Ortega ha controlado el Ejecutivo, el ejército y la policía, durante 27 años en sus dos etapas como gobernante. Su longevidad en el poder sobrepasó los casi 17 años de Anastasio Somoza (1937-1947 y 1950-1956), y ahora intenta perpetuarse en el poder a través de una sucesión dinástica. Sin embargo, pese a que Rosario Murillo, su esposa, está colocada en la línea de sucesión constitucional como vicepresidenta, la sucesión del régimen familiar, fuente de fisuras, tensiones y contradicciones, es uno de los eslabones más débiles de la dictadura.
A diferencia de los regímenes de Cuba y Venezuela, que se sustentan en un proyecto político autoritario de Estado-partido, y que lograron traspasar el poder de Fidel Castro a Raúl Castro y a Miguel Díaz-Canel en Cuba, y de Hugo Chávez a Nicolás Maduro en Venezuela, la de Ortega y Murillo es una dictadura familiar, un anacronismo en el siglo XXI, que sin apelar a un proyecto político o una ideología, depende cada vez más de la represión, el culto a la personalidad del comandante y la compañera
, y su discurso de odio y venganza.
La mayoría de los gobiernos latinoamericanos y europeos, sobre todo la izquierda democrática, han advertido una distinción entre el régimen Ortega-Murillo y los de Cuba y Venezuela. El primero es visto como un régimen bandolero, condenado en la OEA y la ONU por violaciones masivas a los derechos humanos. Los segundos son cuestionados por restringir las libertades y la democracia, pero que apelan a una suerte de racionalidad política y razones de Estado para promover una estrategia de negociaciones, pues a diferencia de Ortega, sí tienen algo que ofrecerle a la comunidad internacional.
En Nicaragua, la expectativa de una transición democrática fracasó en los dos diálogos nacionales (2018 y 2019) cuando Ortega se negó a negociar una reforma electoral con la Alianza Cívica, e incumplió el acuerdo de suspender el Estado policial. En 2021 liquidó la última oportunidad de una transición, cuando encarceló a los siete precandidatos presidenciales opositores, ilegalizó a dos partidos políticos y anuló los comicios. Lo que queda ahora es el todo o nada, la imposición por la fuerza del proyecto de sucesión dinástica de Rosario Murillo para radicalizar aún más la represión, o la caída del régimen como consecuencia de su desgaste, sus fisuras internas, el impacto de la presión política internacional, la resistencia de los presos políticos.
Murillo invoca un liderazgo burocrático que para muchos, en su propio círcu-lo de poder, equivale a una impostura. Un mando omnipotente que genera lealtad basada en el miedo de sus subordinados y en el temor a la venganza contra sus incontables adversarios.
Ortega y Murillo pueden prolongar su permanencia en el poder mientras cuenten con estabilidad económica y los recursos para mantener los canales prebendarios de control político, y claro la lealtad y tecnología para dirigir el aparato represivo –policía, ejército, espionaje, paramilitares, fiscalía y tribunal de justicia– pero, a mediano plazo, el sistema tiende a agotarse en la medida en que se reduce su base de apoyo político.
En 2022, cuando aparentemente ya no quedaban enemigos
a la vista, con todo el liderazgo político y cívico en la cárcel, incluyendo a sacerdotes de la Iglesia católica, surgió un nuevo sospechoso: la desconfianza en los servidores públicos, civiles y militares. Después de una ola de filtraciones sobre corrupción, deserciones y renuncias, los altos funcionarios han sido sometidos a la vigilancia extrema de la pareja presidencial. Como resultado de ésta, algunos ex funcionarios están presos, acusados por corrupción o presuntos delitos de conspiración
.
La corrupción y la pugna entre los operadores políticos de Ortega y Murillo por la robadera en la cúpula no tiene cura, porque la raíz de la degradación moral del Estado está en la confusión de lo público y lo privado que personaliza la pareja gobernante.
La resistencia de monseñor Rolando Álvarez y de los presos políticos tiene un impacto decisivo en la crisis de sucesión de la dictadura. Ellos representan la esperanza de un cambio democrático. El obispo de Matagalpa está acusado por presunto delito de conspiración contra la soberanía nacional
, porque no aceptó el destierro que le ofreció el régimen. Con su dignidad intacta, desafía a la dictadura y apela al Vaticano y a la comunidad internacional, para que cese la persecución contra la Iglesia.
En la cárcel de El Chipote, después de varias huelgas de hambre y 85 días de incomunicación total, las tres visitas familiares a los presos realizadas en diciembre, por primera vez en un ambiente de respeto, revelan que el régimen cedió parcialmente. Sin embargo, aún mantiene el confinamiento solitario contra Dora María Téllez, la prohibición de lectura y escritura para los presos políticos, y administra el derecho a una visita como chantaje. Su pretensión es silenciar el reclamo de familiares de los presos políticos, mientras se autoerige en juez y ofrece cadena perpetua contra los reos de conciencia que están presos por exigir elecciones libres. En cambio, la demanda nacional, que debe ser asumida con más fuerza por los defensores de derechos humanos y la comunidad internacional, sigue siendo la anulación de los juicios espurios y la libertad de los presos políticos en Nicaragua.
La resistencia de monseñor Álvarez y los presos políticos, la crisis de sucesión del régimen familiar, y el malestar de altos funcionarios públicos, son los eslabones más débiles de la dictadura, aunque aún no son suficientes para activar una salida política. Para viabilizar las posibilidades del cambio, es imperativa una presión política internacional sostenida.
* Periodista nicaragüense