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Graciela Iturbide: una vida en imágenes / La Semanal

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04 de septiembre de 2022 11:41

Lee aquí el nuevo número completo de La Jornada Semanal.

 

Larga y fecunda es la trayectoria y la obra fotográfica de Graciela Iturbide (Ciudad de México, 1942), multipremiada y cómplice, discípula y amiga de escritores, poetas, pintores y por supuesto fotógrafos, entre ellos Manuel Álvarez Bravo y Josef Koudelka. En este autorretrato hablado, nos deja ver períodos de su vida y fases de su trabajo, encuentros y desencuentros con la naturaleza y las personas que son y fueron suyas, y afirma: “Con esa fuerza telúrica, volcánica, arribo a mis ochenta años.”

 

Fui a Japón y a Machu Picchu a tomar fotos de piedras. Me dio por fotografiar piedras en esta fase de mi vida. Estuve en Puebla y me enamoré de los tecalis, sobre todo cuando los tallan entre atmósferas de humo, pero cambié el curso de mi investigación e intereses cuando me invitaron a Lanzarote a dar una conferencia. Me cautivó el lugar y decidí quedarme más tiempo. Tuve un asistente que, además de ser fotógrafo, tenía coche y podíamos desplazarnos con mucha libertad. “Este es el principio del mundo”, pensé cuando conocí ese paisaje constituido de grandes y caprichosas formaciones de lava. El arte violento de la naturaleza. Fue un mes de relación amorosa con los volcanes. Susan Sontag me acompañó con El amante del volcán y evoqué su ensayo Sobre la fotografía. Regresé con la convicción de visitar el Paricutín y de adquirir un cuadro del Dr Atl. Estuve en la isla de La Palma durante la erupción; desde lejos vi la lava descender al mar, derritiendo y consumiendo todo a su paso. Más que escuchar, sentí el rugido del volcán. Fue una experiencia muy honda, muy conmovedora. Lamenté mucho que no me dejaran pasar porque no estaba acreditada como periodista. Mi amigo Carlos Payán me prometió alguna vez darme una credencial de La Jornada como fotorrepo rtera, pero se nos pasó el tiempo a los dos. Quiero captar esa energía en imágenes fotográficas. Es la experiencia visual más fuerte que he vivido hasta ahora. Con esa fuerza telúrica, volcánica, arribo a mis ochenta años.

 

La oveja negra

Nací y crecí en, un medio muy burgués, ultraconservador. Fui, por otro lado, la mayor de trece hermanos educados en colegios religiosos. A mí me internaron en el Colegio del Sagrado Corazón. Allí aprendí a amar a los poetas del Siglo de Oro español y a cultivar mi soledad. Cada año me elegían para una obra de teatro en la que personificaba a la Virgen María y al final me elevaban sentada en una tabla. Era una escena fellinesca, pero eso lo supe muchos años después. En mi familia abundaban los obispos, arzobispos y gente del alto clero. Me casé a los veinte años y a los veintiuno descubrí que en realidad no creía en nada de esas enseñanzas. Por suerte mi esposo, Manuel Rocha Díaz, era un arquitecto liberal, culto, y tenía una forma distinta de pensar, aunque provenía de una familia muy acomodada. Después de nueve años me divorcié y comencé a buscar otros horizontes. Con mis hijos siempre mantuve una relación muy cercana, muy abierta. Mauricio, Manuel y Claudia, quien falleció a los seis años. Con Mauricio y Manuel he compartido siempre mis proyectos
y ellos los suyos conmigo. Mauricio es arquitecto y Manuel, músico, se fue a estudiar música contemporánea a Francia. Tengo tres nietos.

Me hice muy amiga de Arnoldo Martínez Verdugo, a quien me tocó esconder por un tiempo en mi casa cuando el gobierno mexicano lo perseguía. Nunca pertenecí al Partido Comunista, pero el partido me entregó un día un carnet con mi nombre. Eso hacía suponer que ya éramos camaradas, pero no, en realidad no milité, aunque estuve muy cercana a sus acciones. En una ocasión me pidieron que trasladara a un grupo de campesinos; no me dijeron que fuera peligroso, cuando en realidad estaba transportando guerrilleros. Les servía de parapeto porque ¿quién iba a desconfiar de una muchacha burguesita? Tengo la bendición del Papa cuando me casé, el carnet del Partido Comunista y el premio de Paris Foto. Tres grandes reconocimientos.

