Es muy probable que un consumidor de historietas actual se sintiera decepcionado si le propusiéramos la lectura de lo que fue la semilla del cómic en el siglo XVIII. Para que las historietas llegaran a verse como hoy se ven, tuvieron que recorrer un camino largo de mutaciones continuas, producto del contexto histórico, nuevos códigos artísticos o logros técnicos; una ruta señalada, de tanto en tanto, por lumbreras definitorias en la construcción de un lenguaje.
Uno de los pilares tempranos en la gestación de lo que hoy llamamos cómic, historieta o tebeo, es William Hogarth, nacido en 1697, en Bartholomew Close, Londres. La importancia del artista se manifiesta en su fama de ser hoy reconocido como uno de los padres del cómic y prácticamente el abuelo del cartón político; se movía camaleónicamente de la sátira al academicismo, de la pintura al grabado, de la narración secuencializada a la estampa en un solo cuadro. Era pintor, grabador, caricaturista, ilustrador y crítico de arte.
Hogarth no solamente abrevaba de la influencia de sus predecesores, como Albrecht Dürer, Pieter Bruegel el Viejo, Da Vinci y Michelangelo sino, además, de las experiencias traumáticas de una vida personal marcada desde temprana edad, como la de vivir desde niño con su familia en una cárcel para deudores. Por eso no es de sorprender que su obra esté poblada de apostadores, chicos malvados, ladrones, adictos y fauna de no muy fino pelaje del bajo mundo londinense, y que sus ciclos narrativos terminen muchas veces en la cárcel, en el manicomio o en la tumba.
El Newton de la caricatura
En las historias de Hogarth, el destino de los personajes ya no depende, como en las obras mitológicas o religiosas, de una fuerza metafísica, sino de una elección moral, de un dilema afrontado por el personaje al tener que escoger entre el vicio y la virtud. En esta categoría están algunas de sus obras secuencializadas más famosas como A Harlot’s Progress, de 1732, que narra la desventurada historia de una cortesana, así como A Rake’s Progress, su equivalente masculino de 1735, que cuenta el destino fatal de un apostador empedernido que termina encerrado en el manicomio.
La muy versátil obra de Hogarth no sólo abre una ventana para asomarnos a la historia y a la sociedad inglesa del siglo XVIII, también nos enseña etapas fundamentales en la evolución del cómic y la caricatura política mundial, que corresponde a una nueva manera de mirar el mundo.
Su legado es hijo de una época, un tiempo que sentaría las bases de las expresiones pictóricas del siglo XIX y que dieran lugar después al arte contemporáneo. El artista prácticamente pertenece a la misma camada de los protagonistas de la revolución científica y filosófica de finales del siglo XVII que en Occidente fundó el paradigma empírico racional y preparó el camino para la expansión del capitalismo.
Hume, Locke y Newton fueron artífices de una revolución de las ideas que necesariamente tuvo su correspondencia en el campo de las artes. Podemos arriesgarnos a decir que Hogarth fue a la caricatura política y a la pintura inglesa, lo que Newton fue a la física. Su obra, en este sentido, se inscribe en la intención de fundar una tradición artística laica; los motivos metafísicos o las celebraciones monárquicas dan paso a las representaciones de lo social y lo político, a la indagación de la realidad contemporánea.
A Hogarth le gustaba perderse en paseos por los alrededores de Smithfield, durante la Feria de San Bartolomeo y recorrer los laberintos que ofrecían gran variedad de imágenes ricas en personajes y espectáculos; esta experiencia vital le hizo componer grabados que llevan al ojo a pasearse por las láminas en pos de descubrir personajes y significados en disposiciones casi laberínticas.
En su libro Análisis de la belleza, de 1753, donde habla de los seis principios de la belleza artística (competencia, variedad, regularidad, simplicidad, complejidad, cantidad), dedica un capítulo entero a hablar del placer del espectador cuando la mirada caza, prácticamente, objetos y personajes.
Las imágenes de Hogarth pueden considerarse polisémicas, pues ofrecen al espectador un universo de significados listos a interpretarse.
Esta característica, que el investigador Thierry Smolderen llama “humorismo poligráfico”, ha puesto en duda para algunos la naturaleza de critica política en la obra de Hogarth pues, dicen, no se manifiestan dualidades o posiciones antitéticas ante un discurso oficial, sino una multitud de
significados.
Más allá de esta controversia, el fin del arte para él era la representación de la realidad a través de las experiencias vitales de un personaje, de una puesta en escena, de contar una historia; una idea del todo compatible con el iluminismo, con la idea de iluminar, descubrir y explicar.
