La Tierra está que arde. Se derriten sus polos fríos para derramarse en océanos envenenados y mares semimuertos, mientras los ríos devienen páramos líquidos que inundan pueblos y ciudades despiadada y suciamente. Está todo en las noticias.Voces que argumentan, gritos de angustia, y movimientos sociales recorren el mundo llamando a detener el desastre global del capitalismo, pero poco o nada cambia, mientras el reloj del colapso acorta cada día sus plazos.
Nunca basta repetir que una de las esperanzas más firmes, quizás la más posible, viene de los pueblos originarios y campesinos que siguen con sus pies en la tierra, la consideran patrimonio futuro para sus hijos y nietos, no mercancía.La embestida brutal del capitalismo tiene entre sus predilectas víctimas propiciatorias a estos pueblos, pues estorban para el mejor avance de los planes e inversiones inmediatas.
Las comunidades claman: no más minería, no más saqueo del agua y los elementos de suelo y subsuelo, no más proyectos de-arriba-para-abajo que destruyan la materia y la sabiduría práctica de los grandes sobrevivientes del planeta.Toda América oye sin escuchar las voces de alarma de estos pueblos. ¿Cuándo llegará el momento en que sea demasiado tarde? La experiencia indígena brilla aun tan cerca como estamos de la medianoche.
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