Las causas de tal catástrofe son variadas. Unas tocan de lleno a los responsables de la conducción de este deporte que tantas alegrías despierta en todos los países del orbe. Claro está que en algunos recae mayor cuota de responsabilidad que en otros. Los dueños de los equipos ocupan un lugar distintivo, primordial. Son ellos quienes deciden buena parte de la suerte posterior. Y, dentro de ese compacto grupo, habrá que identificar a los que tienen y ejercen mayor poder decisorio. Tanto porque son propietarios de varios equipos como porque se entrelazan con los medios de comunicación que transmiten los juegos. En esta trabazón, que llega a ser perversa, anida la mayor tajada de los recursos a repartir. De ahí se descuelga una hilera de personajes menores y dependientes pero influyentes también. Ya sean técnicos, funcionarios deportivos, patrocinadores o simples asesores. Por último destacan los futbolistas mismos que, sea por carecer de la calidad obligada o por haber sido escogidos mal o porque se desempeñaron sin sed de triunfo, han de cargar con la eficacia debida. El caso es que no es posible que un país, con más de 130 millones de hombres y mujeres asequibles a jugar este deporte, sea, consistentemente derrotado por otros que apenas tienen cuatro, seis, ocho, 11 o 20 millones de posibles futbolistas.
La organicidad de un deporte depende también de otros factores que escasean en la localidad. Por ello debe entenderse el número de ligas, la cantidad de partidos en cada una de tales ligas. Queda entonces la crucial labor de los observadores especializados en identificar talento primario. La integración de escuelas especiales, desde infantes hasta las previas a los equipos de primera categoría. El riguroso examen y vigilancia continua de las condicionantes físicas y mentales de los aspirantes a futbolistas. No se deben admitir equipos de primera división sin sus respectivas escuelas. O, también, la manera de interrelacionarse con extranjeros, ya sea para adiestrar, jugar, dirigir o formar talentos. Todos estos asuntos deben revisarse a cabalidad para romper el círculo vicioso que atenaza al futbol nacional. Que esta sea la última vez que se promete mejoría ante la crisis y, tanto el dolor provocado como los propósitos, se diluyan con rapidez ante el poder de los intereses en riesgo. Basta de repetir el círculo perverso de maniobras interesadas. Los éxitos alcanzados por las selecciones de menor edad certifica la existencia de talento de base.
Algo parecido ha ocurrido con los salarios mínimos que han prevalecido en la economía durante años, lustros, décadas de pensamiento conservador, torpe e inhumano. La sinrazón economicista de ningunear las necesidades de los trabajadores. La poca importancia a sus aterradoras limitantes que, durante todos los años del neoliberalismo prevalecieron. Los mandones en la industria, el comercio o la banca y los servicios se dedicaron a explotar a sus empleados hasta obligarlos a sumirse en la miseria.
El nivel de los salarios mexicanos aseguraban la pobreza no el bienestar. Se cayó, durante todo el periodo entre los 80 del siglo pasado y el inicio de este gobierno, en la estrategia criminal de promocionar la inversión a cosa del trabajo asalariado. La excusa siempre recayó en la inflación que se provocaría, en la competencia externa y en la indispensable productividad como tope a los incrementos.
La verdad es que siempre prevaleció una interesada y torpe visión empresarial por encima de todo lo demás. Los distintos gobiernos del país se plegaron a esa escala de nulos valores. Actuaron, en concreto, como los reales mediatizadores del crecimiento económico por no atender el indispensable empuje del mercado interno. Año con año la comisión de salarios aseguraba componer el problema y así pasaron décadas. Hasta que llegó al poder un nuevo liderazgo que puso el acento en el resarcimiento de lo perdido. Y ahí empezó una historia diferente de humano tratamiento.