Lo que ocurrió en Brasilia el pasado día 8, una semana después de la toma de posesión del presidente Lula da Silva, es un acontecimiento que solo tomó por sorpresa a quienes no quisieron o no pudieron informarse de sus preparativos, ampliamente difundidos en las redes sociales. La ocupación violenta de las sedes del poder legislativo, ejecutivo y judicial y de los espacios aledaños, así como la depredación de los bienes públicos de estos edificios por parte de manifestantes de extrema derecha, constituyen actos de terrorismo planeados y minuciosamente organizados por sus cabecillas. Se trata, por tanto, de un acontecimiento que pone en serio peligro la supervivencia de la democracia brasileña y que, por la forma en que sucedió, puede amenazar mañana otras democracias en el continente y en el mundo. Conviene, pues, analizarlo a la luz de su importancia. Las principales características y lecciones son las siguientes:
1. El movimiento de extrema derecha es global y sus acciones a escala nacional se benefician de experiencias antidemocráticas extranjeras y a menudo actúan en alianza con ellas. Es conocida la articulación de la extrema derecha brasileña con la extrema derecha estadounidense. El conocido portavoz de esta última, Steve Bannon, es amigo personal de la familia Bolsonaro y desde 2013 ha sido una figura tutelar de la extrema derecha brasileña. Además de las alianzas, las experiencias de un país sirven de referencia a otro y constituyen un aprendizaje. La invasión de la plaza de los Tres Poderes en Brasilia es una copia «mejorada» de la invasión del Capitolio en Washington el 6 de enero de 2021, pues aprendió de ella y trató de hacerlo mejor. Fue organizada con más detalle, procuró traer a mucha más gente a Brasilia y utilizó varias estrategias para hacer que la seguridad pública democrática sintiese que nada anormal sucedería. Los cabecillas tenían como objetivo ocupar Brasilia con al menos un millón de personas, sembrar el caos y permanecer el tiempo necesario para permitir la intervención militar que pusiese fin a las instituciones democráticas.
2. Se pretende hacer creer que se trata de movimientos espontáneos. Por el contrario, están organizados y tienen una profunda capilaridad en la sociedad. En el caso brasileño, la invasión de Brasilia se organizó desde diferentes ciudades y regiones del país y en cada una de ellas había líderes identificados con un número de teléfono para poder ser contactados por los adherentes. La participación podía adoptar muchas formas. Quienes no pudiesen viajar a Brasilia, tenían misiones que cumplir en sus localidades, bloqueando la circulación de combustibles y el abastecimiento de los supermercados. El objetivo era crear caos por la carencia de productos esenciales. Algunos recordarán las huelgas de camioneros que precipitaron la caída de Salvador Allende y el fin de la democracia chilena en septiembre de 1973. A su vez, el caos en Brasilia tenía objetivos precisos. Fue asaltada la sala del Gabinete de Seguridad Institucional, ubicada en el sótano del Palacio de Planalto, donde fueron robados documentos confidenciales y armamento de alta tecnología, lo que demuestra que hubo entrenamiento y espionaje. También se encontraron cinco granadas en el Supremo Tribunal Federal y el Congreso Nacional.
3. En los países democráticos, la estrategia de extrema derecha se basa en dos pilares: a) invertir fuertemente en las redes sociales para ganar las elecciones con el objetivo de, si las gana, no usar el poder democráticamente ni dejarlo democráticamente. Así fue con Donald Trump y con Jair Bolsonaro como presidentes. b) En el caso de que no prevea ganar, comenzar a cuestionar desde antes la validez de las elecciones y declarar que no acepta ningún otro resultado que no sea su victoria. El programa mínimo es perder por un pequeño margen para hacer más creíble la idea del fraude electoral. Fue lo que ocurrió en las últimas elecciones en Estados Unidos y en Brasil.
4. Para tener éxito, este ataque frontal a la democracia necesita contar con el apoyo de aliados estratégicos, tanto nacionales como extranjeros. En el caso de los apoyos nacionales, los aliados son fuerzas antidemocráticas, tanto civiles como militares, instaladas en el aparato de gobierno y de la administración pública que, por acción u omisión, facilitan las acciones de los rebeldes. En el caso brasileño, es particularmente clamorosa la connivencia, la pasividad e incluso la complicidad de las fuerzas de seguridad del Distrito Federal de Brasilia y de sus dirigentes. Con el agravante de que esta región administrativa, por ser sede del poder político, recibe cuantiosos ingresos federales con el propósito específico de defender las instituciones. En el caso brasileño, es escandaloso también que las Fuerzas Armadas se hayan mantenido en silencio, sobre todo cuando era conocido el propósito de los organizadores de crear el caos para provocar su intervención.
Por otro lado, las Fuerzas Armadas toleraron la instalación de campamentos de manifestantes frente a los cuarteles, un área de seguridad militar, y que permanecieran allí durante dos meses. Fue así como la idea del golpe prosperó en las redes sociales. En este caso, el contraste con Estados Unidos es flagrante. Cuando se produjo la invasión del Capitolio, los jefes militares estadounidenses hicieron cuestión de subrayar su defensa de la democracia. En este sentido, el nombramiento del nuevo ministro de Defensa, José Múcio Monteiro, que parece apostado en una buena y reverente relación con los militares, no augura nada bueno. Es un ministro problemático después de todo lo que ha sucedido. Brasil está pagando un precio muy alto por no haber castigado los crímenes y a los criminales de la dictadura militar (1964-1985), teniendo en cuenta que algunos crímenes ni siquiera prescribieron. Esto fue lo que permitió al expresidente Bolsonaro elogiar a la dictadura, rendir homenaje a los militares torturadores y designar militares, algunos fuertemente comprometidos con la dictadura, en importantes cargos de un gobierno civil y democrático. Solo así se explica por qué hoy se habla del peligro de un golpe militar en Brasil, pero no en Chile o en Argentina. Como es sabido, en estos dos países los responsables de los crímenes de la dictadura militar fueron juzgados y penados.
