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Adolfo Gilly / Pedro Salmerón Sanginés

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El escritor Adolfo Gilly en entrevista para 'La Jornada', el 18 de Abril del 2002. Foto Marco Peláez
05 de julio de 2023 07:30
Seis años antes de que yo naciera Adolfo Gilly fue internado en la prisión de Lecumberri por luchar por la liberación de nuestra América. Dos años después la prisión se llenó con muchachos y maestros encarcelados por desafiar al autoritarismo, y el internacionalista nacido en Argentina el mismo año que el Che Guevara, y los dos viejos sindicalistas, se rodearon de compañeros. Con sus racionadas lecturas carcelarias y sus enriquecedoras discusiones con los otros presos escribió un libro de afortunado título: La revolución interrumpida.

Su libro era un desafío a la historia priísta dominante, desde que plantea que “la historia de las revoluciones –escribió León Trotsky– es para nosotros, por encima de todo, la historia de la irrupción violenta de las masas en su propio destino”, y la historia que cuenta el libro de Gilly es la de la irrupción violenta de las masas campesinas que en un momento dado de su trayectoria pudieron gobernar sus destinos, pero que fueron sometidas por una minoría que recuperó el mando e interrumpió un proceso real y tangible.

Los protagonistas del libro son los campesinos que formaron los ejércitos de Villa y Zapata, los soldados de esa Revolución derrotada. Y aunque partió de un esquema marxista clásico, Gilly encontró que en el seno de una revolución democrático-burguesa se gestó un poderoso movimiento campesino acaudillado por Villa y Zapata que, en su avance, destruyó las fuerzas de la reacción. Y si bien es cierto que para Gilly, al no encontrar los campesinos a su dirigente natural, el proletariado, no fueron capaces de plantearse la lucha por el poder y al final fueron vencidos, lo que hizo Gilly, lo que nos trajo, fue poner en el centro del debate la revolución social realmente existente: la de Zapata y Villa. Y aunque derrotados, la potencia de su movimiento obligó a la revolución burguesa a incorporar a su programa las demandas que le dieron un carácter popular a la revolución nacionalista burguesa.

Así, con un sólido sustento teórico, aunque las condiciones en que escribió el libro le impidieron la consulta de materiales de primera mano, presentó la revolución campesina como otra revolución y nos mostró que los ejércitos campesinos tuvieron una dirección campesina que actuó con autonomía frente a la dirección burguesa, ya no de la revolución, sino de la otra revolución, a la postre victoriosa.

Todo en el libro de Gilly apuntala estas dos novedosas ideas, empezando por la estructura misma del trabajo. Una prosa atractiva y convincente, bien distinta de los anteriores ensayos protomarxistas, obliga al lector a no dejar la lectura. Así, la revolución empieza, realmente, cuando los campesinos armados rebasan a la dirección burguesa de la revolución, que quiso detener ésta en mayo de 1911 y empiezan a resolver desde abajo, con sus métodos directos y claros, sin esperar leyes ni decretos, el problema de la tierra.

Nunca olvidaremos el título clave que nos explica al zapatismo, La Comuna de Morelos, ni la manera en que nos presentó al villismo, ¡al fin!, como un ejército revolucionario:

La División del Norte es una de las mayores hazañas históricas mexicanas. Su organización fue el punto de viraje en la guerra campesina y en la revolución. Las masas del norte del país y las que se sumaban en su avance, se incorporaron a ella, la organizaron de la nada y contra todos, le dieron su tremendo empuje, alzaron a uno de sus propias filas, Francisco Villa, como el mayor jefe militar de la Revolución, barrieron en el camino con cuanto se les puso por delante.

Ahí estaba la revolución popular, la revolución social: en Villa y Zapata y en los campesinos armados. No la habíamos visto, la creíamos una revolución meramente regionalista, a remolque de la que entronizó al PRI. Y también nos mostró de la manera más hermosa posible la cresta de la ola, en el desfile triunfal de zapatistas y villistas en la Ciudad de México, una soleada y fría mañana de diciembre.

Y ahí estuvo Adolfo, siempre donde lo mandaban sus ideas y su enorme corazón, su figura delgada, su voz suave con ese deje de acento porteño que nunca terminó de perder. Nos llevó luego al cardenismo y su utopía, y al neocardenismo; al zapatismo y su utopía, y al neozapatismo; a la permanente discusión teórica y a la permanente y eterna bondad de su generoso corazón.

Larga vida, Adolfo, maestro, amigo, camarada. Nos rencontraremos.

 
 

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