Las inesperadas lecciones que Rosa Nissán nos ha dado integran sus tres libros y saltan como chorros de agua pura de la gran fuente de su vida: Novia que te vea, Hisho que te nazca y Me viene un modo de tristeza. Para mí, conocerla fue un regalo de la corte celestial. Cuando el presidente de México Luis Echeverría nombró a Rosario Castellanos embajadora de México en Israel, heredé uno de sus talleres. En la mesa, entre muchas otras, apareció la cara redonda y el pelo corto de Rosa Nissán y, sobre todo, sus comentarios tan sorprendentes como originales.
Una mañana gris Rosa llegó a mi casa en su carromato de gitana y me gritó desde la calle: Vámonos al Desierto de los Leones
. Y sin más, ya dentro de las gruesas paredes del convento me ordenó: “Ahora grita: ‘¡Soy joven, soy bella, soy chingona!’” ¿Estás segura, Rosita?
“Sí, Ele, tú grita, no te preocupes, sólo te van a oír los árboles”.
Desde entonces, ese grito no ha dejado de recorrer las ramas de los árboles y las alas de mi alma, y ha llegado hasta las playas del Caribe, porque no hay recuerdo más bonito que ver a Rosa caminar en el malecón de La Habana al que azotan las olas. Ese grito quedó impreso en su primer libro: Novia que te vea y siguió en los demás. Ese grito ha marcado la obra novelística de Rosa y la de varias de sus seguidoras; ha liberado a muchas de las mujeres que viven en su colonia –la Condesa– a todos los que se aventuran por el parque México, a los enamorados, a las pajaritas de papel que tienen miedo de desplegar sus alas y volar por sí solas.
Desde que Oshinica, perteneciente a la comunidad sefardí en México, decidió en los años 50 escribir Novia que te vea, a Rosa Nissán le crecieron las alas de un alma pura y totalmente inédita en su comunidad. Rosa Nissán nos enseñó el arte de vivir las costumbres de una comunidad judía en México. A lo largo de sus años de escritura, se propuso rescatar con su mirada limpia, su capacidad crítica y con sus gritos de liberación a muchas seguidoras provenientes de un cierto medio social que tenían vidas más o menos parecidas. Novia que te vea, Hisho que te nazca y Me viene un modo de tristeza son tres volúmenes que conforman un relato de vida que le habría encantado a Susan Sontag, por ejemplo, y a Irène Némirovsky, en Francia; a la estadunidense Dara Horn; a Jacqueline Shohet Kahanoff, ensayista y periodista israelí.
Aunque tenemos escritoras de la talla de mi venerada Esther Selingson, de la gran Margo Glantz, de Mariana Frenk y de su hija Margit Frenk, de Miriam Moscona, que sonríe cual rosa sin espinas, ninguna tan libre como Rosa Nissán. Si las demás nos tiramos al agua, es gracias a ella. Lecturas, talleres de literatura, conferencias, pláticas al aire libre salen a volar de las páginas de su Novia que te vea. Todavía hoy, su obra Los viajes de mi cuerpo nos hace volver sobre la página y preguntarnos: ¿De veras escribió eso?
Nada de sonrojarse, puras carcajadas liberadoras que se mezclan al sonido del agua de un arroyo que desciende desde lo alto de una infancia severa y prejuiciosa.
Otros y otras han escrito sobre el judaísmo, grandes escritoras mexicanas se han ocupado de su religión y sus ancestros: Margo Glantz en su Genealogías me hizo reír y llorar, Sabina Berman en su conmovedora La Bobe se me volvió una oración nocturna, Esther Seligson a lo largo de su obra de creación y de crítica lo mismo que Angelina Muñiz-Huberman. Sin embargo, nadie habla de su judaísmo con la confianza, el desparpajo de Rosa Nissán. Si todas fuéramos como ella, si hubiera más Rositas Nissánes, los conflictos entre los pueblos amainarían.
Frente a Rosa Nissán lo último que se me ocurre es pensar si soy judía o cristiana o menonita o atea o testiga de Jehová o aleluya o harekrishna o santera o encueratriz.
Rosa nos enseña que el amor es posible más allá de las religiones, y junto a ella rezamos pidiendo que algún día, muy pronto, todas volemos al unísono todos los tapetes persas, israelíes, palestinos, mexicanos, gringos y conjuguemos el verbo que Rosa Nissán promueve envuelta en la chalina transparente de su libertad.
La presencia de Rosa en la literatura mexicana es un tesoro. Recuerdo especialmente a Esther Seligson, porque sé que ella, maestra, filósofa, capaz de reír de sí misma, la habría tomado en sus brazos. Oí a Esther Seligson reír en muchas ocasiones, así como la vi venir hacía mí con sus pies desnudos sobre la arena del desierto, antes de reunirnos en su casa de Jerusalén.
Ir a un café con Rosa Nissán es correr varios riesgos. Si un mesero le dice que no tiene leche de soya, Rosa responde airada: ¿Cómo que no tienen leche de soya?
, y ordena: A ver, chulo, aquí a dos cuadras está Superama, ve y tráeme leche de soya
. La relación de Rosa con los alimentos espirituales es única, pero la que tiene con los terrestres es absolutamente dictatorial. No hay más remedio que obedecer.
Después de varios años de asistir a diversos talleres, el de Agustín Cadena, el de Juan Villoro, el de Tatiana Espinasa, el de Rosa Beltrán, el de Hugo Hiriart, Rosa Nissán, maestra consumada, imparte sus propios talleres. Asistí al de Autobiografía, en Casa del Libro, que dirigía Carmen Carrara, y me impresionó la excelencia de su clase, preparada con transparencias y libros de autores de diversos países. En esa clase, comprobé que el entusiasmo, la cultura y la generosidad han convertido a Rosa Nissán en comprometida guía literaria.
El video que acompañó una de sus novelas Three Beautiful Ladies, en el que Rosa vuela en el cielo sentada en posición de loto sobre la alfombra de Aladino, la pinta de cuerpo entero. El aplomo de Rosa Nissán al impartir cátedra se lo da su obra y las difíciles decisiones tomadas a lo largo de su vida, o mejor dicho de su vida-obra, ya que Rosita se construyó a sí misma a medida que publicaba sus novelas. De todas, la más atrevida es Los viajes de mi cuerpo, que no habría podido darse sin Novia que te vea o Hisho que te nazca o Me viene un modo de tristeza, páginas que le hicieron atravesar precipicios y la llevaron a ser la rosa que ella es ahora. De tanto crecerle pétalos, Rosa adquirió la certeza de que su público lector la quiere, y aprendió a creer en sí misma. ¿Puede pedirse algo más?
Hoy por hoy, es imposible pensar en la colonia Condesa sin Rosa Nissán. Cuando enfermó gravemente, toda la Condesa se mantuvo en alerta. Rosita es la Condesa, su escritura nos revela a la Condesa y también a otro mundo insospechado, el de una escritora que abre los brazos, los eleva al cielo y grita a todo pulmón: ¡Soy Rosa Nissán, escribo libros buenos para gente buena y quiéranlo o no, soy una chingona!