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El fotógrafo de nuestros volcanes / Elena Poniatowska

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Fotografía de Rafael Doniz perteneciente a la exposición ‘Vulcano’, que se presentó en la galería Manuel Felguérez en 2010. Foto tomada de la página oficial del artista
23 de octubre de 2022 09:08
El fotógrafo Rafael Doniz (1948) nació en la Ciudad de México, en una colonia fundada en la época de Lázaro Cárdenas llamada Estado de Michoacán; a tres calles de ahí se construyó una escuela con la ideología cardenista de enseñar a los niños el amor y la cercanía con el campo.

Su obra se ha expuesto en las principales ciudades de América y Europa. Es autor de los libros Simbología de la forma, Héroes anónimos y Popocatépetl-Iztaccíhuatl: Montañas sagradas de México, y comparte:

“Las escuelas eran muy grandes y estaban divididas: hombres y mujeres, pero en los dos espacios había un hortelano que enseñaba a sembrar además de talleres de carpintería, herrería y dibujo, pero el espacio mayor era una huerta, un llano en el que nos enseñaron a sembrar, a regar, a cosechar. Cuando caminaba de la casa de mis padres a la escuela había un ángulo donde yo veía perfectamente bien los volcanes, siempre me atrajeron. Los veía más blancos que ahora, y no creo equivocarme, porque con el calentamiento global no todo el año están cubiertos de nieve. Siempre los miraba y ese fue el inicio.

“Mi familia fue numerosa, éramos 13 hermanos; yo era el penúltimo y el mayor era deportista, practicaba el alpinismo. Junto con otro amigo, se iban un sábado a las dos o tres de la tarde, no tenían auto y llegaban a Tlamacas, en medio de los volcanes, que es como El Paso de Cortés; ahí sigue habiendo un resguardo para los alpinistas. Mi hermano y su amigo se instalaban, y a las tres de la madrugada empezaban el ascenso. A las nueve o 10 de la mañana subían al cráter y bajaban, se especializaron. Yo lo escuchaba, eran años de diferencia entre los dos y me emocionaba mucho su pasión por los volcanes.

Camino a Tlamacas

“Nos contagió a tal grado que mi padre, cuando ya estaba en una edad madura, cerca de los 60 años, muy emocionado pidió a mi hermano que lo llevara. No llegó a subir a la cumbre porque lo llevaron por un camino que después entendí por qué no había podido subir, ya que yo también lo intenté, un camino que va desde la papelera San Rafael, pero muy difícil, con algunos pasos muy angostos; tenías que ir muy pegado a las rocas, porque podías caer de ocho o 10 metros de altura, muy, muy peligroso. Mi papá sólo pudo llegar hasta Láminas, uno de los resguardos. Yo llegué a subir más, lo intenté de manera inexperta, pero atrevida con unos amigos, tratamos de subir, mas era verdaderamente un esfuerzo, y regresaba yo con tres o cuatro kilos de menos...

“Después de esos intentos otros amigos me dijeron: ‘Estás mal, ¿cómo te atreves a ir por ahí? Ven conmigo’, y me invitaron a subir a Tlamacas, con unos guías especializados, y pude ascender al Popocatépetl. En ese entonces, debía tener unos 17 años; no estaba relacionado con la fotografía, y subir me hizo sentir muy mal, muy mal. Llegué al cráter, pero estando ahí, me sentí peor, eran tres mis acompañantes, y me dijeron: ‘¿Te vas a quedar?’ Pensé que me estaban bromeando, porque ya habíamos subido al cráter y les respondí: ‘No, vamos a bajar’. ‘Nosotros vamos a bajar’. ‘¿Adónde?’ ‘Al labio superior’, que es una parte del cráter más arriba. Como se fueron, ya no me dejaron decidir y hubo un momento en el que, angustiosamente, por no quedarme solo, fui, y logré el ascenso con mucho trabajo.

“Cuando pude ascender al Popocatépetl fue con dos muchachos muy competitivos, uno era originario de los volcanes, se separó de los otros dos y vio que empecé a sufrir y me dijo: ‘Mira, a la montaña hay que ir con respeto, pedirle permiso para subir y no se trata de competir. La montaña nos hermana, nos hace tener una introspección para pensar’. Si ves a alguien que está sentado, le preguntas si necesita ayuda y le ofreces del agua que llevas o un dulce de miel. Es como una religión. Me dejó marcado, y unos años después, ya fotógrafo, la mayoría de los temas de mi trabajo son la gente ligada a la tierra.”

–¿Como el libro que hiciste de Juchitán con Toledo?

