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Byung-Chul: ¿la revolución interdicha? / Ilán Semo /I

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El neoliberalismo convierte al trabajador en un sujeto ambiguo, que es amo y esclavo de sí mismo, escribe el filósofo coreano. Foto Roberto García Ortiz / Archivo
08 de diciembre de 2022 11:23
La editorial Herder acaba de publicar la traducción de Capitalismo y pulsión de muerte, de Byung-Chul Han. Se trata de una colección de ensayos que apareció en alemán en 2019, es decir, antes de la pandemia. Uno de los textos está dedicado a una discusión con Antonio Negri sobre el polémico tema de la posibilidad de las revoluciones. Negri sostiene que en la era actual –a la que llama del imperio– se ha formado un nuevo agente que se orienta a propiciar revoluciones para garantizar su propia existencia: la multitud extendida. En respuesta, Byung-Chul, filósofo de origen coreano arraigado en Alemania, argumenta, en la dirección opuesta, por qué las revoluciones hoy no son posibles.

El debate merece cierta atención por dos razones. La primera es de orden histórico. Desde los años 80, el concepto de revolución se ha replegado de manera constatable. Muchas de las transformaciones sociales que se observan en las últimas tres décadas han seguido derroteros, fallidos o no fallidos, que se antojan semejantes a los de los inicios de las revoluciones del siglo XX . En Bolivia, Venezuela, Ecuador, Grecia, en las rebeliones que siguierion al 11M y durante la primavera árabe, por sólo mencionar algunos casos, la escena es de rebeliones sociales y políticas que hace medio siglo habrían sido definidas como el anuncio o el comienzo de auténticas revoluciones. Y, sin embargo, nadie las consigna así hoy día. Se emplean otros conceptos y categorías: transiciones, mutaciones, insurrecciones, recomposiciones, etcétera. ¿Por qué quedó archivado el concepto de revolución si muchas de sus signaturas aparecen hoy en las formas más inesperadas? Un tema, de orden historiográfico que pertenece a una historia conceptual que está por escribirse.

La segunda razón del debate es puramente axiomática. Quien se propone demostrar que algo dejó de ser posible, parte de la premisa de que antes lo fue y de que, en cierta manera, en el futuro podría volver a serlo. La historia y la prognosis se dan aquí de alguna e inquietante manera la mano, así sea como simple negación. Digamos que un efecto inevitable de los procedimientos de la historia del tiempo presente.

El argumento de Byung-Chul es relativamente sencillo. Las revoluciones, tal y como sucedieron en Francia, México, Rusia o China, fueron el resultado de las contradicciones de la sociedad disciplinaria. Durante el capitalismo industrial, el carácter del poder era, en esencia, represivo. Creaba una cartografía social dividida en opresores y oprimidos; y el enemigo era evidente. Las revoluciones expresaban la necesidad de sociedades que, para adquirir garantías ciudadanas y un mínimo principio de igualdad, debían emanciparse de manera violenta de ese orden vertical.

La sociedad neoliberal, en cambio, funciona de manera radicalmente distinta. El poder destinado a mantener su estabilidad no es, según Byung, de orden básicamente represivo, sino seductor. El neoliberalismo convierte al trabajador en un sujeto ambiguo, que es amo y esclavo de sí mismo. La contradicción del capital ya no transcurriría en el ámbito social, sino dentro de cada individuo. Quien hoy fracasa se culpa a sí mismo y no al sistema. En otras palabras: se cuestiona a sí mismo y no a la sociedad. A diferencia del poder disciplinario, el poder en las sociedades de mercado no subordina a los individuos a través de interdicciones externas: hace que ellos mismos se subordinen a través de autoevaluaciones. Ante sí mismos no aparecen como oprimidos, sino como dependientes. Lo que queda entonces es la fragmentación de la individualidad; su insularización radical.

El poder neoliberal anula así cualquier forma de resistencia porque, difundiendo una libertad ilusoria, hace que los individuos se vuelvan contra sí mismos. El resultado son islas de monólogos sin eco (Gorostiza dixit) ataviadas por el cansancio, el burnout, la depresión y la neurosis. Los individuos ya no ejercen violencia contra el sistema, sino contra sí mismos. No es casual, según Byung, que las estadísticas de suicidios y violencia familiar en el mundo hayan alcanzado cifras inconcebibles.

Hay de todo en el argumento de Byung. Algunos aspectos parecen falibles; otros no. Que el poder trabaja simultáneamente sobre la seducción y la represión es algo que ya era conocido desde el siglo XIX a los teóricos de la realpolitik. En Gramsci esta teoría adquiere su consagración al dividir ambas funciones en el ejercicio simultáneo del consenso (seducción, en palabras de Byung) y la fuerza. Y, sin embargo, es preciso preguntarnos, al igual que el filósofo coreano, por las formas actuales que adquiere esta doble operación. Aquí es donde su texto omite las nuevas formas de represividad. En particular, hay dos muy notables: 1) la transformación del crimen organizado en un sistema de control de poblaciones y disidencias políticas. No entiendo qué hay de seductor en que de las 10 ciudades con mayor índice criminal en el mundo, cinco se encuentren en América Latina y dos en Estados Unidos. El enemigo ha sido sustituido por el criminal, y 2) los sistemas digitales, maquínicos y anónimos de control y autovigilancia. Ya no hay capataces, hay cámaras de videograbación.

¿Contra quién y cómo protestar entonces? Tal vez la clave se encuentre en los conceptos de resistencia y rebelión, y no tanto en el de revolución.

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