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António Lobo Antunes, el arqueólogo de las emociones / La Semanal

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28 de agosto de 2022 09:54

 

Encuentra aquí completo el nuevo número de La Jornada Semanal.

 

António Lobo Antunes (Lisboa, 1942) es uno de los escritores más importantes de la literatura universal. Ha desarrollado una obra prolífica y centelleante. Entre sus libros –en los que aborda el recuerdo, la incertidumbre y la perturbada realidad– destacan 'Auto de los condenados', 'Fado alejandrino' y 'Conocimiento del infierno'. Celebramos al escritor –que el próximo 1 de septiembre cumplirá ochenta años de edad– con un ensayo sobre los vínculos entre su literatura y el humo del tabaco.

 

De la psiquiatría a la literatura

Nacido en el seno de una familia de médicos, António Lobo Antunes (Lisboa, 1942) estudió medicina en la Universidad de Lisboa. Desde su primera novela, Memoria de elefante (1979), su quehacer literario constituye una profunda exploración de la psique.

Teresa González Arce –coordinadora del Centro Documental de Literatura Iberoamericana Carmen Balcells– asevera: “El estilo de António Lobo Antunes se preocupa por diseccionar y explorar las capacidades de la mente humana.” Recuerda los temas centrales de su narrativa: la soledad y la muerte. Lobo Antunes participó durante veintisiete meses en Angola como médico militar del ejército portugués, experiencia que definió su especialización en el campo de la psiquiatría.

Tras abandonar la profesión de psiquiatra, Lobo Antunes se dedicó a desarrollar una obra prolífica de excepcional refulgencia. Es considerado por múltiples críticos como uno de los escritores más importantes de la literatura universal, ganador del Prémio Camões 2007, del Premio FIL de Literatura en Lenguas Romances 2008, del Premio Internazionale Bottari Lattes Grinzane 2018, entre otros, y su obra fue incluida en la Bibliothèque de la Pléiade de Éditions Gallimard.

El humo, origen de la memoria

El tabaco, su aroma, los cigarrillos, las volutas de humo, son indisociables de su existencia. Constituyen la esencia de su obra. António Lobo Antunes fuma sin cesar. El acto lo acompaña también en el recuerdo. Incluso en el sueño. Deviene en pilar de la memoria. Cuando conversé con él en noviembre de 2018 fumamos, cada uno, cinco cigarrillos. Durante la entrevista –que incluí en El origen eléctrico de todas las lluvias (Taurus, 2020)– le pregunté:

 

En el libro Entrevistas com António Lobo Antunes, 1979-2007. Confissões do Trapeiro, editado por Ana Paula Arnaut, usted reconoce y confiesa: “Cuando se está escribiendo no se deja de fumar.” ¿Cómo vincula la escritura con el acto de fumar?

Me contestó, irrebatible:

–Son indisociables. También digo que es terrible, es un amanecer horroroso al día siguiente. Fumo aunque he padecido tres tipos de cáncer: en los intestinos, en el pulmón derecho y después en el pulmón izquierdo. Tuve tres y sobreviví. Corrí con mucha suerte. Las enfermedades están curadas. Según los oncólogos, va a haber cada vez más cáncer en el mundo. Pero los resultados médicos son cada vez mejores. No me asustan las consecuencias. Comencé a fumar a los once o doce años con cigarrillos que robaba a mi madre. Me da placer. Si fumo cuando escribo, la ansiedad disminuye. Escucho el eco de mi tos. Me acuerdo de una frase de Oscar Wilde: “Puedo resistirlo todo, excepto la tentación.”

 

La dimensión de la ansiedad, aprendizaje de la agonía

La muerte de Carlos Gardel contiene la remembranza de Sesimbra, en invierno: “la playa, el castillo, los bosques de pinos en el camino de Lisboa, volutas de humo pasaban junto al malecón”. Tras evocar un dolor y pensar en un mirlo, planteó en No es medianoche quien quiere: “el humo salía formando nubecitas”. En De la naturaleza de los dioses aludió a la complejidad de la comunicación: “consultaba horarios rodeada de ecos, voces, humo, es el humo que me arde en los párpados, ahí tiene, no me vuelva a hablar de él, mucho humo, la Señora/ –A veces me apetece charlar/ objetos antiguos, fotografías, esculturas”.

En Fado alejandrino permanece cierta capacidad de asombro:

Con la cabeza apoyada en el respaldo de la cama y el humo elevándose por el espacio entre los dedos, se habituaba, asombrado, a los objetos familiares, del mismo modo que los enfermos de trombosis reaprenden sílaba a sílaba el olvidado vocabulario que ya saben: este cuadro, este bibelot, esta pintura, aquella puerta, como si las cosas poseyesen un pasado y al mismo tiempo careciesen de él, penosamente reconstituido en una especie de arqueología difícil de las emociones.

La muerte se presenta, como una especie de contorno de una figura, en Exhortación a los cocodrilos: “la silueta de la muerte lejos de nosotros, distante, como vista por azar desde la calle en el interior de un edificio donde no vivimos, acuarelas, personas, una mujer invisible que reía a carcajadas de porcelana y se rompía en el suelo, saludé al embajador mientras respondía al humo […] Celina abandonó la ayuda del cigarrillo.”