En realidad yo quise estudiar literatura para ser escritora, pero mi padre puso el grito en el cielo cuando le manifesté mis deseos. Con el tiempo fui descubriendo secretos familiares que se guardaban a piedra y lodo. Fui la oveja negra de la familia, o por lo menos la primera, porque luego un hermano, Edmundo, se fue a Playa del Carmen, se volvió hippie y adoptó el nombre de Julius. Fue muy amigo de Paco de Lucía. Tenía allá una cabañita y supe que ejercía de psicoanalista, aunque no lo era.

Tras mi divorcio decidí inscribirme en el Centro Universitario de Estudios Cinematográficos. Aparezco, por cierto, en la ópera prima de Jaime Humberto Hermosillo: Los nuestros, y fui premiada como mejor actriz. Creo que tenía buena presencia de cámara. Me buscaron mucho de la industria cinematográfica para convencerme de seguir en la actuación, pero resulta que Rebeca Iturbide es mi tía. Cuando decidió hacerse actriz toda la familia le retiró la palabra. No acepté invitaciones ni propuestas porque significaba la ruptura total con mi familia y no era mi propósito. Me concentré en el cine.

Del cine a la fotografía

Cuando entré al CUEC estaba convencida de que iba a aprender a escribir guiones, tal vez a dirigir o a fotografiar. Eran los años setenta y las cámaras pesaban muchísimo. Jorge Fons me dejaba ayudarlo, también Leobardo López, de quien fui asistente en una de sus películas; Tony Khun fungió también como amigo y maestro. Esos vínculos se debían en buena medida a que yo era mayor que mis compañeros. De mi generación, algunos de ellos destacaron en el cine, como Mitl Valdez.

De mi paso por el CUEC conservo un documental-entrevista con José Luis Cuevas. Como era hipocondríaco me gustaba preguntarle de sus supuestas enfermedades. Tenía una memoria prodigiosa, se acordaba de cada lugar, de los personajes de la vida nocturna de Ciudad de México. Kenjy Katori digitalizó ese material y lo salvó. Nicolás Echeverría, cineasta, me está ayudando a editar esa filmación. Tengo muchas fotos de José Luis. Era una linda persona.

Un día tuve la oportunidad de encontrarme con Manuel Álvarez Bravo. Tenía un libro de él y se lo llevé para que me lo firmara y le pedí permiso para entrar a su clase. Descubrió mi interés por su trabajo y por la materia y me dijo: “¿Le gustaría ser mi achichincle?” Comenzó a llevarme a los pueblos, a las fiestas patronales, al campo. Sólo llevábamos dos cámaras, por si se nos averiaba una, pero nuestro equipo era muy ligero. Esos registros los hacíamos con una camarita superocho, que él me prestó y que él también utilizaba. Aunque le encantaba, me decía que el cine era para jugar. Su vehemencia venía tal vez de su temor de que yo no asumiera la fotografía como oficio vital. Mi padre era aficionado a la fotografía y me regaló de niña una camarita Brownie, que aún conservo. Nunca pensé que aquel obsequio paterno fuera el anuncio de mi profesión.

 

De influencias y maestros

Fui aprendiendo y me fui identificando con figuras tutelares. Cuando estuve en Roma, Pasolini se convirtió en mi guía por su espíritu anarquista: fue expulsado del Partido Comunista, El Vaticano prohibió El Evangelio según san Mateo y él defendió a las prostitutas. En mi recámara tengo toda su obra. En cada lugar he encontrado una figura y una razón para leer mucho del lugar, para entender sus dinámicas y sus iconografías. Desde niña me enamoraba de los hombres sólo por el hecho de ser artistas o poetas, no por su físico ni por su edad, me embriagaba saberlos en una esfera de creatividad en la que yo deseaba habitar y crecer.

Me fui seis meses a París y Colette, la mujer de Álvarez Bravo, me prestó su departamento. Luego llegó Álvarez Bravo y yo me subí al departamento donde vivía la mamá de Colette. Vino entonces Cartier Bresson a visitar al maestro Manuel. Afirmaba que ya no hacía fotografía, que sólo pintaba. Nos hicimos muy amigos y me invitaba a comer con él y su esposa. Bresson fue pintor antes que fotógrafo. En él destacan las composiciones perfectas, el manejo de la luz. Era muy culto y se quejaba de que los fotógrafos no leen, no se informan, no cultivan el intelecto. Un día me propuso ir juntos a una manifestación. Allí sacó su pequeña cámara Leica con la que fotografió todo lo que llamaba su atención.

