Encuentra aquí el nuevo número completo de La Jornada Semanal.
Evángelos Odysséas Papathanassiou (Volos, Grecia, 23 de marzo de 1943-París, Francia, 17 de mayo de 2022) la grabó en septiembre de 1975 en uno de sus hogares que más amó: su Nemo Studio, en Londres, donde invitó al English Chamber Choir dirigido por Guy Protheroe, al cantante del grupo Yes, Jon Anderson, y a la soprano Vana Veroutis, a la sazón también colaboradora de uno de los pares de Vangelis: su paisano, el compositor Mikis Theodorakis (1925-2021).
Entre los muchos atributos que hacen inmortal a Mikis Theodorakis figura la creación del oratorio moderno, con sus dejos de lucha social, referencias al zoon theatrykón, la magna cultura de la Grecia antigua y su lanzamiento al futuro. Figuras como Vangelis, por citar solamente uno entre muchos ejemplos, recogen esa épica sin sordina, esas gestas para gran orquesta y grandes coros. Esa manera de poner en música la historia de la humanidad.
Alguien que comprendió a cabalidad la naturaleza de la obra de Theodorakis fue el coreógrafo francés Maurice Béjart, quien trabajó con el compositor en la creación de una de sus obras maestras: Siete danzas griegas, donde la música y el movimiento son uno solo: una abstracción.
Sonidos del Paraíso y el Infierno
Los trazos poéticos, geográficos, milimétricos, la geometría perfecta de la música de Theodorakis son una impronta en la historia de la civilización occidental.
A ese linaje pertenece Vangelis, y su álbum Heaven & Hell, al mero inicio de su carrera, es un ejemplo cabal de esa continuidad estilística. Está dividido en dos partes contrastantes y complementarias donde sin ostentación y sin necesidad de apoyarse literal ni literariamente, pone en sonidos Paraíso e Infierno, dos de los ingredientes de la Divina comedia, de Dante Alighieri.
Heaven & Hell es muchas cosas: es una alucinación, una odisea espacial, un sueño duro y hondo. Un viaje.
Siempre que la escucho vienen a mi mente la Fantasía coral de Beethoven, la Tetralogía de Wagner, la música más salvaje de John Cage, los pasajes espaciales de Gyorgy Ligeti.
Hay quienes quieren escuchar en Heaven & Hell, la Carmina Burana de Carl Orff. Para mí, es más Beethoven que nada, es la recuperación contemporánea del invento de Richard Wagner conocido como melodía infinita. Es un borbotón de maravillas.
Uno no deja de estremecerse al escuchar Heaven & Hell, de Vangelis.
Desde el principio, hachazos de luz parten en dos la estancia donde estemos escuchando, en un efecto estereofónico donde el sonido nace en la bocina izquierda y se traslada (como en una película de David Cronenberg) a través de las paredes, el techo, los anaqueles de los libreros, hasta la bocina derecha, donde un estallido pone a volar a las palomas que estaban libando en el jardín, se despiertan las luciérnagas que se encienden de noche y duermen de día y podemos ver, como en una alucinación transparente, la luz de esas luciérnagas saltando, chisporroteando desde los sintetizadores que ya emprendieron vuelo hace minutos.
El primer movimiento, “Bacchanale”, de la primera parte de Heaven & Hell, es el preludio exacto al estallido de voces en coro, trepidación de tambores, frases digitales como llamaradas, una invocación a todos los poderes divinos.
El pasaje titulado “So Long Ago, So Clear” es la primera colaboración de Vangelis con Jon Anderson. La anécdota de la salida de Rick Wakeman del grupo Yes y el intento de Jon Anderson por convencer a Vangelis de ocupar la vacante, que finalmente quedó en teclados de Patrick Moraz, nos sirve para recordar qué no es Vangelis: no es un músico de rock, no es un autor de rock progresivo, mucho menos de jazz; tampoco es un “autor de música electrónica”. Es todo eso y nada de eso: es inclasificable.
Ciertamente, hay pasajes del disco Heaven & Hell que pertenecen cabalmente a los cánones del rock progresivo, así como hay episodios de muchas de sus partituras que incurren en los territorios del jazz, de la música sinfónica, de la música total.
