Ciudad de México. En una hipotética --hasta ahora-- negociación entre el gobierno y la sociedad civil para revisar las estrategias de seguridad, la Iglesia católica bien podría jugar un papel de mediación. No sería la primera vez, está el antecedente de Chiapas, con la mediación del obispo Samuel Tatik Ruiz en el conflicto con los zapatistas.
Al menos en la Sierra Tarahumara, en Chihuahua, con los jesuitas, “sí lo veo posible”, asegura del sacerdote Javier Ávila Aguirre. “Somos la institución que estamos con el pueblo, y de manera constante, como opción de vida, no de sexenio como los políticos”.
En medio de su conmoción y duelo por el asesinato de sus hermanos de congregación religiosa, admite sentir que en la sociedad “hay un quiebre. Este dolor provocó algo, un movimiento, y no lo podemos desaprovechar para buscar la paz y la reconciliación. Después de la masacre de Creel (2008), tuve que esconder mi esperanza para que no me la roben. Para trabajar en derechos humanos en la Tarahumara debes tener una gran capacidad de frustración”.
En entrevista, insiste que la apuesta, hoy, debe ser por la memoria. “Los sistemas políticos le apuestan al olvido. En México los muertos de hoy sepultan a los de ayer. Nosotros decimos, los muertos de ayer, los de hace 20 años, siguen provocando el mismo dolor. Que no se pierda ninguno. Es de desear que este acontecimiento tan trágico haga que se saquen las antenas, se abran los ojos y las conciencias; que nacional e internacionalmente se diga ¡Ya basta!”
Ese es el punto de quiebre al que se refiere.
--El sábado pasado, en tu sermón en la iglesia de Chihuahua, hiciste una crítica muy directa a la estrategia de seguridad vigente.
--Y pedí una revisión a fondo. Lo que dije, en otras palabras, es: señor presidente, su estrategia no va bien, revisemos juntos su política de seguridad. El presidente ha dicho: vamos bien. Con todo respeto, no vamos bien.
--¿Alguna propuesta, alguna visión sobre por dónde hay que ir?
--Yo no tengo una visión específica. Lo que vislumbro es que esto tiene que salir junto con el pueblo. Todos nosotros con el gobierno. En la sociedad hay mucha apatía. Hay que hacer que tenga más injerencia, más poder de decisión.
Javier Ávila Aguirre, párroco de Bocoyna, llegó a la Sierra Tarahumara recién ordenado como sacerdote en la Compañía de Jesús hace casi medio siglo y ha sido testigo y vocero informal de todos los sucesos trágicos que han golpeado a las comunidades indígenas, que han salido a la luz pública en buena medida gracias a la relación de el Pato, como se le conoce, con los periodistas. Pero sobre todo porque, como dice, “tengo ojos y orejas en toda la sierra”.
Es fundador y actual director de la Comisión de Solidaridad y Derechos Humanos (COSYDHAC, formada en 1988 por iniciativa del entonces obispo de la Tarahumara José Llaguno) y en esas funciones siempre acompañó a las familias de los cientos de desaparecidos en Chihuahua en sus marchas y exigencias de justicia.
“Voy a ser parte afectada”, pensé
En algún momento durante las angustiosas 72 horas que transcurrieron entre el momento en el que los dos jesuitas de Cerocahui fueron asesinados, junto con el guía de turistas Pedro Palma, y sus cuerpos fueron sustraídos por los homicidas, llegó a pensar:
“Qué barbaridad, de ahora en adelante ya no voy a ser solidario con estas familias, voy a ser parte de ellos, como parte afectada, con mis hermanos desaparecidos”. Encontrados e identificados los cuerpos, el duelo y el dolor ya son otros.
