El panorama se ha ido aclarando pieza por pieza. Pero cada una de ellas, hasta completar la fatídica armazón conspirativa, van ocupando el lugar premeditado. No todas las veces, donde un golpe de Estado se produce, los actores del drama son los mismos. Muchas veces hay cambios claves, aunque hay uno, sin duda el estelar, que siempre aparece, al menos en América Latina. Sin que por ello deje de notarse en otros lugares del mundo. Ya no es una sombra oculta, una figura huidiza que actúa en la clandestinidad o en los pasillos de palacio. Pero ahora tiene la desfachatez de presentarse ante el ancho público. Es por eso que ya no queda la menor duda de la ruta y las intenciones preferidas en la actualidad. La celebre embajada
estadunidense siempre acapara el centro del escenario de los varios golpes de Estado que han tenido lugar en el vecindario de este continente.
Para acomodar los intereses del imperio hace falta la conspicua concurrencia de varios actores con influencia decisiva. El rompecabezas consta de los siguientes participantes intercambiables: el ejército y la policía siempre como respaldo. Se le adjuntan ahora los aparatos legislativo y judicial. A este conjunto se arriman, jubilosos, los medios de comunicación masiva con toda su corte de voces, imágenes y textos. En ciertas ocasiones se aúnan, a este trabuco de conspiradores, ciertos grupos de los catalogados como de presión. Alguna, o varias de las iglesias, también son bienvenidas. Ciertos sindicatos de trabajadores corporativizados pueden auxiliar. Lo mismo sucede con personajes de centros de estudio o la academia.
El primer paso consiste en detonar una amplia, consistente y minuciosa tarea, ensamblada por etapas que puedan intercambiarse. La constante, el hilo central, es la tarea de zapa que desarticule, que trunque la factible legitimidad del ejecutivo a derrocar. Asentar en la conciencia colectiva la ineficacia ejecutiva y, todavía más trascendente, la equivocada senda perseguida. Desarmar, ante los ojos de amplios sectores de la población, la construcción de gobierno propuesto. Contaminar el perfil del actor clave es el objetivo central de la labor conspiradora. Sin este previo supuesto todo lo demás pierde eficacia. Es imperativo que el sujeto principal, el motivo de los propósitos, vaya quedando aislado, que pierda la conexión con aquellos que lo llevaron al poder. Dejar sin sentido o hueca la primera magistratura. Se trata, en pocas palabras, de nulificar, haciendo desechable, el proceso democrático electoral. Poner, en ese vital lugar que ha quedado vacante, la nítida, segura, eficaz y valiente personalidad del nuevo conductor designado. Esa, ante la cual concurren en apoyo, todos los demás participantes en el proceso de recambio y que satisfaga las exigencias implícitas del grupo conductor.
Es por ello que el caso peruano es ejemplar. En días pasados vimos con claridad cómo la embajadora de Estados Unidos se reunió, en vísperas del derrocamiento de Pedro Castillo, presidente legítimo, y a la vista de todos, con el secretario de Defensa y, después, el mismo día del golpe, ir en persona a felicitar y reconocer a la nueva presidenta recién elegida por el Congreso. En este caso peruano pudimos ver, oír o leer cómo se fue desfigurando la imagen de Castillo. Ya no era útil a la república, era inepto, deshonesto e incapaz de asegurar la indispensable gobernanza exigida. El Congreso, pieza de gobierno por demás desprestigiada ante la ciudadanía, actuó con apego al guion encomendado en la tarea de zapa ordenada. El ejército y la policía se negaron a obedecer órdenes y respaldaron a los golpistas. El reconocimiento estadunidense se hizo de inmediato y de manera contundente. Quedan en la trastienda de los asuntos públicos, vitales concesiones que se deben renovar para su obligada continuidad. La riqueza minera peruana, junto con la energía del país, ya intervenida por agentes externos, solicita, con urgente determinación, su acostumbrada normalización que estaba bajo sospecha o duda.
Sólo la postura de unos cuantos gobiernos latinoamericanos introdujeron reclamos por los derechos humanos y sembraron dudas sustantivas sobre los hechos ocurridos y que ahí permanecen. Las protestas masivas atestiguan, con transparencia, dónde radica el orden democrático.
Son ya varios los casos bajo similares o idénticos procesos golpistas. Brasil fue uno de corte notable. El uso del Poder Legislativo para derrocar a la presidenta Dilma Rousseff y del Poder Judicial para tratar de nulificar a Lula da Silva como candidato factible. La posterior elección de este personaje descubrió la trama y la exhibe sin pudor alguno. Poco importó el apoyo otorgado a los golpistas, incluyendo al mismo Jair Bolsonaro y su contraparte trumpiana. Sólo el caso mexicano se salva, con integridad, de la constante y destructiva labor de los opositores. Todos ellos apiñados dentro del conservadurismo local y aliado de las formaciones de la derecha continental.