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Perú: en el filo de la navaja / Jorge Durand

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Partidarios del destituido presidente peruano Pedro Castillo chocan con fuerzas policiales en la ciudad andina de Juliaca, el 7 de enero de 2023. Foto Afp
09 de enero de 2023 11:02

La democracia peruana pende de un hilo. Es difícil entender lo que pasó, porque raya en el surrealismo. Un presidente del pueblo, en sentido literal, un maestro de escuela primaria, sindicalista de izquierda, provinciano y sombrerudo, llegó a la presidencia de un país de pobres.

Desde el primer día de su gobierno se rodeó o se vio rodeado de consejeros, asesores, amigos, parientes cercanos y lejanos, pedigüeños, inversionistas y las huestes de su partido que lo llevó al poder. Los ministerios se repartieron con facilidad, en casi la mayoría de los casos, con gente incompetente, arribista o currupta.

La excepción radicaba en el Ministerio de Economía y en el Banco de la Reserva, dos cargos donde no se podía improvisar, donde no valían los compadrazgos. En el Banco de la Reserva el nombre ya estaba cantado, Julio Velarde, que había sobrevivido a cuatro periodos consecutivos y varios presidentes. Por más de 30 años en Perú no había devaluación y la economía había crecido a un ritmo importante. En el Ministerio de Economía se rumoraba que sería Pedro Francke, economista con múltiples credenciales relevantes y que se lo consideraba parte de la izquierda caviar y que puso condiciones para aceptar el puesto. Luego vendrían otros especialistas a ese ministerio.

Casi todo lo demás fue un desastre, salvo algunas excepciones que ingenuamente creían que podían hacer algo por Perú, con ese gobierno incompetente, incapaz, corrupto, clientelar y mal aconsejado. Para colmo, su contraparte, los miembros del Congreso unicameral, eran igual de incompetentes, desarticulados, gandallas, arribistas y golpistas, salvo honrosas excepciones. En tres ocasiones, se intentó vacar (destituir) a Castillo y la derecha golpista nunca obtuvo los votos suficientes.

La derecha tenía toda la intención de derrocar a Castillo, pero por la vía legal y constitucional. Lo consideraban un paria, un ignorante, una vergüenza, un cholo de mierda y había que liquidarlo, buscar cualquier pretexto. Y en eso tiene razón Andrés Manuel López Obrador al considerar que había toda una conspiración de la derecha racista y clasista contra Castillo, pero ellos no dieron el golpe.

Paradójicamente el autogolpe lo dio Pedro Castillo, al dar un discurso en cadena nacional, con la voz cortada y las manos temblorosas, suprimiendo al Congreso, las autoridades judiciales y demás instancias. Se proclamó como dictador, como décadas antes lo hizo Al­berto Fujimori y casi con sus mismas pa­labras.

En segundos le tomaron la pa­labra y lo acusaron de golpista, conspirador y ejercer el poder de manera ­anticonstitucional.

Nadie sabe, ni se explica en última instancia qué pasó en esos momentos y cuáles fueron las razones, expectativas o presiones que indujeron a Castillo a dar ese paso. Maniobró al filo de la navaja y perdió. En realidad ya estaba perdido. Esa mañana uno de sus allegados declaraba en el Congreso que él personalmente recibía coimas de miles de dólares; no de millones, como Alan García, Alejandro Toledo o Keiko Fujimori. La corrupción de Castillo fue de pirañas, cada quién quería su partecita y con ferocidad defendían su porción del presupuesto, su cargo o su capacidad de influir sacar tajada. No era asunto de tiburones, como sus predecesores Alberto Fujimori, Alan García y Francisco Toledo, uno muerto por no querer ir a la cárcel y los otros dos presos.

Ahora Fujimori pernocta con Castillo, el chino y el cholo descansan y rememoran sus diferencias y coincidencias, dos extraños que llegaron a la presidencia de Perú con el voto popular. Uno derrotando olímpicamente al presumido Vargas Llosa y el otro, a la propia hija del dictador encarcelado, Keiko Fujimkori, perpetua candidata y perdedora a la presidencia. Algo platicaran en la misma casa carcelaria que tiene preparada Perú para sus ex presidentes, ya es costumbre y, al fin y al cabo, en algo se respeta la investidura que otorga el voto popular, para no mandarlos a Lurigancho.

AMLO no entendió las peripecias y equilibrismos de la democracia peruana. Al parecer tampoco su embajador. Ni bien abrió la boca para decir que le daba asilo a Castillo, en las redes sociales se difundió la noticia y la gente fue a bloquear la embajada mexicana para impedir que llegara y se asilara. Luego su propia escolta y policía se encargó de tomarlo preso.

Castillo tampoco entendió la coyuntura. Era cuestión de esperar, no había forma de que lo vacaran por la vía del Congreso, podía haber negociado varias salidas y haber salido de mejor manera en unos pocos meses. Podía haber reconocido la ineptitud de su gobierno o sus ministros y haber convocado a elecciones, como un verdadero demócrata. Ese era el momento para que AMLO le ofreciera asilo a Castillo.

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