Del otro lado de la línea telefónica es fácil percibir la conmoción del padre Ávila por estos últimos crímenes. Y eso que está curtido en el manejo de crisis como esta, como la masacre de Baborigame (1981, primer juicio popular contra el ejército y su operativo “Cóndor”, cuando se cometieron serias violaciones a los derechos humanos) o la masacre de Creel (2008, una banda de sicarios irrumpió en una fiesta y mató a 12 hombres y un bebé, ya en el contexto del narcoconflicto) que le valió al padre Ávila ser amenazado de muerte y portar, desde entonces, medidas cautelares.
El sábado pasado, mientras en su homilía de la misa de cuerpo presente por los sacerdotes Javier Campos y Joaquín Mora, hacía un dramático llamado a una revisión de la estrategia de seguridad del gobierno “porque los abrazos ya no bastan”, desde el fondo del altar en la iglesia del Sagrado Corazón lo acompañaba, discreta entre otras, la imagen del jesuita salvadoreño Rutilio Grande, asesinado por escuadrones de la muerte en 1977.
De Ellacuría a el Gallo y Morita
Se dice que la guerra civil en El Salvador se desató con el homicidio de un cura, el arzobispo Oscar Arnulfo Romero en 1980. Y terminó con en la ejecución de otros jesuitas, seis catedráticos de la Universidad Centroamericana que dirigía Ignacio Ellacuría, la cocinera y su hija adolescente. Ese momento, 1989, es considerado como el punto de inflexión que finalmente destrabó las negociaciones de paz que pusieron fin a la guerra en 1992.
--¿Ve Javier Ávila ese paralelismo?
--No veo tanto un paralelo. A Ellacuría y los otros padres de la UCA iban a matarlos, iban tras ellos por su voz, por su exigencia de justicia. En los hechos de Cerocahui no. Este sujeto, el ejecutor, algo traía en su cabecita que se le destrampó. Pero no iba tras el Gallo y Morita. Ese ha sido mi gran interrogante ¿Porqué los mató?
--En otro sentido, quizá. El asesinato de los jesuitas en El Salvador en 1989 es considerado como el principio del fin de la guerra, el detonante que hizo que ahora sí Estados Unidos y todos los actores se tomaran en serio la necesidad de salir del conflicto mediante un acuerdo negociado.
--Por ahí, sí. Y es de desear que este acontecimiento tan trágico haga que se saquen las antenas, se abran los ojos y las conciencias; que nacional e internacionalmente se diga ¡Ya basta! Un punto de quiebre. En El Salvador esos hechos los llevaron a una búsqueda muy seria de soluciones de fondo, soluciones horizontales. Aquí no hay guerrilla, pero sí vivimos la guerra, y uno de los frutos ojalá sea que se escuche el grito; que lo escuchen los tres niveles de gobierno. Porque cada uno de ellos tiene su responsabilidad. Y grave.
Otros tiempos
--En un artículo de 2008 que publicó La Jornada y volvió a reproducir estos días, de tu colega el padre Ricardo Robles, El Ronco, decía que la violencia que viven los pueblos rarámuri es ancestral, que viene desde la conquista, que no es novedad. Eso tal vez en 2008. ¿Pero ahora? ¿Esto no tiene otras dimensiones?
--Yo llegué a la Tarahumara hace 48 años (pocos meses después de ser ordenado sacerdote) y ya existía la violencia, ya existía el Triángulo Dorado (una región limítrofe entre Durango, Sinaloa y Chihuahua) con todas sus consecuencias y sus efectos, ya existía el narcotráfico, aunque soterrado. No era tan descarado, tan sangriento. Tan existían esas condiciones que COSYDHAC interpuso una denuncia contra el Ejército, directamente, por la masacre de Baborigame.
Recuerdo que en esos tiempos mis amigos periodistas me decían: hay tres instituciones que no podemos tocar: el presidente, la iglesia y el ejército. Tocaste una institución intocable. En esas fechas murió Pepe Llaguno (1992) y yo seguí con la denuncia. Al grado que el entonces secretario de la Defensa declaró que yo era un tipo inmoral por acusar a una institución tan noble como la militar. Trataron de cerrar el caso. Nosotros pedíamos que acepten los hechos, que pidan perdón y que reparen en lo posible los daños. Seguimos con Tere Jardí, nuestra abogada. El caso se reabrió y logramos algunas de nuestras exigencias, aunque limitadas.