– Mi participación fue muy emocionante, por presenciar una lucha histórica entre la Cocei y las autoridades del Istmo, de un pueblo que masivamente se fue a la plaza a decir basta y querer un cambio, igualdad, justicia. Ahí conocí a Francisco Toledo, y a partir de él participé en las luchas del pueblo. Tomé muchas fotografías en Oaxaca, pero siempre me jalaron los volcanes y regresé a verlos. De niño, las imágenes con los calendarios de los volcanes también son parte de mi memoria. Me obsesionaron y también me lancé al Pico de Orizaba. Estuve en La Malinche, no llegué a las cumbres, porque sólo los montañistas muy especializados logran hacerlo, aunque sí subí a una parte bastante alta. Siempre me emocionaba mucho y me dije a mí mismo: Haz un libro sobre volcanes de México. Entonces, hace como unos 15 años, logré una exposición que se llamó Vulcano, y se presentó en la galería de Manuel Felguérez, en la Universidad Autónoma Metropolitana, en Xochimilco. Puse alrededor de 30 imágenes grandes en blanco y negro y me di cuenta de que era difícil domesticar a los volcanes de México, porque tienen vida propia y cambian cada día.

–¿Por qué?

–Pues porque el territorio es inmenso. Ir al Ceboruco, a Colima, al Volcán de Fuego, cuánto iba yo a tardar. Yo mismo me convencí de que los volcanes eran los más emblemáticos y que yo tenía mi amor y mi interés, y desde un principio fueron el Popo y el Izta. En la cultura antigua se decía que el Popo se quedó arrodillado velando a su amada que murió, una evocación muy hermosa a la que me aficioné mucho. Subí con frecuencia a verlos y hablé con los montañistas. Me uní a un pintor que también le gustaba mucho el paisaje, discípulo del maestro Nishizawa, José Castelao, es de los pintores que todavía le gusta ir a lugares aislados como el Desierto de Sonora, donde él se inspira y saca su caballete y se pone a pintar.

Experiencias con Alfredo López Austin

“Empecé a hacer una selección y me emocioné, porque junté como 250 imágenes que me gustaban y trabajé mi estudio, las imprimí, las separé, hice una limpieza: ‘Esta definitivamente se queda; esta voy a ver’, hasta que logré la selección del libro Popocatépetl-Iztaccíhuatl: Montañas sagradas de México. Fue en ese momento que le hablé al maestro Alfredo López Austin. En 1980, cuando lo de Juchitán, fui a una fiesta en uno de los pueblos mareños, llegué en una pickup que tenía en esa época con un cámper atrás. Llegué, era hacia el atardecer, y de repente veo que me saludan Alfredo López Austin y su esposa, que ya me habían presentado en Oaxaca. Lo vi un poquito preocupado: ‘Rafa, ¿a qué hora regresas a Oaxaca?’ ‘No, yo regreso mañana’ ‘Híjole, es que no tenemos dónde quedarnos y pensé que nos podías dar un aventón’, y le dije: ‘No te preocupes, si quieres se pueden quedar en mi cámper’. ‘¿Y tú?’... yo iba solo, viajé solo: ‘Traigo un sleeping, me meto en la cabina del carro’. ‘No, cómo, Rafa’. ‘Tú vienes con tu esposa, quédense’. Nunca se olvidó de mí, donde me viera: ‘Rafa, ¿cómo estás?’; me preguntaba por mi trabajo. Cuando se publicó el libro de los coras, hizo una introducción pequeña un antropólogo de Nayarit, y cuando se lo mostré a Alfredo, le dije: ‘Fíjate que va a haber una exposición de las fotos del libro’, y él me ofreció presentarlo: ‘¿Me dejas hacer la presentación en el museo?’ Lo publicó la UAM en el 40 aniversario de su fundación. Alfredo, gentilmente, hizo una maravillosa presentación. Hubo gente que lloró de la emoción con lo que dijo Alfredo de mi trabajo. Era un hombre muy sensible, muy sabio, muy hermosa persona.

“Él sugirió que el libro de los volcanes lo acompañara con fragmentos de poesía náhuatl. ‘Alfredo, hazme un favor, ayúdame a darle forma’, y le dedicó tiempo para corregir y hacer la traducción más exacta del náhuatl. Hice un tiraje muy pequeño para promoverlo. Todavía pude entregárselo a Alfredo y estaba sumamente contento; me dijo que le daba gusto haber colaborado conmigo y le respondí: ‘Es al revés, Alfredo, estoy feliz de que me hayas ayudado’. Ahí quedó.

Los volcanes son nuestra poesía, los volcanes son evocación, provocación, emoción, es algo grandioso, son punto de identidad para todos los que habitamos este territorio.

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