En nuestro cine, las referencias a un actor vivo que no aparece en la película donde se le cita es algo prácticamente insólito, como sucede en Los mediocres, relato independiente y casi experimental dirigido por Servando González e inspirado lejanamente en el libro de José Ingenieros, El hombre mediocre, con epigramas de Tomás Perrín. En el último y el mejor de sus episodios, Las cucarachas, su protagonista Enrique Lucero vaga en la noche sobre la avenida Hidalgo y justo frente a la Alameda Central, a las afueras del Teatro Hidalgo, contempla el cartel de la obra que se presenta ahí: Cyrano de Bergerac, interpretado por el excepcional Ignacio López Tarso, y es entonces que Lucero imita al personaje de Edmond Rostand y su larga nariz en un intento por compararse con el histrión.
Los mediocres se filmó entre noviembre y diciembre de 1962. La obra, protagonizada por López Tarso, con un elenco que incluía a Patricia Morán, Alejandro Parodi, Héctor Andremar y Antonio Medellín, con escenografía de Julio Prieto y dirección de Ignacio Retes –cuyo nombre lleva ahora el Teatro Hidalgo–, empezó su temporada en agosto de aquel mismo año. En su columna El Teatro, el cronista Armando de María y Campos comentaba: “Ahora humaniza este personaje que pertenece a un estilo de teatro que ya pasó, nuestro gran actor Ignacio López Tarso y es de justicia reconocer que lo saca como no podría hacerlo ahora en español ningún actor de acá o de allá. Se consagra López Tarso con este Cyrano que dice, siente y actúa con estremecedora profundidad de maestro de la escena. Vérselo será
un recuerdo inolvidable para las nuevas
generaciones…”
Del seminario al escenario
En efecto, Ignacio López López, que cambió su nombre a López Tarso, fue un notable actor teatral bajo la tutela de maestros como Xavier Villaurrutia o Salvador Novo (Edipo Rey, El Rey Lear, El avaro, Moctezuma II, El vestidor y decenas más). No obstante, este hombre que cambió el sacerdocio por la actuación será recordado por las generaciones de hoy, sobre todo, por su carrera cinematográfica que arrancó en los estertores de la llamada época de oro para después engrandecer el cine de los años sesenta y setenta con obras extraordinarias, y luego cerrar su filmografía con enorme dignidad, incluso al inicio de la pandemia, realizando un pequeño papel en Identidad tomada (2020), cinta póstuma de Gabriel Retes –hijo de Ignacio Retes, por cierto–, donde interpreta al cuidador de un baño.
Resulta fascinante la capacidad camaleónica del actor para interpretar cualquier papel sin dejar de ser él mismo y, a su vez, trastocarse en otro, con todas esas contradicciones que convierten un personaje en el papel, en un ser real en la pantalla. Curiosamente, su debut fílmico casi lo lleva a desentenderse del cine: una breve aparición en La desconocida (1954), de Chano Urueta, con Irasema Dilián y Miguel Torruco; un drama de suspenso amoroso con López Tarso como inocuo inspector de policía en una película ídem. En cambio, en Chilam Balam (1955), de Íñigo de Martino, filmada en Chichén Itzá, el gran sacerdote que encarna Ignacio López Tarso ordena la muerte de varias doncellas, entre ellas la hija del profeta Chilam Balam (Lucy González y Carlos López Moctezuma, respectivamente), como regalo a los dioses para que la lluvia caiga. Más interesante resulta Vainilla, bronce y morir (1956), de Rogelio A. González, melodrama urbano que narra un triángulo amoroso entre un millonario y joven psicótico (José Gálvez), una bella estudiante de pintura (Elsa Aguirre) y un pobre escultor que encarnaba López Tarso.
Villista, periodista, ladrón...
Por fortuna, en breve vendría una serie de películas que le darían un insospechado giro a la carrera del actor, que de pronto se trastocaba en figura excepcional de ese “nuevo cine” nacional que intentaba despegar a finales de los cincuenta, como lo muestran La cucaracha (1958), épica revolucionaria de Ismael Rodríguez donde López Tarso interpreta a un lugarteniente villista enamorado de Dolores del Río, con María Félix, Pedro Armendáriz y Emilio Indio Fernández.
Pese a la sesgada adaptación de la atractiva y ambiciosa novela homónima que Luis Spota escribió a los veinticinco años, La estrella vacía (Emilio Gómez Muriel, 1958), López Tarso aporta enorme personalidad a su papel de Luis Arvide, periodista de espectáculos que sirve de trampolín para que la bella y calculadora Olga Lang (la Félix otra vez) se trastoque en gran estrella de la pantalla, luego de escalar el ambiente cinematográfico nacional convirtiéndose en amante de aquél, de jefes de reparto, directores y productores.
No obstante, la carrera del nacido en Ciudad de México se confirma con su aportación en Nazarín (1958), de Luis Buñuel, relato filmado en Oaxtepec y Cocoyoc, que rastrea en los resortes del erotismo, la superstición, la moral y la religión, en el papel de un ladrón sacrílego que defiende al vilipendiado cura Nazarín, encarnado por Paco Rabal, pero sobre todo con el salto internacional obtenido con Macario (1959), de Roberto Gavaldón, quien lo dirigiría en otras exitosas adaptaciones de la obra de Traven.
