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Poesía, perseverancia y espíritu. Oscar Oliva en sus 85 años / La Semanal

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Óscar Oliva. 'Collage': Rosario Mateo Calderón.
24 de julio de 2022 11:01

“Quien persevera, alcanza”, se dice popularmente, y nunca más certero y severo que en la poesía de Óscar Oliva (Tuxtla Gutiérrez, Chiapas 1937), autor de Estado de sitio (1971), un “clásico moderno”, se afirma aquí, y de un último volumen, Escrito en Tuxtla, cuya reciente aparición detona esta reflexión sobre los principios esenciales de toda su obra.

 

A Óscar Oliva (Tuxtla Gutiérrez, Chiapas, 1937) se le recuerda sobre todo por su participación en el grupo de poetas que formaron La Espiga Amotinada y por haber merecido, a principios de los años setenta, el Premio Nacional de Poesía Aguascalientes, que se funda por iniciativa de Víctor Sandoval. Obtiene este reconocimiento en lo que podríamos llamar los “años dorados” de un Premio que sepultó en el olvido los famosos juegos florales y abrió una puerta a la modernidad literaria en nuestro país. Antes que él, lo habían recibido los fallecidos Juan Bañuelos, con Espejo humeante (1968) y José Emilio Pacheco con No me preguntes cómo pasa el tiempo (1969). El libro de Oliva, Estado de sitio (1971), expresión sintética de una época amarga y contestataria, la era post ’68, que es también la de la “guerra sucia”, no desmerece en nada a los de Bañuelos y Pacheco, y estimo que al paso de las décadas, con su cuota inevitable de ceniza y olvido, tendría que merecer el título de clásico contemporáneo. Su desasosiego y angustia siguen siendo el pan de todos nosotros en los días de hoy.

 

Poesía de la perseverancia

En los ochenta y tantos de su edad, como si recuperara fuerzas de su primera juventud, Óscar Oliva nos sorprende con dos libros. El primero, Poesía de la perseverancia. Antología personal (México, Coordinación de Humanidades-UNAM, 2020), recopila diversos títulos de su producción, e incluye, además, para “abrir boca” y a manera de prólogo, una interesante reflexión acerca de su evolución literaria y de las ideas medulares en que se sustenta su trabajo poético, que no ha de resultar ajeno, por cierto, al levantamiento zapatista de 1994, y que alcanza a conciliar algo tan antiguo como el Popol Vuh con la poesía de Góngora o san Juan de la Cruz, incluyendo las aportaciones de la etnopoesía de Jerome Rothenberg, o de los textos de Roland Barthes, Pablo Neruda, Vicente Huidobro y Paul Celan. El segundo, Escrito en Tuxtla (Chiapas, Instituto Tuxtleco de Arte y Cultura-Aldus, 2022), que recién empieza a circular, confirma lo que el prólogo mencionado adelanta en el terreno de las ideas: más audaz, más imaginativo que nunca, como si sometiera al yo poético a un gozoso y a la vez implacable proceso de mutación y de metamorfosis, Óscar Oliva se convierte en una suerte de chamán literario que puede transformarse en topo, en murciélago o en ciempiés, que alcanza a construirse una doble naturaleza, y convertirse lo mismo en mujer que declararse fanático de un filósofo como Ramón Llull o del androginismo rockero de David Bowie. En el terreno de la forma, se diría que Oliva abandona los terrenos del verso libre, que dominaba en sus primeros libros, para sumergirse de lleno en lo que podríamos llamar una respiración versicular que no oculta cierta cercanía con los dominios de la prosa.

¿Cómo ha sido esto posible? El mismo poeta aporta la respuesta: no por una falta de disciplina o una relajación. Óscar Oliva es lo que es gracias
a una Poesía de la perseverancia, es decir, gracias a un rigor sostenido, a una búsqueda permanente, a una severidad autoimpuesta que busca lo perdurable. Escribir y leer, actos complementarios, y que se necesitan el uno al otro, no son para Oliva tanto el ejercicio de desgranar los significados de un texto como el de encontrar el remanente que, en forma de memoria, late oculto en la oscuridad, perdido entre las palabras. El lenguaje, y la poesía por encima de todo, no son sino una memoria siempre en peligro de extinción. El poeta, a su modo, y esto significa abrazar las actuales conquistas de la ciencia, también es semejante a un astrónomo. Al mirar hacia las estrellas con ayuda de telescopios electrónicos, mira mucho más lejos, hacia el pasado remoto del universo. Así la poesía, que no sólo explora, en la concepción de Oliva, el “lenguaje abierto de significados” buscando el máximo de sus posibilidades, es en lo principal y antes que todo, memoria de lo que habrá de suceder, pues lo que es actual contiene todos los tiempos, incluyendo los del pasado y el porvenir. La poesía, explica Óscar Oliva en una frase que a mí, en lo personal, me produce vértigo: “Es un flash forward, un recuerdo del futuro. Ya que todo es presente.”

“La poesía es un arte difícil, tanto para el lector como para el poeta.” Es bueno que Óscar Oliva nos recuerde esta condición dificultosa, que de seguro irrita a los irresponsables y los frívolos. Pero que sea difícil es algo que se desprende del concepto mismo que Oliva guarda de la poesía. Por eso declara, esclareciendo las raíces y los alcances de su propio trabajo: “La perseverancia en la escritura es más que una disciplina o un capricho. Es una actitud vital para tratar que un texto reproduzca una realidad con un profundo aliento interno. Para que ese texto crezca creando su propia realidad.”