Más que la influencia de Cartier, reconozco la cercanía de Josef Koudelka, que además ha sido un amigo entrañable. A él lo considero el fotógrafo del siglo XX. Venía a mi casa y se quedaba durante días en un cuartito donde acomodaba su saco de dormir, porque a él le gusta dormir así, aunque haya camas. No obstante, cuando detecto que hay rasgos de algún fotógrafo admirado en mi trabajo, de inmediato cambio el rumbo de mis búsquedas estéticas. Eso me pasó con Koudelka cuando advertí que una foto mía se parecía a las de él. Se lo dije y él asintió, por lo que la retiré de mi archivo. Álvarez Bravo me insistía mucho en ese riego y me reiteraba: “Hay que ver mucha pintura, Graciela, hay que visitar galerías y museos, leer libros de arte para aprender composición y no fotografía, que es lo que le dará el sello personal al discurso fotográfico.”

De Koudelka admiro su libertad, su espíritu de convivencia con las comunidades; por ejemplo su experiencia y su serie con los gitanos, con quienes vivió largo tiempo. Yo también hice mucha fotografía de gitanos porque conviví con ellos, pero sólo pensar que es uno de los distintivos de Koudelka me disuade de imprimir esa serie. Además de fotógrafo, fue ingeniero aeronáutico en la antigua Checoslovaquia. Documentó la invasión rusa, en lo que se llamó la Primavera de Praga. Luego visitó Londres y se exilió en Inglaterra. Koudelka tiene un altarcito de libros en mi casa.

 

Sin complicidad no hay retrato

Yo hago retratos sólo cuando la gente me lo pide, pero no les exijo que posen. Por ejemplo, esa serie del muxe, Magnolia, es porque yo estaba en una cantina. Me acompañaba Macario Matus, quien solía ir conmigo a diversos lugares. “Ay, mi amor, ¿por qué no me tomas una foto?”, me dijo Magnolia a bocajarro. “Por supuesto”, le respondí. Subimos a la planta alta y ella comenzó a hacer su propia escenografía, se cambiaba de ropa, se ponía el espejo en la cara, se movía a voluntad. Yo le dejaba ser. Había complicidad, que para mí es determinante. Sin complicidad no hay retrato. Por eso me quedo a vivir en las comunidades de pueblos originarios. Deben saber quién soy para que me dejen entrar en sus identidades, en sus vidas.

En los casos de personajes famosos como Monsiváis y Toledo, las fotos se dieron como ellos querían. Una vez le dije a Carlos Monsiváis que tenía ganas de retratarlo. Pasó el tiempo y cierta ocasión pasábamos por donde había unos maniquíes; sin decir nada fue y abrazó por la espalda al maniquí. En otra ocasión me invitó a su casa para que lo fotografiara con todos sus gatos. No se acercó más que uno. Temiendo que se le escapara lo tenía cogido por el pescuezo y parece que lo está ahorcando. No se cumplió el plan, pero aproveché para retratarlo con todos sus muñequitos y sus objetos de colección. En el caso de Toledo, fue él quien me dijo que le tomara la foto cuando fuimos al Jardín Botánico. Buscó una pistolita de alambre y se la colocó en la sien. La foto estaba hecha. Con Toledo tenía mucha complicidad, si no se le ocurría a él una cosa se me ocurría a mí. Algo semejante viví con José Luis Cuevas. Con Julio Galán también hubo mucha química e inventábamos numerosas actividades. Con todos ellos la fotografía se convertía en un juego ingenioso.

Con Pedro Coronel me pasó un accidente. Una vez fui a fotografiarlo. No tenía mucho tiempo porque había una marcha campesina en Puebla y del Partido Comunista me habían pedido que estuviera presente. Fue muy agradable la charla y él estaba en la mejor disposición para que lo retratara. Me metí al cuarto oscuro a revelar los dos rollos de la sesión. Estaba muy presionada y sin darme cuenta metí las películas en agua en vez de revelador. Perdí mi trabajo. Él murió al poco tiempo. Como dicen en Tuxtepec: “Camino quiere zapatos”, pero en este caso “cámara no quiso retrato”.

Una vez le pedí permiso a una amiga juchiteca, Catalina, de fotografiarla mientras se bañaba y aceptó. Cuando terminamos me dijo: “Te quiero pedir un favor muy personal. Tómale una foto a mi novio.” No entendí la petición y le pregunté para qué. “Me está poniendo los cuernos y quiero clavarle alfileres en el cuerpo y en la cabeza”, me respondió. Comprendí entonces el motivo por el que mucha gente me oponía resistencia para que la retratara. En otra ocasión visité la casa de una mujer relacionada con la santería y en sus paredes había muchas fotos torturadas con alfileres.