Entre la pobreza y la ambición
Una de las cintas favoritas mexicanas es la lúgubre y fantástica parábola social de Macario, en la que coinciden Enrique Lucero como La Muerte en la ciudad de Taxco del siglo XVIII, quien recompensa a Macario, un pauperizado leñador indígena cuya fantasía es devorar él solo un guajolote y a quien transforma en curandero, con trágico final. Tan impresionante como las imágenes a luz de vela de Gabriel Figueroa en el interior de las grutas de Cacahuamilpa, la dimensión histriónica y los detalles finos que aporta aquí el actor. Macario obtuvo decenas de premios, entre ellos el de Mejor Fotografía en Cannes y la nominación al Oscar.
La Rosa Blanca (1961), del mismo Gavaldón, inspirada en hechos verídicos, fue enlatada once años, con López Tarso en el papel de Jacinto Yáñez, maduro y analfabeta campesino que se ha hecho de su hacienda idílica codiciada por empresas petroleras extranjeras que recurren al asesinato. De nuevo, Traven, Gavaldón y López Tarso se unen en Días de otoño (1962), bellísimo y sensible relato protagonizado por la etérea Pina Pellicer como Luisa; la imagen viva de la soledad, el desamparo y la esquizofrenia social provocada por una urbe deshumanizada, con López Tarso como dueño de una pastelería El Globo, enamorado en silencio de Luisa, su empleada.
El poder y la codicia
El actor contribuyó una vez más con su enorme prestancia y carisma en otra obra excepcional enlatada por tres décadas: La sombra del caudillo (1960), de Julio Bracho, como el secretario de Gobernación, el general Hilario Jiménez (inspirado en Plutarco Elías Calles), en un filme que sintetizaba los manejos del sistema político mexicano: pugnas por el poder, alianzas entre partidos y dirigentes, traiciones y venganzas. Lo mismo sucede en El gallo de oro (1964), nuevamente de Gavaldón, como modesto pregonero trastocado en gallero enamorado de La Caponera –Lucha Villa–, o en su interpretación de Fulgor Sedano, mano derecha del cacique Pedro Páramo en la cinta homónima (Carlos Velo, 1966), basada en la novela y los relatos de Juan Rulfo.
Destaca particularmente esa joya de Ismael Rodríguez, El hombre de papel (1963), según un cuento de Luis Spota, con López Tarso en el papel de un indigente mudo que encuentra un billete de diez mil pesos que todos intentan arrebatarle y él acaba por dárselo al ventrílocuo alcoholizado (Luis Aguilar) que le vende su muñeco Titino. No menos destacado es su desempeño en Tarahumara (1964), de Luis Alcoriza, una suerte de documental trucado con un antropólogo que muestra los abusos que sufren los indios tarahumaras.
La miseria y la crudeza
La década de los setenta es pródiga en papeles magistrales para Ignacio López Tarso, que dejaba atrás los filmes de prestigio y la consolidación como actor en una industria que se enfrentaba a la televisión. Quizá por eso, López Tarso se entregó sin temor alguno a los roles más inquietantes, crudos e incluso repelentes, aportando no sólo su personal estilo sino una serie de detalles gestuales y de voz que, medio siglo después, estremecen por igual al espectador de ayer y de hoy. Así lo demuestra su Don Jesús, velador asesinado en el interior de una obra en construcción, de ambiguos apetitos sexuales, en la obra maestra de Jorge Fons Los albañiles (1976), o el abusivo “amo” don Wilfrido, que intenta perpetuar sus privilegios económicos y sexuales en La casta divina (1976), de Julián Pastor.
Soberbios resultan también sus personajes interpretados bajo la dirección del gran José el Perro Estrada: ese proletario del centro histórico excluido de la sociedad y trastocado en tragafuegos por necesidad de Cayó de la gloria el diablo (1971), y ese traumatizado asesino en serie de prostitutas inspirado en Goyo Cárdenas, El profeta Mimí (1972). Sus escenas al lado de Chachita o de Claudia Islas, su interpretación de El brindis del bohemio y su danza azteca en aquel patético concurso de Televicentro resultan tan conmovedoras como fascinantes, al igual que el brutal clímax de la primera; el relato de psicopatía criminal, fantasías misóginas y traumas infantiles filmado en el callejón de Leandro Valle, con una bellísima Ana Martín y una espléndida Carmen Montejo enfrentadas a Mimí, estrangulador de “güilas”; sin faltar el honesto burócrata que se niega a seguir los lineamientos de la corrupción en Renuncia por motivos de salud (1975), de Rafael Baledón, con guión de Josefina Vicens y Fernanda Villeli, o ese saqueador de pertenencias ajenas en Rapiña (Carlos Enrique Taboada, 1973), relato de avaricia y ambición en una insuperable carrera fílmica de siete décadas y más de setenta películas.