5. Además de los aliados nacionales, los aliados extranjeros son cruciales. Trágicamente, en el continente latinoamericano, Estados Unidos ha sido tradicionalmente el gran aliado de los dictadores, cuando no directamente el instigador de golpes de Estado contra la democracia. Resulta que, esta vez, Estados Unidos estaba del lado de la democracia y eso hizo toda la diferencia en el caso de Brasil. Estoy convencido de que, si Estados Unidos hubiera dado las habituales señales de aliento a los aspirantes a dictadores, hoy estaríamos frente a un golpe consumado. Desgraciadamente, a la luz de una historia de más de cien años, esta posición estadounidense no se debe a un repentino celo por la defensa internacionalista de la democracia. La posición de Estados Unidos estuvo estrictamente determinada por razones internas. Apoyar el bolsonarismo de extrema derecha en Brasil sería dar fuerza a la extrema derecha trumpista estadounidense, que sigue creyendo que la elección de Joe Biden fue el resultado de un fraude electoral y que Donald Trump será el próximo presidente de Estados Unidos. De hecho, preveo que mantener una extrema derecha fuerte en Brasil será importante para los propósitos de la extrema derecha estadounidense en las elecciones de 2024. Es de esperar que la intención sea crear una situación de ingobernabilidad que dificulte al máximo la actuación del presidente Lula da Silva en los próximos años. Para que esto no suceda, es necesario que los golpistas y depredadores sean severamente castigados. Y no solo ellos, sino también sus mandantes y financistas.
6. Para garantizar la sostenibilidad de la extrema derecha es necesario tener una base social, disponer de financiadores-organizadores y de una ideología lo suficientemente fuerte como para crear una realidad paralela. En el caso de Brasil, la base social es amplia, dado el carácter excluyente de la democracia brasileña, que hace que amplios sectores de la sociedad se sientan abandonados por los políticos democráticos. Brasil es una sociedad con gran desigualdad socioeconómica, agravada por la discriminación racial y sexual. El sistema democrático potencia todo esto hasta el punto de que el Congreso brasileño es más una caricatura cruel que una representación fiel del pueblo brasileño. Si no es objeto de una profunda reforma política, eventualmente será completamente disfuncional. En estas condiciones, existe un amplio campo de reclutamiento para las movilizaciones de extrema derecha. Obviamente, la gran mayoría de los que participan en ellas no son fascistas. Solo quieren vivir con dignidad y no creen que esto sea posible en democracia. En cuanto a los financiadores-organizadores, parecen ser, en el caso de Brasil, sectores del bajo capital industrial, agrario, armamentista y de servicios que se beneficiaron del (des)gobierno bolsonorista o con cuya ideología se identifican más.
En lo que se refiere a la ideología, parece asentarse sobre tres pilares principales. En primer lugar, el reciclaje de la vieja ideología fascista, es decir, la lectura reaccionaria de los valores de Dios, Patria y Familia, a los que ahora se suma la Libertad. Se trata sobre todo de defender incondicionalmente la propiedad privada para así, con eso: a) poder invadir y ocupar la propiedad pública o comunitaria (territorios indígenas); b) defender efectivamente la propiedad, lo que implica armar a las clases propietarias; c) tener legitimidad para rechazar cualquier política ambiental; y, d) rechazar los derechos reproductivos y sexuales, en particular el derecho al aborto y los derechos de la población LGBTIQ+. En segundo lugar, la ideología implica la necesidad de crear enemigos a destruir. Los enemigos tienen varias escalas, pero la más global (y abstracta) es el comunismo. Cuarenta años después de que, al menos en el hemisferio Occidental, han desaparecido los regímenes y partidos que defienden la implantación de sociedades comunistas, este sigue siendo el fantasma contradictoriamente más abstracto y más real. Para entender esto es necesario tener en cuenta el tercer pilar de la ideología de extrema derecha: la creación incesante y capilar en el tejido social de una realidad paralela, inmune a la confrontación con la realidad real, llevada a cabo por las redes sociales y por las religiones reaccionarias (iglesias evangélicas neopentecostales y católicas antipapa Francisco) que vinculan fácilmente el comunismo y el aborto y así infunden un miedo abisal en poblaciones indefensas, todo ello facilitado por el hecho de que hace tiempo que éstas perdieron la esperanza de tener una vida digna.
El intento de golpe de Estado en Brasil es un aviso a la navegación. Los demócratas brasileños, latinoamericanos, estadounidenses y, en última instancia, de todo el mundo deben tomar esta advertencia muy en serio. Si no lo hacen, mañana los fascistas no se limitarán a tocar la puerta. Seguramente irrumpirán sin ceremonia para entrar.
Traducción de Antoni Aguiló y José Luis Exeni Rodríguez
*Académico portugués. Doctor en sociología, catedrático de la Facultad de Economía y Director del Centro de Estudios Sociales de la Universidad de Coímbra (Portugal). Profesor distinguido de la Universidad de Wisconsin-Madison (EE.UU) y de diversos establecimientos académicos del mundo. Es uno de los científicos sociales e investigadores más importantes del mundo en el área de la sociología jurídica y es uno de los principales dinamizadores del Foro Social Mundial.