Ciudad de México. Miramos al cielo, pero nadie se atrevió a decir nada. Se sabe que en el beisbol las supersticiones no son un juego y si el pítcher no ha recibido hit ni carrera, mejor que nadie diga nada porque lo arruinan. Lo mismo sucede si las nubes amenazan, porque la menor alusión al estado del tiempo puede desatar tormentas y el peor enemigo de la pelota no es el bat, sino el agua. De modo que sólo nos quedó confiar en que la idea de acudir a un partido del rey de los deportes era el mejor plan para un viernes por la noche en la Ciudad de México.
La comitiva era una mezcla entre las secciones de Cultura y Deportes de La Jornada, dos formas de mirar que suelen estar alejadas por convenciones inexplicables, pero que tienen más de un hilo que las comunica y complementa. Sin más Virgilio que la pasión por la pelota, emprendimos el viaje al infierno, es decir, la casa de los Diablos Rojos del México.
En los terrenos de la Ciudad Deportiva de la Magdalena Mixhuca está el umbral de ese infierno de todos tan querido. Ver por primera vez el estadio de beisbol de los Diablos Rojos ya tiene algo de epifanía. No es el típico parque circular donde la nostalgia revive las infancias que se deleitaron con los héroes en pijama, como algunos bromean sobre el aspecto del pelotero, sino una apuesta original que desafía al espacio y al espectador.
Estadio y propuesta estética
Quien llega al punto más alto del andador que conduce de la entrada al parque de pelota, descubrirá una construcción geométrica que bien puede parecer una nave nodriza lista para emprender un viaje espacial.
Lo que en realidad vemos es un estadio que al mismo tiempo es una propuesta estética. El techo que cubre el graderío es una reproducción del tridente diabólico que puede verse desde las alturas.
Bien se puede elegir entre mirar un juego o disfrutar el espacio que alberga a los escarlatas. Parece una exposición de arquitectura
, dijo alguien en el grupo, porque el arte relacionado con el beisbol aquí no tiene una función ornamental: se trata de una afortunada simbiosis que se han apropiado los fanáticos.
No hay más que ver la escultura de Sergio Hernández, una representación de un cátcher que resguarda la entrada al estadio y que los fanáticos valoran por su belleza de bronce, pero a la que también atribuyen el poder de un talismán. Antes de cada partido se detienen junto a ese tótem con careta para retratarse y recibir buena suerte durante los próximos innings.
Las vallas que rodean el recinto han adquirido el tono rojizo del óxido y al acercar la mirada revelan las figuras de bates y pelotas que diseñó el artista juchiteco Francisco Toledo, otra presencia totémica para la casa de los Diablos.
Cuando le preguntaron al propietario de los Diablos Rojos qué hacía único a este estadio en comparación con los de Grandes Ligas, respondió de inmediato: Ninguno tiene un museo con una colección dedicada al arte en el beisbol. Aquí tenemos una sala con la obra de Francisco Toledo, y eso no lo tiene ni el más bonito de los estadios en Estados Unidos
.
De los sapos y las liebres de Toledo
Como aún teníamos tiempo antes del primer partido de la serie que la Pandilla Escarlata disputaba ante los Mariachis de Guadalajara, nos dirigimos al museo del estadio. Si la zoología fantástica de Toledo es bien conocida, sorprende descubrir ese perfil que permanecía alejado de la mirada pública.
Dos artistas que exponen en ese museo, Demián Flores y Adán Paredes, se sumaron a nuestro contingente para ver el juego. Ambos comparten la certidumbre de que el beisbol es un enigma que se relata con números y se alimenta con la memoria. Los promedios son como profetas que miran hacia atrás
, acuñó Pedro Mago Septién, ese inigualable cronista que lanzaba aforismos imposibles.
Maqueta del estadio Alfredo Harp Helú, diseñado por los arquitectos Francisco González Pulido y Alonso de Garay. Foto José Antonio López
El clímax de esta tarde infernal era el partido. En las gradas la nación escarlata con el ánimo inmejorable que suele acompañar a la primera entrada. Por los Diablos, el pítcher abridor, ese hombre solitario en un montículo que se juega con un solo brazo el destino colectivo, era el estadunidense David Huff. Qué terrible noche para el serpentinero, apenas en el primer inning y fue maltratado por los bateadores tapatíos que produjeron siete carreras.
Al ver a ese hombre tan solo sobre una lomita fue inevitable recordar el cuadro El fílder del destino, el óleo de Abel Quezada, donde un pelotero aguarda en una pradera desoladora. El personaje mira hacia arriba a la espera de que caiga algo. Una pelota, es lo más obvio, o tal vez una respuesta a una preocupación más honda. Nadie lo sabe. Sólo lo intuye ese jugador cuya mirada se pierde en un cielo turbio.
Cuando el porvenir lucía más borrascoso para el lanzador escarlata, la lluvia interrumpió el naufragio sobre el diamante y de los altavoces salió el vals de Juventino Rosas, Sobre las olas, mientras los trabajadores del estadio empezaron a desplegar una lona para proteger el terreno. Aquello parecía una bellísima coreografía.
El beisbol es tan exacto que hasta para colocar una lona se necesitan movimientos precisos
, bromeó el artista juchiteco Demián Flores. Mientras esperábamos el tiempo reglamentario para reanudar o cancelar el partido, el público improvisó una noche de karaoke. En ningún deporte el encargado de musicalizar las pausas tiene tanta interacción con la gente como en el beisbol.
El diyéi proponía y la gente respondía como si fueran bateadores al turno. Les propuso la popular salsa Lluvia, y de ahí se siguió con corridos norteños y cuanto éxito se le ocurriera, pero que miles de gargantas coreaban con sentimiento.
Al final, la lluvia no quiso que esa noche los Diablos naufragaran en su casa. El juego fue cancelado, pero nadie se sentía frustrado.
Nosotros, como todos, teníamos la certeza de que aquellas horas que pasamos en el infierno habían sido más placenteras de lo que imaginamos. Porque no hay que olvidar la regla de oro del beisbol: esto no termina hasta que cae el último out.