Cesar, Colombia / II. Tierra Grata se mira como un pequeño pueblo de campesinos anidado en la Serranía de Perijá, departamento del Cesar. Algo de ganado, pequeñas casas con coloridos murales bajo los árboles, un taller de costura, solares con cultivos caseros, una panadería, una ferretería, una fábrica de bloques de construcción, jardín de niños, billar, una pequeña fonda que es corazón del lugar donde se anuncia el proyecto estelar para el futuro de la comunidad, EcoTours, un programa de avistamiento de aves (1,800 especies diferentes, 68 de estas endémicas) en esta naturaleza privilegiada.
Un poco mas lejos se perfila una futura ciudadela, con calles trazadas y decenas de casas, amplias, bien diseñadas, en proceso de construcción. Cada uno, con lo poquito de dinero que va reuniendo, endeudándose incluso, autoconstruye. El plan, el sueño, es hacer 150 viviendas de 95 metros cuadrados, con jardín y patio. Se llamará “Ciudadela Bertalio Álvarez”, en nombre de uno de los fundadores de la Primera Marquetalia, donde nacieron las FARC en 1964.
También hay una Casa de la Memoria. Ahí se resguardan los objetos mas preciados de la comunidad, que revelan el origen de sus habitantes. Hasta hace siete años, eran guerrilleros del Frente 41 de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, vivían y dormían con un fusil colgado al hombro, acataban una férrea disciplina militar y habían sobrevivido a la cruenta guerra. En el centro de ese museo de lo mínimo, dos estantes llenos de los libros que los combatientes llevaban en sus mochilas.
Hoy viven el proceso de inserción a la vida civil con una mezcla de ilusión e incertidumbre.
Rodrigo Granda, uno de los siete miembros del ex secretariado de las FARC (hoy Partido Comunes), es quien hace de guía en el recorrido por este esbozo de lo que puede ser la Colombia rural en paz. Tierra Grata es uno de los 24 Espacios Territoriales para la Capacitación y Reinserción (ETCR) donde se concentraron los combatientes que hace seis años protagonizaron lo que llaman la dejación de armas.
Uno por uno, de todos los frentes, entregaron a la ONU su fusil (mas todo el equipo y munición que almacenaban en cerca de 780 depósitos).
Así, los ex guerrilleros de la noche a la mañana quedaron vulnerables en un entorno donde aun no se extinguen las violencias y los grupos armados.
El post conflicto ha sido todo menos pacífico. Desde la firma de la paz en 2016 han sido asesinados 382 firmantes de los acuerdos, cerca de 60 familiares y más de 1,200 líderes sociales, en particular defensores de la tierra y del medio ambiente.
El excomandante es actualmente representante de su partido, Comunes, en la Comisión de Seguimiento, Impulso y Verificación de los acuerdos de Paz (Cesivi). Explica que en lo que va este año, 52 mil personas han tenido que desplazarse por el acoso de grupos armados (grupos disidentes de las FARC que siguen combatiendo y bandas criminales), principalmente en Meta, Guaviare, Caquetá y Putumayo, donde el pasado mayo los disidentes Estado Mayor Central que comanda Gentil Duarte asesinaron a cuatro adolescentes que quisieron salir de la organización. En consecuencia, el presidente Gustavo Petro declaró suspendido el cese al fuego con esas organizaciones. A raíz de ese momento se intensificaron los ataques. De 24 ETCR, seis han sido clasificados como de “altísimo riesgo” y nueve más, “alto”. Tienen que ser reubicados.
Mesetas, en el departamento de Meta, ya se reubicó. Otro está a punto, ya empacando enseres, animales y todo lo construido en seis años de frágil paz. Son cerca de 750 personas que tienen que volver a empezar de cero en San Vicente del Caguán.
Aquí, zona conocida como “el balcón del Cesar”, municipio de Manaure, la policía y la Defensoría del Pueblo ya han advertido la presencia de paramilitares rearmados, Conquistadores de Sierra Nevada de Sant Marta, que se extiende desde Valledupar hasta Barranquilla y Cartagena. Hasta ahora no se han producido ataques.
