torturada tanta gente, resulta por lo menos una experiencia opresiva.
Una prisión asfixiante y aterradora que fue dominio de lo que Carlos Pérez Ricart, investigador del Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE), integrante del Mecanismo de Esclarecimiento Histórico (MEH), describe como uno de los organismos del Estado más represivos en los años del autoritarismo; una corporación contaminada de arriba abajo por la corrupción y la crueldad extrema
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Lo que pasó allá abajo empieza a salir a la luz. Ex guerrilleros sobrevivientes, familias, participantes de las múltiples disidencias políticas y sociales, estudiantes, artistas de la comunidad cultural inconforme de la época, pero también mujeres de la comunidad trans, adultos que fueron niños de la calle, antiguos jipis, testigos e incluso algunos agentes retirados con valor suficiente, se han acercado al MEH a dejar constancia de lo vivido, en el marco de las jornadas de toma de testimonios que comenzaron en febrero de este año.
Sobre sus perspectivas y la idea de levantar, a partir de estas verdades narradas por las víctimas, un sitio de memoria en Tlaxcoaque, hay opiniones diversas.
Expectativas, reservas, ilusiones
Para la maestra Consuelo Solís, la esposa del líder guerrillero Genaro Vázquez Rojas, se trata, simplemente, de hacer lo justo. Y cree, como buena pedagoga, que así puede quedar para las generaciones de hoy y de mañana, que poco saben de los pasos de su esposo y su familia por abrir las brechas de un México menos desigual, una lección de lo que fueron aquellas batallas.
Los sótanos de Tlaxcoaque que todavía existen son un laberinto de concreto sin ventanas, con pasadizos, recovecos que alguna vez fueron salas de tortura, crujías, galeras y celdas.Foto Alfredo Domínguez
Para Nacha Rodríguez, del movimiento estudiantil del 68, presa días después de la noche de Tlatelolco, el proyecto es más controversial. No voy a participar en este proyecto si no se divulga la verdadera historia de todo lo que pasó ahí. Hasta ahora, en este gobierno yo no he visto justicia, ni del 2 de octubre del 68, después de 53 años
.
Para un grupo de mujeres trans, hoy de la tercera edad, que pasaron sus años jóvenes acosadas por la policía e internadas una y otra vez en este centro de tortura, la propuesta es incompleta si no tiene, al final del camino, un resultado concreto: la reparación del daño, “al menos un resarcimiento que compense lo que ellos nos quitaron, que fue la posibilidad de ser mujeres plenas y no sólo ‘buenas para la ficha”, que es como nos ven en esta sociedad heteronormada”.
Pero para María del Carmen Alonso, una mujer trabajadora, que de niña vivió en la calle y cayó repetidamente en las redadas de la secreta
, que encarcelaba y torturaba a menores, poder hablar de su sufrimiento en Tlaxcoaque la hace sentir que, finalmente, está en el mapa de este país: Hasta que al fin se acuerdan de nosotros; que todos sepan lo mal que nos fue a nosotros, los niños, en ese lugar tan feo
.
El expediente de Tlaxcoaque es sólo uno de los muchos fondos documentales abiertos para atravesar el proceso de verdad y esclarecimiento de la violencia mediante jornadas de toma de testimonios del MEH. Abarca de 1965 hasta 1990 en todo el país. Esperan lograr la aportación de más de 3 mil declarantes.
En este camino ya hubo audiencias públicas en Guerrero, Chihuahua, Sinaloa y Zona Centro (Ciudad de México, Puebla, Morelos, Hidalgo).
¿Y por qué? Algunas hipótesis
En la audiencia de la Zona Centro, que se realizó en el Centro Cultural Tlatelolco en mayo, David Fernández, otro comisionado del MEH, adelantó algunas de las hipótesis que deben estudiarse acerca de las razones por las que confluyeron en ese sitio de tortura las violencias del Estado contra víctimas tan diversas, y no únicamente por razones contrainsurgentes o de control político. Fueron blanco de estos delitos de lesa humanidad las insurgencias y las disidencias sociales, las divergencias sexuales, población juvenil, estudiantil y contracultural. Y los más vulnerables: los niños de la calle.
“La primera hipótesis –analizó Fernández, jesuita, rector de la Universidad Iberoamericana– es que estas agresiones no están desvinculadas, son facetas de un mismo ejercicio violento. La segunda, los perpetradores, al perseguir y reprimir por igual a las guerrillas que se rebelaron contra el Estado y a quienes sólo ejercían su derecho a ser diferentes, tenían autorización de las altas esferas del gobierno para la extorsión y la gestión del crimen organizado. Se les aseguraba la impunidad como una retribución. Y tercera, frente a una sociedad ultraconservadora, el gobierno se legitimaba socialmente ante sectores que condenaban moralmente a estas disidencias, los jipis, las bandas juveniles, la comunidad LGTB+, los trans”.
Por considerarlo una deuda histórica
con la Ciudad de México, la fiscal general de justicia de la capital, Ernestina Godoy, anunció en septiembre del año pasado la apertura de una carpeta de investigación judicial contra quienes resulten responsables de los siguientes delitos cometidos en ese sitio: detención arbitraria, desaparición forzada y desaparición forzada transitoria, ejecución extrajudicial, sumaria o arbitraria, prisión por motivos políticos, tortura y malos tratos, violencias contra niños, niñas y adolescentes, violencia y tortura y sexual.