Es, eso sí, un poeta de sonidos. Un creador de atmósferas. Un hacedor de sueños.
Al teclado, Vangelis es Rachmaninov, es Schubert, es el Liszt más intenso y apasionado, es Debussy.
El nocturno de Juno y Júpiter
El penúltimo disco que grabó Vangelis, Nocturne, lanzado en 2019, es buen ejemplo de las capacidades musicales de este compositor, cuyos seguidores están acostumbrados a escucharlo entre oleajes de sintetizadores, estallidos electrónicos, hecatombes cibernéticas, parafernalias tecnológicas.
Aunque la tecnología no era preocupación central de Vangelis. El listado de sus sintetizadores, tanto los analógicos como los digitales, sampleadores, vocaders, unidades de vario linaje, ocupan páginas enteras de siglas y números, pero su instrumento favorito era un sinte Yamaha CS80 y hasta en su último disco, Juno to Jupiter, en mi opinión el mejor disco de su vida, lo que escuchamos nunca es derroche de tecnología de reciente generación.
De hecho, el sonido tiene su edad, como si escucháramos las obras para teclado de Bach en clavecín, o sus obras orquestales con instrumentos de época. Hay piezas de Vangelis que denotan su época: hay música suya que suena bien ochentera, por ejemplo, mientras la parte fundamental de su obra producida en la década de los setenta tiene furor, siempre.
Su disco Nocturne muestra al Vangelis más íntimo. Confirma lo que sabíamos de los movimientos lentos de todas sus obras: Vangelis es un romántico, en todos los sentidos. Escribe música como los compositores pertenecientes a ese período y es también romántico porque su música es soñadora, plena de ensueños, de escenas de amor, siempre.
La pieza inicial de “Nocturne” obedece a ese género musical cuya naturaleza es meditativa, amorosa, nocturnal, y su track tercero abre una puerta que creíase cerrada para siempre: la pieza “Movement 9”, proveniente del álbum Mythodea, es interpretada por una pianista invitada: Irina Valentinova, y la puerta consiste en la posibilidad de que la música de Vangelis no quede con él en su sepulcro, sino que pueda ser ejecutada por otros músicos.
Ciertamente, nadie más puede sentarse en medio del mar de sintetizadores donde solía Vangelis crear su música, y nadie puede convertirse en otro Vangelis, ni siquiera en un intérprete de Vangelis. Esa parte ya quedó solamente en los discos que grabó el compositor griego.
Pero otros pianistas sí pueden sentarse en un piano de concierto para interpretar la música que Vangelis escribió exclusivamente para teclado, aunque en su disco Nocturne no se limite a su Bösendorfer Imperial Grand Piano, ni a su Steinway & Sons Concert Grand Piano, y haya recurrido a sus dispositivos generadores de vapores acústicos, neblinas electrónicas, gasas de tela cuyo hilo es de metal y electricidad.
Hay momentos en el disco Nocturne donde se asoman Erik Satie, Schubert y Sibelius. Hay otros momentos donde se asoma el Vangelis de quien alguien inseguro pudiera sentir penilla ajena: esos instantes donde camina en el borde del precipicio de lo cursi. Dicho está. Eso no quita ningún mérito al compositor ni nos obliga a meter esos pasajes bajo la alfombra.
El elefante está en la sala y levanta su pata izquierda y se inclina hacia el territorio de lo cursi y luego la baja y ahora sube la pata derecha y va derechito al new age.
¿Cuál es el problema?
Yo no tengo ninguno. Hay tantos Vangelis como escuchas existen.
Lo que sí debo decir es que si hay un compositor honesto en toda la historia de la música, ese se llama Evángelos Odysséas Papathanassiou y su coherencia lo hizo resistente a las modas, facilismos y toda esa bisutería propia de la industria del consumo.
Esa coherencia lo condujo por el camino de la originalidad, el riesgo creativo, la innovación. Y por eso se negó a seguir en ese grupito, Aphrodite’s Child, donde cantaba Demis Roussos, y por eso también declinó a suceder a Rick Wakeman en el grupo Yes y así todo el tiempo resistió las presiones de las firmas discográficas que le pedían revisitar una y otra vez sus “viejos temas”, sus “grandes éxitos”.