La frustración lo acompaña en En el culo del mundo: “salgo del cine encendiendo el cigarrillo a la manera de Humphrey Bogart, hasta que la visión de mi imagen en un cristal me desilusiona: en vez de caminar hacia los brazos de Lauren Bacall me dirijo de hecho hacia mi barrio”. Trazó una línea de aflicción: “al lado del conductor, con la gorra calada hasta los ojos, el vibrar de un cigarrillo infinito en la mano, comencé el doloroso aprendizaje de la agonía”. Escribió sobre el desconsuelo: “el cigarrillo ardía en el cenicero de estaño serenidades azuladas de incensario, el confort de los silencios domésticos redondeaba las dolorosas aristas de la desesperación”.

En No entres tan deprisa en esa noche oscura “la memoria a veces compartía el cigarrillo sacudiendo el humo con el abanico de los dedos”. Los recuerdos del humo son perennes.

“Acercó un cenicero rajado de la mesa central y se encendió un cigarrillo: el humo entró en sus pulmones con la avidez del aire por un globo vacío e inundó su cuerpo con una especie de entusiasmo sereno”, escribió en Memoria de elefante. Vincula el tabaquismo con el estado de angustia: “el médico lanzaba al aire de la pradera las señales de humo de un cigarrillo nervioso que traducía, sílaba a sílaba, la dimensión de su ansiedad”. Es asaltado por pensamientos etílicos. Un personaje se pregunta y responde:

¿Qué hacen por la mañana, pensaba, las personas que frecuentan los bares? Y se le ocurrió que al acercarse el final de la noche los bebedores debían de evaporarse en la atmósfera enrarecida de humo como el genio de la lámpara de Aladino, hasta que a la llegada del nuevo crepúsculo recuperaban carne, sonrisa y gestos demorados de anémona, los tentáculos de los brazos se extendían hacia el primer vaso, la música comenzaba otra vez a sonar, el mundo ingresaba en los carriles de costumbre, y grandes pájaros de porcelana alzaban vuelo desde el cielo de formica de la tristeza.

En Esplendor de Portugal, cuando Lena apaga su cigarrillo, “queda siempre un hilo de humo que tarda siglos en desaparecer”. Hay una evocación paterna en Yo he de amar una piedra: “mi padre solitario en el pontón con las cañas de pescar (el humo del cigarrillo mucho más grande que él)”. Buenas tardes a las cosas de aquí abajo contiene “el cigarrillo que no se atrevió a rechazar” un personaje “y que se consumía entre sus dedos sin ningún cenicero”.

Se aproxima a la desesperanza cuando conversa con un psicólogo y con un psiquiatra en Conocimiento del infierno. Advirtió: “Las puntas encendidas de tabaco eran las únicas estrellas que se conocían en el hospital.”

 

Asombro, esperanza

Céu, en Tratado de las pasiones del alma, se extendía

en la cama y encendía, con el mechero de carey, un cigarrillo francés de filtro dorado, del que echaba humo, hacia el espejo del techo, por el embudo del pintalabios. Los dedos libres desabrochaban los botones del sostén, la planta del pie se encogía y se distendía, incitante, un hombro, libre del tirante, se redondeaba en la colcha de ramajes […] yo con los ojos fijos en el monte cónico del pubis…

 

Lobo Antunes –su voz– se dirige a Iolanda, a quien le confiesa el enorme cariño que siente por ella: “por permitirme vivir contigo el milagro de un poniente o de una aurora en la que los árboles se despeinaban de algas”. Es parte de El orden natural de las cosas.

Iolanda, según el crítico literario portugués Alexandre Lourenço da Boa-Morte, podría ser el trasunto de múltiples mujeres que siempre son la misma en la obra de Lobo Antunes: Carla, Cândida, Celina, Céu, Clarisse, Ilda, Lana, Lena, Marília, Sofia, Nathalie.

Lourenço da Boa-Morte, con un cigarrillo entre sus dedos, también destaca Fado alejandrino y el anhelo del escritor lisboeta. Lobo Antunes ahondó en seres “ardientes de humo de cigarrillo y emoción”. Puede ser Carla, puede ser Nathalie:

podríamos estar juntos, conversar, hacer el amor, sentir tu lengua lamer […] mi pecho en el remolino del orgasmo, el torso extendido como un arco para recibir, entero, los latigazos de mi sangre, […] recostarme contigo en el balcón, en pantalones cortos, respirando la noche, el vaho de África cargado de insectos misteriosos, chispas de claridades extrañas, sombras descomunales, estrellas sin nombre…

Y en Auto de los condenados se lee un bello canto a una mujer. Podría tratarse de un secreto homenaje a Nathalie. Podría ser una misiva dirigida a Carla. Fuman antes y después de hacer el amor:

Me gustan tus caricias excesivamente exuberantes […]. Me gusta cuando me besas y abrazas y acaricias y abres las piernas para introducirme, con lentitud eucarística, en la seda contráctil de la vagina, volver la cabeza hacia la ventana y ver más allá de los marcos agrietados y del cristal polvoriento, el río nocturno sembrado de lámparas de barcos y de sombras.

El crítico literario, periodista y escritor español Rafael Conte infirió que, como en el título de Yo he de amar una piedra se dice que el narrador-poeta “tiene que amar una piedra” –verso de un viejo cancionero de Portugal–, el final de todo –también su inicio– debe ser la consumación de la antigua pieza lusitana, que concluye: “Besar tu corazón.” Ese beso es la única esperanza.

 

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