Perugia. Se inauguran las celebraciones por el quinto centenario luctuoso de Pietro Vannucci, mejor conocido como Perugino (ca. 1450-1523), nombre que deriva de la ciudad que fue su patria sentimental (nació en la no lejana Città della Pieve), capital de Umbría, en el centro de Italia. Es la muestra principal de entrelas numerosas que se le dedicarán en su año –coordinadas por una Comisión Nacional–, titulada El mejor maestro de Italia.
El objetivo es situarlo entre las grandes figuras del Renacimiento, señalaron los curadores Marco Pierini y Veruska Picchiarelli, director y conservadora, respectivamente, de la Galería Nacional de Umbría, que presentará la obra de Vannucci hasta el 11 de junio.
El título retoma la citación que el potente banquero y mecenas Agostino Chigi expresa en una carta de 1500, cuando el pintor había llegado al cenit de su carrera. La exhibición quiere reivindicar esta apreciación compartida en su época, tomando tal fecha como un divisorio entre su fase de apogeo de las dos décadas previas y de decadencia, en los 20 años posteriores.
Eran los tiempos en que despegaban Miguel Ángel y Rafael; así, mientras el astro del umbro se apagaba, el de sus colegas fulguraba, abandonando Florencia para replegarse en su tierra de origen, donde trabajó intensamente para un mecenazgo de provincia hasta que la peste lo mató subido en los andamios siendo muy anciano. Esta larga fase de actividad penalizó su apreciación crítica. Sin embargo, gracias a esta zona descentrada puede hoy gozarse in situ el patrimonio de retablos y murales que dejó en las iglesias rurales de todas sus etapas creativas, evitándose su dispersión en varios museos del mundo, como sucedió en las comisiones principales.
La exposición destaca su estatura artística, que no se limitó a los lo-gros de su pintura, sino que contribuyó a la renovación artística del Renacimiento. Según dijo el curador en una entrevista, Perugino fue el único artista, después de Giotto, en haber creado un lenguaje nacional.
Central para ello fue la realización de tres murales en las paredes de la Capilla Sixtina (1481–82), que lo convirtieron en el artista más importante de finales del siglo XV en Italia. Ello atrajo a seguidores de toda la península para estudiarlos y sus dibujos se propagaron. Le llovieron desde entonces encargos y el trabajo en distintas ciudades del país.
Para hacer frente a ello, Perugino terminó por convertirse en el primer artista empresario
, creando un industrioso taller de discípulos y ayudantes que redujeron su obra tardía en una pintura repetitiva y casi serial, reciclando los cartones que calcaba para hacer nuevos cuadros.
La demanda era tal, que frecuentemente dejaba colgados a sus benefactores. Famoso es el caso minuciosamente documentado de la marquesa Isabel de Este, quien tuvo que esperar cinco años para recibir la Lucha entre Amor y Castidad (1505). Es la obra (exhibida en El mejor maestro de Italia) que debía colocar en su famoso estudio, hoy resguardado en el Louvre. Es un cuadro ambientado en un amplio paisaje agreste, el único de tema mitológico, frente a una producción de pintura religiosa y de retratos.
Se presentan 70 obras, la mitad de Perugino y las restantes de sus seguidores. Éstas abrazan un periodo que comienza con la juvenil y fastuosa Madonna con el niño (ca. 1470-71) del Museo Jacquemart-André de París. Concluye con Los desposorios de la Virgen (1499-1504), realizada para una capilla de la catedral de Perugia (que resguarda la reliquia del Santo Anillo de la Virgen) situada a unos pasos del museo. Ahí permaneció hasta 1797, cuando fue saqueada por las tropas napoleónicas y nunca devuelta a Italia. Actualmente forma parte del acervo del Museo de Bellas Artes de Caen, en Normandía.
Es un cuadro que relabora la Entrega de las llaves a San Pedro pintada en la Capilla Sixtina, considerada la obra maestra del Perugino. Rafael realizó ese mismo año una pintura (no presente) con una composición idéntica a la de su maestro, homenajeándolo. Sin embargo, la modernidad de los personajes marcó la superación del maestro y el inicio de una nueva era artística.
Esta comparación de manual que somete a Perugino a definirlo como discípulo del Verrocchio o maestro de Rafael
es lo que han querido evitar los curadores, evidenciando la autonomía de su propia grandeza.
La muestra logra su cometido de forma parcial. La fruición de las obras está limitada por el espacio reducido que restringe la contemplación y hacina a la gente frente a los cuadros. Se agrega el ruido por la constante activación de alarmas hípersensibles. Por otro lado, el alto número de obras de los seguidores de Perugino ofuscan esa apreciación.
A pesar de ello, la maestría de su pintura se impone con toda su fuerza. La composición, estructurada con perfección matemática, incluye casi siempre un espacio arquitectónico o un paisaje simbólico inspirado en el verdor de su región, presente en toda su obra y resultando un antecedente indispensable para Leonardo y Rafael.
Las figuras, dispuestas en equilibrio simétrico con una gravedad clásica, son suavizadas con la belleza idealizada de sus vírgenes y el cuidado por los detalles, parece ser una de las cualidades más personales de Perugino. Ello le aporta una propiedad táctil y humana, que deja los sentidos vibrando. Un ejemplo son los deliciosos peinados de las mujeres y las aureolas de los santos, que parecen de filigrana tan delgada semejante a alas de libélula. Diversos cuadros muestran libros pequeñitos de la Virgen sorprendida en la anunciación. En la Crucifixión de los Uffizi la sangre de Cristo pareciera oírse gotear. Los pies de sus personajes están casi siempre descalzos. Tenía razón el pintor Giovanni Santi, padre de Rafael, al escribir en un poema: Perugino fue un divin pittore.