Narrar con imágenes: la prehistoria del cómic
La observación de la vida cotidiana, de sus miserias y realidades, reflejó su crudeza necesariamente en lo cómico. Personajes como Cervantes, Rabelais y el mismísimo Shakespeare, también legitimaron lo cómico a través de nuevos héroes trágicos, burlescos, bien acogidos tanto por la burguesía como por los estratos más bajos de la sociedad. Ejemplo de ello son las ilustraciones para el Quijote, fechadas en 1726, donde el autor subraya lo grotesco por encima de la representación heroica clásica de los personajes.
Los rasgos que distinguen a Hogarth como un artista popular incluyen, entre otros, el hecho de haber derrumbado, con sus estampas satíricas, los confines culturales de la “alta” y “baja” cultura; él mismo se convirtió en su propio editor, optando por una producción popular de bajo costo, menos lucidora y prestigiosa que la de un pintor clásico, pero que lo popularizó y lo hizo rico rápidamente.
Sus grabados exigían un estilo que fuese compatible a la narración de historias, a la crónica contemporánea, y nada mejor para ello que la sátira. Las composiciones de Hogarth revolucionaron la manera en que las imágenes eran concebidas: entre la noticia y la ilustración, entre el periodismo y lo literario.
Sin embargo, para un lector moderno es muy difícil leer y encontrar las claves para entender sus obras; la distancia del tiempo y del espacio las hacen incomprensibles y crípticas; expresiones cuya lectura es, pareciera, sólo posible para el ojo entrenado y son, sin embargo, el caldo primordial donde ya encontramos algunos elementos de la caricatura política y la historieta contemporánea.
Las claves para su lectura hay que buscarlas en una forma de entretenimiento que, a partir del segundo cuarto del siglo XVIII, conquistaba los corazones de todas las clases sociales: el teatro. Obras como A Harlot’s Progress contienen láminas cuyo significado puede leerse a la luz de su tiempo. El artista emplea una técnica convencional de la pintura histórica, que consiste en darnos indicios en cada cuadro, de una secuencia narrativa.
Más allá de los símbolos ocultos en cada lámina, que son un montón y que Hogarth se ufanaba en esparcir con singular alegría, y de la multiplicidad de significados que pueden tener leídos en el contexto de la época, sus trabajos tienen que ver con la historia del cómic porque inauguran una manera de abordar la narración a través de imágenes.
Las del autor inglés son láminas concatenadas con un personaje de ficción recurrente, con un protagonista cuyas vicisitudes se siguen progresivamente; cada imagen adquiere sentido y se enriquece en una sucesión cronológica que forma parte de una narración más amplia.
Se puede decir que con Hogarth estamos asistiendo a las primeras intentonas de pasar de la ilustración a la narración, de hacer que el texto verbal sea poco a poco un paratexto de las imágenes, que las palabras se subordinen a ellas y no al revés. Para saber más: https://www.youtube.com/channel/UCPwoxS_sBqtJdK8zdkHZ9fw
Historieta y cartón político
Mientras los cómics modernos cuentan en sus cuadros acontecimientos que se suceden cada minuto o cada segundo, las historias de William Hogarth se despliegan a través de los días, de los meses o de los años, como en The Harlot’s Progress. A partir de Hogarth, en general, la carrera de la historieta hará menos complicados sus cuadritos, sacrificará la complejidad gráfica en pos de la complejidad narrativa, en gran parte impulsada por el descubrimiento de la fotografía.
Hogarth consigue que el público se convierta en constructor de la historia al dar indicios de cómo continúa. En este mismo orden de ideas de “tiempo interrumpido”, también son frecuentes sus guiños a las teorías de su época: por ejemplo, al “mundo máquina”; de ahí la constante aparición del reloj como un símbolo de la idea mecanicista del universo.
Junto con Rodolphe Topffer, Richard Felton o Wilhelm Busch, William Hogarth se disputa la paternidad del primer cómic de la historia, mientras que caricaturistas políticos como Thomas Rowlandson o James Gillray fueron los continuadores en la evolución del cartón político moderno, del cual Hogarth también es precursor.
Las sátiras de la litografía francesa del siglo XIX en manos de Daumier y Jean Ignace Grandville, también son sus herederas, y más cercanos en el tiempo podemos reconocer su influencia en caricaturistas, historietistas e ilustradores como Ronald Searle, Martin Rowson, Steve Bell, Thomas Moore o Robert Crumb. Su influencia es tal que, en una premonitoria casualidad histórica, el padre de la caricatura política tenía un perro pug que se llamaba Trump.
En 1763, William Hogarth sufrió un ataque que lo dejó paralizado y murió en 1764, dejando tras de sí un inmenso legado en los campos de la estética, la lingüística, la narratología, la sociología y la historia del arte.
Aunque Hogarth ha quedado sepultado bajo las ediciones de Marvel y los manga, su trabajo da claves muy interesantes para comprender el lenguaje y la evolución de dos hermanas de la “iconósfera” de hoy: la caricatura política y la historieta.