Su obra póstuma, Juno to Jupiter, confirma todo eso: es una obra maestra de libertad creativa, poder, inspiración. Es la obra de un gran autor de música sinfónico-coral.
El sonido Vangelis
Revisemos referentes: Rick Wakeman es un mago del teclado. Su uso de los sintetizadores como piano de concierto lo hacen inmortal; él sí resiste el compartimento estanco de “rock progresivo”.
Otro referente: Tangerine Dream, música idiosincrásica alemana, creación del genial Edgar Froese, quien hizo pendular los sonidos fantásticos de este dulce sueño de mandarina hacia los prolegómenos del ambient, el techno, el rock progresivo, hacia el espacio y más allá.
Referente inevitable y para muchos insospechado: los teclados activados por Rick Wright en la introducción a “Shine on you, crazy diamond”, por poner el ejemplo más evidente de su genio, como creador, con David Gilmour, del sonido Pink Floyd.
Eso, creación de sonido.
En la historia de la música hay compositores cuyo logro central es la creación de un sonido. Vangelis pertenece a esa estirpe.
Su álbum China, de 1979, es uno de los grandes ejemplos del sonido Vangelis, pleno de suspense, intensidad, entramado emocional, capacidad narrativa.
El sonido Vangelis tiene muchas facetas, entre ellas la más espectacular es la combinación de sonidos sintetizados con percusiones y el de ambos con masas corales. El uso de timbales en medio de grandes masas de sonido, ese metralleo de baquetas sobre monumentales tambores, hermana a Vangelis con el Sibelius de su Primera sinfonía.
Los sonidos más novedosos explotando, haciendo erupción, formando cascadas multicolores, desfilando en géiseres hirvientes, ese es Vangelis, el Vangelis que a todos nos fascina.
En su álbum Rapsodies, de 1986, escuchamos caballos, sonidos de batalla, viento, relinchos, galopes, truenos en el cielo, lo hierático, lo epopéyico, lo helénico. La belleza.
El track inicial de ese álbum se titula “To my champion and commander” y es el segundo que grabó con la actriz Irene Papas. El primero se llamó “Odes” y es aún más glorioso, más emocionante, más helénico. He ahí al gran Vangelis.
El Vangelis del disco Spiral es el Vangelis de todos tan amado: su sonido burbujeante, sorpresivo, efervescente, su combinación de clímax orquestales con campanas celestiales, sus crescendi y sus amplios descensos en surf rapsódico. Sus pulsos vitales.
“Pulstar”: contracción de Pulsar y Star, es la pieza inicial de otro álbum de Vangelis que todos amamos: Albedo 0.39, construida a partir de una secuencia de pulsos de sintetizador. El segundo corte de ese álbum, “Freewall”, hace eco del disco China, con una gran muralla de sonidos fantásticos; al final una voz femenina nos recuerda el sistema de vasos comunicantes en el vastísimo panorama de la música: la pieza “Insert coin”, de Wim Mertens.
El inicio del corte 7, “Nucleogenesis Pt. 1”, parece escrito por Olivier Messiaen en el órgano monumental de una catedral de París, en una larga improvisación plena de misticismo y éxtasis.
Hay álbumes de Vangelis que exigen mayor concentración de la que nos piden sus obras monumentales, por ejemplo el disco Invisible Connections, de 1985, es música en estado puro, nos remite a John Cage, la música zen de John Cage en particular y también al Teatro Noh.
Ese disco, Invisible Connections, pertenece al sello Deutsche Grammophon y deja en claro el linaje de Vangelis como un compositor de música de concierto.
Ese es Vangelis: un extraordinario sinfonista, y por eso escuchar su música equivale a sentarse frente al tornamesa y poner a sonar una sinfonía de Bruckner, la Tetralogía de Wagner o la Fantasía coral para piano, coro y gran orquesta de Beethoven.
Ese es Vangelis, el inmortal.