Pero de allá a ahora es un abismo de diferencia. Hace 25 años yo podía salir de una comunidad después de una velación a cualquier hora y regresar a mi parroquia en Sisoguichi tranquilo, sin miedo. Ahora es peligroso salir a las carreteras de la sierra cuando el sol se mete, hay comunidades por donde no se puede pasar de noche. Hay partes donde ya estas células armadas son parte del paisaje, pasan el tiempo, sentados con sus armas, en los parques como escenografía de una película.
--La vocación de los jesuitas, quizá como el legado de Llaguno, es no solo estar cerca de la gente sino ser parte de su vida.
--Sí, es una opción de nosotros, caminar con la gente, pero que ellos nos digan de qué manera hay que aportar, hacer el diálogo. Llaguno trajo ese sello y lo compartimos en la Compañía.
Poner el cuerpo en medio
--En un contexto de violencia como el que vive la sierra esto significa poner el cuerpo en medio del fuego. Y esta vez pagaron un precio altísimo.
--Y en esta ocasión literalmente así fue. En la primera agresión, fue Joaquín Mora el que cayó. No me imagino que el Gallo (Joaquín Campos) haya corrido, o por el contrario haya golpeado o tratado de desarmarlo. Al contrario, se acercó preguntando ¿Qué pasa? Y también le tocó a él.
--¿Otros religiosos jesuitas en la sierra, tú mismo, están en una situación de peligro?
--Mira, yo tengo medidas cautelares desde hace tiempo. Y me las he ganado porque yo no me callo. Siempre digo lo que pienso. ¿Qué estamos en riesgo? Claro. Pero antes que nosotros Jesucristo estuvo en riesgo. Y hoy mismo nos está diciendo: síganme. Eso es típico del jesuita.
--¿Has sido amenazado?
--Sí, cuando la masacre de Creel yo hice señalamientos muy fuertes. También hemos señalado al ejército por casos de desapariciones. Y la Comisión Interamericana de Derechos Humanos resolvió que necesitábamos las medidas junto con la Comisión de Derechos Humanos de la Mujer (CEDHEM) de Chihuahua.
Cosydhac surgió en 1988 a raíz de una serie de asesinatos cometidos por el ejército en Baborigame, en pleno Triangulo Dorado. Sin una organización que tuviera personalidad jurídica y registro las denuncias del párroco de la región, el padre Francisco Chávez, que además piloteaba una de las pocas avionetas que llegaban al remoto lugar, caían en saco roto. Entonces se tuvo la iniciativa de crear esta comisión, la primera de su tipo en el Norte y segunda o tercera en el país.
Oídos sordos
--El vicario del arzobispado denunció que hace un año solicitaron audiencia a la gobernadora María Eugenia Campos y no la ha concedido.
--Eso es cierto.
--¿En qué términos debe darse ese diálogo?
--Lo que solicitamos es que el presbiterio pueda dialogar. Los que estamos con la gente, los que no tenemos un interés material, los que caminamos con el pueblo y no tenemos ningún interés en explotar los recursos. En cada sexenio sucede lo mismo. Entra un nuevo gobierno y quieren inventar el estado, con una manera muy limitada. Hay procesos que deben continuar. Propusimos dialogar con esta señora, presentar nuestro punto de vista. Y no se ha dado esa oportunidad.
La gente acude a mi porque tengo orejas y ojos en todas partes. Pero cada sexenio tengo que tocar de puerta en puerta a ver quien me pela. Por eso estaba yo en diálogo por la cuestión de la población expulsada de su comunidad. Sí me interesa el diálogo, pero cuando da resultados. Si no, no.