Aunque entre ambos hubo muchas diferencias en tanto que fenómenos geológicos y de dimensiones de la destrucción humana y material, comparten dos similitudes: la primera es que dejaron huellas dolorosas y perdurables en el centro del país y marcaron la vida y la fisonomía de su capital; la segunda es que en los dos casos la corrupción tuvo un papel determinante para magnificar la devastación, obstaculizar la atención a las personas damnificadas y entorpecer la reconstrucción.
Cabe recordar que en el primero de esos episodios casi todos los edificios antiguos del entonces Distrito Federal quedaron en pie, en tanto que la gran mayoría de los que colapsaron habían sido construidos en las tres décadas anteriores.
El dato dejó al descubierto la carencia de normas adecuadas de construcción, así como de licencias expedidas de manera irregular. Además de las decenas de miles de muertos, de los más de 30 mil damnificados que fueron reconocidos oficialmente –aunque las organizaciones sociales surgidas en ese tiempo indicaban que la cifra era mucho mayor–, de los cientos de miles de empleos perdidos y de los daños a la infraestructura –particularmente grave, en lo que respecta a la pérdida de hospitales y escuelas–, se padeció el pasmo ante la tragedia por parte de las autoridades capitalinas y federales y la manifiesta incapacidad gubernamental para responder adecuadamente y acudir en ayuda de los afectados.
Un dato revelador es que 30 años después del sismo, en 2015, aún quedaban algunos campamentos de personas que perdieron sus hogares y no recibieron ningún apoyo de las instituciones.
A raíz del terremoto de 1985 los reglamentos de construcción fueron modificados a fin de dotar a las edificaciones de mayor estabilidad y seguridad.
Sin embargo, 32 años después el sismo de 2017 exhibió que en muchos casos tales normativas no habían sido respetadas y se habían vulnerado disposiciones sobre uso de suelo, construcciones levantadas sin autorización, así como una desaforada especulación inmobiliaria. Tales vicios incidieron de nueva cuenta en la pérdida de cientos de vidas y de miles de patrimonios familiares, tanto en la Ciudad de México como en Puebla, Morelos, Oaxaca, estado de México, Chiapas, Tlaxcala y, en menor medida, Guerrero y Veracruz.
La Auditoría Superior de la Federación reportó opacidad en el manejo de las donaciones nacionales internacionales recibidas por el gobierno para atender a los damnificados y el fondo de reconstrucción establecido fue objeto de desvíos y desfalcos.
En 1985 y en 2017 el país pudo constatar, pues, que la corrupción mata y multiplica los impactos de fenómenos naturales.
Buena parte del territorio nacional está situado en zonas sísmicas y los terremotos no pueden preverse ni evitarse. En cambio, la deshonestidad en el manejo de los recursos públicos y la aplicación corrupta de leyes y reglamentos deben ser erradicadas para siempre.