“Es necesario que el gobierno del presidente Petro le pare bola (ponga atención) a esta situación”, dice Granda, “si realmente persigue la paz total. Nosotros, en Comunes, lo hemos hablado con él, con el ministro de Defensa, con la Jurisdicción Especial para la Paz, con la ONU y los países garantes. A la fecha, no hay una respuesta contundente que nos indique que se combate a profundidad a quienes están realizando estos ataques”.
Aclara: “No estamos acusando al presidente ni al alto mando. Pero sí sabemos que hay algunos oficiales que siguen aliados con la mafia”.
La paz como un deber
En la fonda del pueblo terminó el almuerzo. El café (maravilloso) está servido y la sobremesa está llena de anécdotas sobre los retos que les representa a la mayoría la vida civil. Y se levanta una voz para proclamar: “La paz es un deber”. Lo dice Wilman Aldana, que en la guerrilla tuvo como seudónimo Jairo Silver, nombre asignado por su superior porque el día de su incorporación, a los 12 años, antes de cumplir la edad reglamentaria, el chico llevaba una camiseta con un enorme caballo plateado.
Esa vocación de paz viene de un hombre que vio morir asesinados a 19 familiares a manos de militares y paracos, y vivir seis desplazamientos durante su niñez. Tomó la decisión de irse de guerrillero el día en que unos soldados llegaron a su escuela, lo eligieron a él y lo encerraron en el salón “sin dejarme salir a recreo”. Le exigían revelar el paradero de su papá, que era dirigente campesino. Y lo amenazaron con “hacerlo cachitos y meterlo a una bolsa de plástico” si no lo hacía. Wilmer ya no regresó a su casa. A pesar de esa historia de vida tremenda, o quizá por ella, ahora forma parte de los consejos para la paz y trabaja víctimas de la guerra en lo que él llama “pedagogía” de la reconciliación. Por el estilo es la historia de todos y cada uno de los 360 pobladores de Tierra Grata mas los 60 niños que ya nacieron ahí, en el postconflicto, a quienes llaman “hijos de la paz”.
Por ejemplo, Betty (es su nombre real, Patricia fue su nombre de guerra). Es una indígena wiwa, de Sierra Nevada, muy seria, de poco mas de 40 años. En la Casa de la Memoria va directo a una vitrina y saca un desgastado estuche con instrumental médico. “Siempre cargué con esto en la mochila. Fui enfermera de las FARC. Entré a la guerrilla a los 15 años con mis cuatro hermanos. Uno murió”. Ahí también está su foto con uniforme de guerrillera. Es firmante de paz y una vez que abrazó la vida civil
estudió la carrera de técnico administrativo en salud en la Universidad de Valledupar. Ya se graduó. “Y también me gradué de madre”, dice. Y sonríe por primera vez.
Señalan que no permitirán que, con las precampañas electorales, sus demandas queden en segundo plano. Foto Luis Castillo
Y de su mejor amiga Orly Guniavi Mas, que conserva su nombre arawak, que dirige el proyecto “Arando educación”. Ella no fue combatiente pero como estudiante de pedagogía en Valledupar simpatizaba con los rebeldes. Al final se casó con un exguerrillero y se asentó en Tierra Grata.
También se presenta el pajarero Diego Calderón, uno de los dos guías capacitados para las excursiones turísticas. Su singularidad es que él no fue guerrillero sino rehén de la guerrilla, uno de los miles de secuestrados con fines de canje. Pero él se adaptó tan bien a la vida de los campamentos que se incorporó con ellos, incluso en el tránsito hacia la paz. Y ahí sigue, seis años después.
Es una comunidad multiétnica, con kankuamos, wayú, wiwa y arawak del Nevado de Santa Marta. Y diversa. Obed Aguirre, de 25 años, lo explica: “Yo hago parte de la mesa de género, que es transversal LGTB+. Trabajo proyectos de juventudes gay”.