 

Series fotográficas

Mis cámaras favoritas son la Leica y la Mamiya, que es de formato mediano. Prefiero formas sencillas de fotografiar, con luz natural, sin tripié, sin telefotos y me mantengo en la fotografía analógica. Grandes fotógrafos como Sebastião Salgado, de quien soy muy amiga, ya emplean desde hace tiempo la cámara digital. Pero él hace un procedimiento para revelar en su laboratorio de París e imprimir sus fotos en plata sobre gelatina.

Entre mis primeros trabajos estuvo el de Juchitán porque Francisco Toledo me invitó a fotografiar su pueblo natal. Luego me fui a realizar un trabajo con los seris en Sonora. Iba por parte del Instituto Nacional Indigenista, pero no dije que iba enviada por dicha institución porque no era muy querida entre esa comunidad. Aunque viajé con el antropólogo Luis Barjau, les dije que yo iba por iniciativa propia, interesada en sus costumbres y en su cultura. Ya en esa época lo que yo estaba haciendo en realidad era despojarme de la influencia de Álvarez Bravo. Toledo me insistía mucho en que debíamos regresar a las personas y a las comunidades sus fotografías. Lo hice mucho en Juchitán, le obsequiaba a la gente sus fotos impresas. Luego doné toda esa serie a la Casa de la Cultura del pueblo. Me pasó también en Sonora con los seris. Expuse las fotos en un cuartito en la casa destinada a los médicos. Los invité a verlas y todos me decían: “no gusta, no gusta”. Cerré con llave y me fui desencantada y desconcertada. Al día siguiente fui y ya no había candado ni fotos. Cada uno tomó la suya y se la llevó para su casa. Antes de la pandemia visité la comunidad y aún se acordaban de mí y de Barjau.

Comencé a frecuentar sitios donde habitaban comunidades ancestrales, así fui a Chalma a sus fiestas, y continúo yendo porque mis hermanas tienen una casita en Malinalco y desde allí queda cerca. Quiero estudiar más su mitología, su sincretismo, sus dinámicas culturales. Al lugar siguen acudiendo prostitutas, ladrones, todo tipo de maleantes, más otro tipo de gente que va a pedir favores. Además, me encanta la parafernalia de la Iglesia católica con sus vírgenes, santos, su utilería.

Lo ausente y lo presente

He lamentado muchas veces no tener la cámara a la mano porque hay momentos que son memorables. Recuerdo en particular una vez en Tlaxcala cuando fotografiaba una bicicleta con pollos. En ese momento vi pasar a una señora mayor vestida de novia, iba con un señor también mayor arreglado para la boda. Un familiar recogía la cola del vestido en medio de una gran nube de polvo. Me cautivó la escena y me puse a contemplarla, como deseando registrar uno por uno sus detalles. Cuando reaccioné, cuando salí de ese estado de hipnosis, la imagen ya había pasado. Lamenté mucho no haber alzado la cámara y disparar a tiempo. Pero creo que en el fondo no quería tomarla, pretendía incorporarla, inconscientemente, en toda su dimensión estética. Así fue como la imprimí en mis recuerdos, como si se tratara de la escena de un filme del neorrealismo italiano. Mi vida está hecha también de fotos que no he fotografiado.

Cuando murió Claudia, mi hija –ya puedo hablar del tema, pero no pude hacerlo durante muchos años–, me dio por fotografiar “angelitos” en los pueblos. Esa afición por los funerales de niños era, tal vez, una especie de terapia. Cierta ocasión fui a Dolores, Hidalgo, y vi a un señor humilde cargando una cajita, acompañado por toda su familia. Le pregunté si podía tomarle fotos y no sólo accedió, me invitó a acompañarlos al cementerio. Cuando estábamos ya entre las tumbas, vi el cadáver de un hombre con la cara picoteada por los pájaros. Le hice unas cuatro fotos e inmediatamente dirigí la cámara hacia otro lado. El padre de la niña me miraba fijamente, con el dolor de su pérdida. La aparición de aquel cuerpo, del que nadie me supo decir su circunstancia y proveniencia, me estremeció de los pies a la cabeza. Pensé: “este personaje es la muerte”. Un estrépito de alas y graznidos irrumpió con gran potencia, cientos de aves ensombrecieron el cielo. Me olvidé del entierro y me puse a fotografiar las bandadas de pájaros. Me alejé del lugar con la convicción de que había tocado los límites, de que era un “ya basta, Graciela, deja en paz a los muertos”. Me vino a la mente un sueño recurrente, en el que una voz grita: “En mi tierra sembraré pájaros, en mi tierra sembraré pájaros.” Nunca como entonces comprendí que esa voz me reiteraba: la fotografía es vida, es tu vida.

 

 

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