Se trata de un ejercicio doble, o del rostro doble de un único ejercicio: por un lado, la mímesis consabida, la tarea de reproducir una realidad, pero no de una manera mecánica, como enseña el materialismo, sino desde su aliento interno, condición sine qua non para que el texto crezca creando su propia realidad. Para que el texto dure, para que la palabra “emerja por sí misma” como postula Rothemberg –y así lo transcribe Oliva– debe respirar con el espíritu de los tiempos. Dicho en otras palabras: está obligada a emerger “desde una situación histórica, desde la subjetividad de una época.”

Escrito en Tuxtla y Estado de sitio

Escrito en Tuxtla, como lo denota el título, está concebido desde una territorialidad específica. No es sólo la presencia de la selva chiapaneca, con su abrupta geografía y su flora y fauna características, es también la convivencia con los pueblos originarios y con la complejidad de sus costumbres y sus lenguas. La devoción por esta circunstancia no excluye, por cierto, una vocación universalista: ahí conviven Shakespeare y Goethe con Allen Ginsberg y Keats, Tzuang Tzi y Li Bo congenian con Celan y con Poe, y hay un lugar incluso –¡quién lo dijera!– para el genio moderno de los videojuegos: Hidetaki Mayazaki. Pero esta madeja multicultural, que mezcla todos los tiempos, nada valdría si no transpirara el hálito de la inconformidad.

Si Óscar Oliva persevera tan bien, es porque resiste, porque ha resistido desde que se descubrió a sí mismo –habría que reconocer, en este punto, el magisterio de José Revueltas– como un poeta “amotinado”. Aunque Escrito en Tuxtla me admira por su juventud, por su libérrima imaginación, por su música exuberante y por su fantástica capacidad de transmutarse en todo lo que le sale al paso, estimo que no puede soslayarse el lugar estratégico que Estado de sitio ocupa dentro de nuestra historia literaria. Estado de sitio es, entre todos los que se escribieron en esos años, acaso el libro que mejor refleja una sorda capacidad de resistencia cuyas secuelas se dejan sentir hasta el día de hoy. Al dar cauce al espíritu de los tiempos, transmite con peculiar eficacia tanto la zozobra como la indignación y la rabia de una generación asediada que se encontraba, a la letra, en “estado de sitio”, dada la sistemática cacería instrumentada por un Estado opresor que reprimía implacable a los disidentes.

Aunque Óscar Oliva no abandona a lo largo de este libro la enunciación en primera persona, es decir, la función pura del testimonio, se las ingenia para tomar distancia de lo que pueda ser sólo una realidad subjetiva. Transcribo dos o tres ejemplos de ello: “No sé cómo existo en este país que acuchillo y que me acuchilla,/ leyendo este periódico que hiede,/ viendo la excrecencia del mundo desde la televisión (…).”

Para Oliva, pergeñar un poema no es tanto como objetivar a un “yo” que goza o que se duele, es arriesgarse a dejar encima del escritorio un artilugio extraño que bien podría transfigurarse en un sapo que adquiere vida propia: “No lejos de todo esto, encima de mi mesa/ de trabajo, croa y se retuerce el poema/ que acabo de escribir…”

Voy de menos a más. En un último ejemplo podrá advertirse la irrupción de un toque siniestro, incluso macabro, en el sentido puntual del término: “Arrimo una silla junto a mi cadáver/ para escuchar de cerca el silbo de una voz/ que se esfuerza por crecer en ese interior socavado.”

Se nos ha machacado hasta el cansancio que la lírica es el género de la modernidad por antonomasia. La poesía lírica sería la única capaz de darle una voz (y un rostro) a la subjetividad de nuestra época. ¿Qué se entiende de ordinario por lírica? No otra cosa sino el despliegue de las emociones y de las “vivencias” de un yo personal que se ostenta como el eje absoluto de la enunciación. La lírica sería ese yo que se desparrama impúdico sobre la página. Lo anterior suena muy bien, sólo que la mayoría de los grandes poemas que permanecen han eludido con eficacia esta suerte de confabulación subjetiva. En propiedad, ni Un golpe de dados, de Mallarmé, ni El cementerio marino, de Paul Valéry, ni los grandes poemas de Eliot, tanto La tierra baldía como los Cuatro cuartetos, ni tampoco Muerte sin fin, de José Gorostiza o el Canto a un dios mineral, de Jorge Cuesta caben dentro del cartabón de la poesía lírica.

Resulta ingenuo pensar que la poesía se reduce a una efusión de bellos sentimientos. A nadie interesan los “derrames” poéticos. Como dirían los viejos estructuralistas (pero habría que incluir entre ellos a Aristóteles), la poesía se construye. Tiene un principio, un medio y un final, y esto se logra a partir de la puesta en acción de un plan poético. Es lo que hizo Óscar Oliva cuando escribió Estado de sitio. Por eso, acaso remedando el gesto de Michel Foucault cuando concibió Las palabras y las cosas, Oliva inicia y cierra su libro con una reflexión sobre Las meninas de Velázquez. El pintor se pinta a sí mismo y a su circunstancia en este cuadro famoso, que pasa por ser un ejemplo de autorreflexividad. Y en efecto, lo es, pero siempre que se considere que toda vez terminado el lienzo, el pintor ha de verse objetivado en la pintura que acaba de pintar. Esto es justamente lo que hace Óscar Oliva en su libro: entrar y salir a voluntad de sus versos. Lo que importa no es tanto lo que en él ha sido plasmado, sino la posibilidad que tiene el autor (pero también el lector) de salirse a cada momento de cuadro y observar desde fuera la textualidad que se le ofrece en charola de plata.

 

 

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