Obed creció en Barranquilla con una madre de crianza. Cuando se firmó la paz su madre biológica le pidió que fuera a verla a Tierra Grata. “Ahí me enteré de que mis padres eran guerrilleros. Vine por quince días y me quedé cinco años”. Además, Obed es todo un prospecto político de Comunes. Es candidato para concejal en la alcaldía de Manaure. Extrovertido, asegura que ha dejado de lado la parranda “porque tengo que cuidar mi reputación”. Pero de ningún modo, jura, piensa despintarse las uñas, que lleva con barniz negro. “Porque tengo que ser congruente”.
Yupkas, los vecinos nómadas
El acuerdo de paz obliga al Estado colombiano a dotar tierras suficientes a los excombatientes que dejaron las armas para hacer viable su vida civil. Pero durante los dos últimos años del gobierno de Juan Manuel Santos y los cuatro de Iván Duque esta transferencia fue mínima o nula. Y en Tierra Grata tampoco ha sido fácil.
Las autoridades locales alegan que la etnia yupka, de la comunidad Coso, reclama los territorios destinados al ETCR. A los yupkas, por el contrario, les han dicho que los excombatientes son los que ya no permiten que ellos pasen por ese territorio que históricamente han considerado como parte de su universo de pueblo nómada, que se movía entre el río Cesar hasta Maracaibo, en Venezuela.
La deforestación y expansión ganadera los han ido acorralando en espacios cada vez más reducidos. En Colombia quedan menos de 7 mil pertenecientes a esta etnia. A mitad de la mañana, por el camino que baja a Tierra Grata, aparece un nutrido grupo de niños, mujeres y hombres yupka, encabezados por el anciano jefe, Saba López Meque y su hermana, Carmen López, la sabedora de la comunidad. Cada hombre lleva un hato de pequeñas lanzas al hombro.
Rodrigo Granda y los demás jefes de Tierra Grata los reciben afectuosos y conversan. Después de conocerse y verse a los ojos, ambos grupos entendieron que sus intereses no son opuestos. Los nómadas no quieren hectáreas para sembrar sino territorio para caminar, cazar, pescar y subsistir. Los ETCR tienen toda la disposición de cooperar.
Don Saba, un viejo pequeño y macizo, se pone de pie para hablar de su cultura, del carrizo sagrado del que dependen, porque dependen de sus flechas y lanzas. Habla de las razones por las que siempre migran de una punta a otra de esta vertiente Caribe de los Andes, traspasando fronteras. “Nuestra necesidad principal es el territorio. Un día estamos aquí, otro día allá. Ese es el vivir del yupka. De una casa donde alguien muere todos nos tenemos que ir. Si no seguimos la creencia, la madre naturaleza nos va a cobrar”.
Hablan de su pobreza, de cómo acostumbran a andar durante horas, de la escuela que tienen que llaman burlonamente “La vuelta al sol”. En lo alto de una colina, bajo una ceiba, los niños ponen sus sillas bajo la sombra. Y se van moviendo conforme camina la sombra del árbol hasta que terminan las clases.
Como Tierra Grata tampoco tiene escuela primaria ya están en diálogo para hacer un pequeño plantel conjunto, pero los vecinos quieren que sus niños estudien lengua yupka. Entonces entra en acción la “mesa étnica” del ETCR para buscar soluciones.
Antes de las despedidas pregunto: ¿Cómo le hicieron para sobrevivir durante la guerra brutal que se disputó esos territorios palmo a palmo? Cae un silencio espeso. Don Saba se muestra indignado. Al fin el intérprete explica. “Fuimos y somos neutrales. Es un tema sagrado. Hay dos tipos de guerra. La exterior, de la que no hablamos. Y la interior, entre nosotros. De esa tampoco hablamos porque cada día es un nuevo día y se olvida lo que pasó el anterior”. Fin de la explicación.
Poco a poco la tensión se disipa y terminan hablando de osos perezosos, tigrillos, iguanas y dantas; del cuidado de los humedales y los bosques para cuidar el carrizo sagrado, de sus saberes que se remontan muy hacia atrás en el tiempo.