Ciudad de México. Fernando Rivera Calderón ha logrado reír y hacernos reír desde una pantalla televisiva durante muchos años-luz, y los astrónomos, jóvenes y viejos, lo aplauden, así como hacen los árboles cubiertos de pájaros de Chimalistac.
Es difícil mantenerse triunfante durante tantos años (empezó a los 17), decir grandes verdades y que la Santa Inquisición no te lleve al patíbulo. El propio Fernando me explica que en la televisión “no tenían tantos intereses políticos cuando empecé, porque nos dejaban hacer lo que queríamos y criticar a quien fuera. Ya cercano a la elección de López Obrador, los compromisos de Televisa y Televisa Radio ya no nos permitieron decir, por ejemplo: ‘Voy a votar por Andrés Manuel’, y la cosa llegó a tal punto que reventamos. Un día me enojé mucho, me sentí como Jesucristo en el templo; estábamos discutiendo sobre la creación de un programa libre de censura y mi compañero declaró: ‘No, pues yo soy un soldado de Televisa y voy a hacer lo que me diga la empresa’. Me enfurecí: ‘¿Sabes qué? Este micrófono vale mucho y ustedes no se lo merecen’, y que lo rompo y me sacan los de seguridad”.
–¿Siempre quisiste estar en el ojo del huracán?
–Yo escribía desde muy chico; entré a un periódico del gobierno, El Nacional, a los 17 años. Como reportero me mandaron a todo lo que no me gustaba: deportes, economía. Siempre quise escribir. Llevaba un diario. Además tenía muchos libros en mi casa. Mi papá es buen lector. Es de aquí, de la ciudad, y mi mamá es de Arcelia, Guerrero. Mi abuelo, que no conocí, fue médico; mi papá, abogado; tenía libros de filosofía. Antes de saber leer, yo jugaba con ellos, hacía torrecitas. Era un niño asmático, vivía cerca del Aeropuerto, no podía respirar bien, salía poco, no tenía amigos.
–Por eso ahora tienes tantos…
–Empecé haciendo mis libritos de niño. No deseaba ser músico, porque la música estaba a mi alrededor todo el tiempo. Me gustaba tocar la pianola de mi abuela en su casa y escribir cuentos y poemas; le escribía a mi mamá. Era un niño muy solitario y en la escuela no me iba bien. Como ya sabía leer, me saltaron un año y me pasaron a primaria. Siempre fui muy chico comparado con mis compañeros que me pegaban mucho. Yo me sentía tonto, porque no entendía nada, mi desarrollo no iba al parejo de ellos, iba un año adelantado. Antes, a los niños que ya sabían algo adicional los adelantaban, entonces nunca me hallé en clase. En la secundaria me fue muy mal, también los compañeros, y hasta los maestros, me pegaban. Justo en la secundaria encontré el teatro. Un amigo de mi papá le recomendó el Cadac de Héctor Azar, aquí en Coyoacán, y entré de 13 años, antes que otros, porque sus alumnos ya eran adolescentes.
“El teatro me salvó la vida, porque en la mañana me pegaban en la escuela y los hermanos maristas me obligaban a persignarme, y en la tarde podía ser eso que empezaba a ser: yo. Aunque mi vida fue muy trágica en la adolescencia, los papeles que me daban en el teatro eran cómicos; siempre me escogían para hacer reír, y yo realmente no me sentía chistoso. Hasta la fecha no entiendo cómo hago reír. Nunca lo he buscado, se me da. Más que por chistoso, por raro.
“Desde niño se me hacía muy extraño todo; todo me parecía inesperado e inexplicable. Por eso me gusta estar ahora en los medios públicos, porque hay una libertad que curiosamente no existe en los medios privados. La última vez que me censuraron fue en 2016. En El Financiero hacía un personaje que se burlaba de opinólogos conservadores en su mismo canal; ahí duré seis meses y adiós. López Obrador llegó al poder y yo llevaba 10 años de no hacer un programa en Canal 22. En cuanto llegó, Armando Casas me invitó a hacer Me canso ganso, programa de cultura, poesía, música. Luego hice uno más político en Canal 11: Operación Mamut, en el que cabe la comedia-cabaret...”
Un conductor desobediente
–Buenísimo, a mí me encanta, lo veo.
–Estamos en un buen momento, porque toqué puertas durante mucho tiempo y no me las abrían porque no soy el clásico conductor que obedece y se alinea, y soy muy cuestionador, no es que sea conflictivo, pero tampoco me gusta decir lo que no pienso.
Los grandes filósofos se envenenan y su último suspiro aún nos hace sentir culpables, pero Fernando ríe todo el tiempo. ¿De qué se defiende con tanta risa? Es obvio que le gusta hacer reír a sus televidentes, a sus dos hijos, a las mujeres que lo han amado, a sus amigos, a las abuelitas.
–Me río hasta de lo que no. A veces la gente se saca de onda. Creo que la risa es para mí un mecanismo de defensa. Me río hasta cuando tengo miedo, la risa me defiende. Me acuerdo de un jefe que tenía en El Nacional que me regañaba y me rompía los textos y yo me reía, y se enojaba: ¿Por qué te estás riendo si te estoy regañando?
No sé por qué me sale la risa, y lo agradezco porque me gusta reír y hacer reír a las personas; no sé cómo lo hago, pero lo logro. Si una reflexión viene con la risa, como en este libro de El ambiguo testamento, mejor; tú y yo somos partículas subatómicas y me encanta hacer que tú, lectora, te emociones con mis conceptos. Yo en realidad quería estudiar literatura dramática; no fui muy feliz estudiando comunicación en la Universidad Autónoma Metropolitana-Xochimilco; luego me metí a la maestría de historiografía de México en la Nacional Autónoma de México, que no terminé, y mientras tanto estudié filosofía, varios diplomados de pensamiento contemporáneo que sí concluí, como mi carrera de comunicación.
Cursé música en la Superior, pero me corrieron porque no tenía piano. Al año, la maestra me dijo que había niños más jóvenes que tocaban mejor porque sí tenían el instrumento. Seguí haciendo música, compongo canciones y tengo mi proyecto, Monocordio. Me gusta mucho componer. La próxima me traigo la guitarra y te toco un rato.
–¿Cómo te explicas tus múltiples talentos? ¿Nunca tuviste un complejo de algo?
–Crecí entre puras mujeres. Mi papá trabajaba todo el tiempo, yo viví con mi madre, mi abuela materna, mis dos hermanas, mis tías y mi abuela paterna. Crecí entre mujeres y me consentían, era un rey, me daban libros, me decían que era muy inteligente; me llenaron de amor, a diferencia del universo masculino de la secundaria, puros religiosos que me pegaron, un contraste que me rompió internamente.
“En la escuela me hicieron sentir que yo era tonto. Era una escuela de ‘niños bien’. Ahí estuvo Jorge Volpi. Me fue mal, porque no supe defenderme. Mis compañeros también me dieron pamba: eran los niños ricos y los hijos de padres que querían subir de posición social. Este, mi libro El ambiguo testamento, es de algún modo una reconciliación con el mundo espiritual y divino, porque me río de esos dogmas que me imponían a trancazos.